¿Qué
tanto influye la tecnología y las redes sociales en nuestras vidas? Esa
es una pregunta que genera debates. Hay quienes consideran que su uso
facilita el acceso a la información, e incluso mejora los tiempos de
comunicación a pesar de las distancias. Sin embargo, existen también
quienes critican la exagerada importancia que se le da y el aislamiento
que produce en diversas etapas de la vida personal y social de los seres
humanos.
A raíz de ello, un catedrático uruguayo,
Leonardo Haberkon, decidió dar un paso al costado en su intento de
enseñar a jóvenes en la universidad de ORT en la facultad de periodismo.
En una carta pública aparecida hace unos años, renegaba del alejamiento
de los estudiantes al punto de no prestar atención a lo que se hablaba
en clase.
Además protesta de forma directa sobre la
pésima calidad de los contenidos que consumen y que los aleja de la
realidad y de la coyuntura política de su país y del mundo, en general.
¿En verdad tanto mal hacen las redes sociales? Compartimos la carta para poder debatir al respecto.
Con mi música y la Falacci a otra parte
Por: Leonardo Haberkon
Después de muchos, muchos años, hoy di clase en la universidad por última vez.
No dictaré clases allí el semestre que viene y no sé si volveré algún día a dictar clases en una licenciatura en comunicación.
Me cansé de pelear contra los celulares, contra WhatsApp y Facebook. Me ganaron. Me rindo. Tiro la toalla.
Me
cansé de estar hablando de asuntos que a mí me apasionan ante muchachos
que no pueden despegar la vista de un teléfono que no cesa de recibir
selfies.
Claro, es cierto, no todos son así.
Pero cada vez son más.
Hasta
hace tres o cuatro años la exhortación a dejar el teléfono de lado
durante 90 minutos -aunque más no fuera para no ser maleducados- todavía
tenía algún efecto. Ya no. Puede ser que sea yo, que me haya desgastado
demasiado en el combate. O que esté haciendo algo mal. Pero hay algo
cierto: muchos de estos chicos no tienen conciencia de lo ofensivo e
hiriente que es lo que hacen.
Además, cada vez es más
difícil explicar cómo funciona el periodismo ante gente que no lo
consume ni le ve sentido a estar informado.
Esta semana en
clase salió el tema Venezuela. Solo una estudiante en 20 pudo decir lo
básico del conflicto. Lo muy básico. El resto no tenía ni la más mínima
idea. Les pregunté si sabían qué uruguayo estaba en medio de esa
tormenta. Obviamente, ninguno sabía. Les pregunté si conocían quién es
Almagro. Silencio. A las cansadas, desde el fondo del salón, una única
chica balbuceó: ¿no era el canciller?
Así con todo.
¿Qué es lo que pasa en Siria? Silencio.
¿De qué partido tradicionalmente es aliado el PIT-CNT? Silencio.
¿Qué partido es más liberal, o está más a la "izquierda" en Estados Unidos, los demócratas o los republicanos? Silencio.
¿Saben quién es Vargas Llosa? ¡Sí!
¿Alguno leyó alguno de sus libros? No, ninguno.
Conectar
a gente tan desinformada con el periodismo es complicado. Es como
enseñar botánica a alguien que viene de un planeta donde no existen los
vegetales.
En un ejercicio en el que debían salir a buscar
una noticia a la calle, una estudiante regresó con esta noticia:
todavía existen kioscos que venden diarios y revistas.
En
la Naranja Mecánica, al protagonista le mantenían los ojos abiertos con
unas pinzas, para que viera una sucesión interminable de imágenes,
veloces, rápidas, violentas.
Con la nueva generación no se necesitan las pinzas.
Una
sucesión interminable de imágenes de amigos sonrientes les bombardea el
cerebro. El tiempo se les va en eso. Una clase se dispersaba por un
video que uno le iba mostrando a otro. Pregunté de qué se trataba, con
la esperanza de que sirviera como aporte o disparador de algo. Era un
video en Facebook de un cachorrito de león que jugaba.
El
resultado de producir así, al menos en los trabajos que yo recibo, es
muy pobre. La atención tiene que estar muy dispersa para que escriban
mal hasta su propio nombre, como pasa.
Llega un momento en
que ser periodista te juega en contra. Porque uno está entrenado en
ponerse en los zapatos del otro, cultiva la empatía como herramienta
básica de trabajo. Y entonces ve que a estos muchachos -que siguen
teniendo la inteligencia, la simpatía y la calidez de siempre- los
estafaron, que la culpa no es solo de ellos. Que la incultura, el
desinterés y la ajenidad no les nacieron solos. Que les fueron matando
la curiosidad y que, con cada maestra que dejó de corregirles las faltas
de ortografía, les enseñaron que todo da más o menos lo mismo.
Entonces, cuando uno comprende que ellos también son víctimas, casi sin darse cuenta va bajando la guardia.
Y
lo malo termina siendo aprobado como mediocre; lo mediocre pasa por
bueno; y lo bueno, las pocas veces que llega, se celebra como si fuera
brillante.
No quiero ser parte de ese círculo perverso.
Nunca fui así y no lo seré.
Lo que hago, siempre me gustó hacerlo bien. Lo mejor posible.
Justamente,
porque creo en la excelencia, todos los años llevo a clase grandes
ejemplos del periodismo, esos que le encienden el alma incluso a un
témpano. Este año, proyectando la película El Informante, sobre dos
héroes del periodismo y de la vida, vi a gente dormirse en el salón y a
otros chateando en WhatsApp o Facebook.
¡Yo la vi más de 200 veces y todavía hay escenas donde tengo que aguantarme las lágrimas!
También
les llevé la entrevista de Oriana Fallaci a Galtieri. Toda la vida
resultó. Ahora se te va una clase entera en preparar el ambiente:
primero tenés que contarles quién era Galtieri, qué fue la guerra de las
Malvinas, en qué momento histórico la corajuda periodista italiana se
sentó frente al dictador.
Les expliqué todo. Les pasé el
video de la Plaza de Mayo repleta de una multitud enloquecida vivando a
Galtieri, cuando dijo: "¡Si quieren venir, que vengan! ¡Les
presentaremos batalla!".
Normalmente, a esta altura, todos
los años ya había conseguido que la mayor parte de la clase siguiera el
asunto con fascinación.
Este año no. Caras absortas. Desinterés. Un pibe despatarrado mirando su Facebook. Todo el año estuvo igual.
Llegamos a la entrevista. Leímos los fragmentos más duros e inolvidables.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
Ellos querían que terminara la clase.
Yo también.
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