“…otro
eje estructural básico (de la Revolución Ciudadana), la recuperación y
la forja de valores que permitan cristalizar una sociedad libre de
corrupción, entendida ésta no sólo como actos reñidos con la ley, sino
como el abuso de poder por parte de individuos u organizaciones sea en
el ámbito público o privado, en actividades económicas, políticas,
sociales, empresariales, sindicales, culturales, deportivas, que
beneficien directa o indirectamente a una persona o a un grupo de
personas.”
Plan de Gobierno de Alianza país 2007-2011 (2006)
La corrupción ha sido -y es- un tema de urgente actualidad. Los medios
están llenos de denuncias y escándalos. Sin embargo, a pesar de su gran
difusión, pocas veces este fenómeno social recibe un análisis profundo.
Muchas son las lecturas inapropiadas que se hacen para entenderla, y
peor aún, con frecuencia no se llega a sancionar adecuadamente los
hechos corruptos. Esto causa una generalizada frustración y no menos
confusiones, especialmente entre quienes no son corruptos, pero ven
-impotentes- que “ los inmorales nos han igualao ”…
Realmente el tema es recurrente en la vida de la Humanidad, pero no por
eso tolerable en ninguna circunstancia, aun cuando la plaga infecte a casi toda dimensión del convivir humano
. Desde hace más de mil años, cuando el código de Hammurabi explicaba
qué castigos se debían destinar a los corruptos , hasta la fecha muchos
acontecimientos históricos marcados por la corrupción, se han
registrado. Claro que, en dicho registro, hay episodios pequeños y otros
que sellaron épocas. En ocasiones la corrupción contribuyó a destruir y
construir civilizaciones, como pasó con aquella estafa de canjear
espejitos por oro y piedras preciosas hace más de cinco siglos, cuando
los europeos se impusieron violentamente en América, África y otras
regiones del mundo.
Dentro de esas sociedades herederas de la
pesada sombra colonial, hasta se podría pensar en una “corrupción
dependiente”, impuesta por la dominación de quienes vinieron y vienen de
afuera, quienes impusieron e imponen un modo de vida ajena, a más de
una modalidad de acumulación explotadora de seres humanos y Naturaleza.
Desde entonces “subdesarrollo” y corrupción se alimentan orgánica e
indefinidamente, dando vida a una corrupción mutante, aunque no muy
lejana de la corrupción de las potencias imperiales.
Ejemplo de
esa “corrupción dependiente” es la sumisión tanto de gobiernos
neoliberales como progresistas al capital transnacional, antes
norteamericano o europeo, y ahora también chino (que “ha salido de
compras” por el mundo). Con la ampliación salvaje de los extractivismos -que llevan la corrupción en sus venas
-, exigida por el capital transnacional y aceptada por neoliberales y
progresistas, vemos una desposesión tal como la entiende David Harvey e
incluso una suerte de acumulación originaria global, similar a la que
planteó Carlos Marx, en donde corrupción y violencia conviven a flor de
piel.
Vemos, pues, que la corrupción llega incluso a matizarse
con los procesos de dominación globales, llegando a conformar verdaderas
estructuras corruptoras dependientes en la periferia. Sin embargo, no
debemos confundirnos. Hoy más que nunca sabemos que la corrupción no es
evidencia del “subdesarrollo” de algunos países o culturas. No hay
primicia cultural, racial, geográfica o social. No se puede afirmar que
hay naciones corruptas y otras que no lo son. La corrupción emerge en
todas las latitudes, está globalizada. Es duro admitir, pero su sombra
cubre a casi todas las organizaciones e instituciones humanas, incluso
aquellas supuestamente creadas para defender derechos: hasta las
Naciones Unidas han sido acusadas como “una potencia mundial corrupta”.
En el Vaticano o en la Academia Sueca de Premios Nobel tampoco han
faltado las denuncias de corrupción, peor en los organismos
multilaterales de crédito. Y así por el estilo.
Por otro lado,
aunque muchos vean el inicio de la corrupción en el Estado o en el
gobierno, ésta no se agota ahí. La corrupción rebasa a cualquier
institución, de modo que verla exclusivamente en el Estado es no
entender su real dimensión o es hacer un mero ejercicio ideológico que
no ayuda a enfrentar el problema. Igualmente es errado reducir el asunto
a lo privado. En ambas esferas aflora la corrupción y muchas veces ésta
se potencia cuando ambos sectores confluyen en diversas relaciones
corruptas, que superan hasta a los intereses económicos, pudiendo ser
éstos políticos, o sociales en términos amplios. Y por cierto la
corrupción -tanto global como local- tiene apellidos, llegan a salpicar a
ilustres familias e instituciones tradicionales, cuya existencia
debemos cuestionar si buscamos una democracia efectiva.
Además,
difícilmente se puede esperar que el Estado sea eficiente si muchas
veces no se le permite serlo. El Estado, bien lo sabemos, responde a un
proceso social, donde los grupos de poder siempre buscan permear sus
intereses y moldearlo según sus apetencias. Su burocratismo, sus trabas
regulatorias, sus regulaciones obscuras y pesadas, su ineficiencia son
propias de un Estado débil: una causal importante de corrupción. La
corrupción debilita al Estado, y un Estado débil facilita la corrupción.
Como corolario, se ha comprobado que no hay una relación entre
el tamaño del Estado y la corrupción; hay Estados grandes e
intervencionistas con baja corrupción (por ejemplo los países de Europa
del norte: Finlandia, Noruega, Suecia o Dinamarca). Hay otros casos,
como los EEUU, que con un sector público relativamente reducido,
registran casos de corrupción de considerable proporción. Eso sí, se
podría decir que los Estados menos proclives a la corrupción son
aquellos fundados en mayor democracia, es decir con mayor transparencia y
participación ciudadana, a más de una adecuada distribución de riqueza e
ingreso. Un Estado, en suma, no es fuerte por su tamaño, sino por la
calidad -y democracia- de sus decisiones y de sus resultados, y es esa
calidad la que define cuán difícil será que la corrupción logré permear.
Sin
afán de sentar cátedra, me gustaría proponer una definición incluyente
de corrupción, empezando por una doble negación. La corrupción no es
sólo la comisión de actos ilícitos, que competen a los tribunales, o la
simple malversación de recursos. La corrupción, en una amplia definición
cultural -indispensable para abordarla y combatirla- es la esencia del
abuso del poder, como se estableció con claridad en Ecuador en el Plan
de Gobierno de Alianza País 2007-2011, elaborado en 2006
(página 50). Tal definición incluye actos incorrectos, aunque no sean
antijurídicos. Se manifiesta en diversos abusos, sea estatales o
privados, que beneficien directa o indirectamente a una o a varias
personas. En muchos casos sintetiza a la par lo ilícito y lo incorrecto,
pudiendo llegar a ámbitos económicos, sociales, políticos culturales,
universitarios, deportivos e incluso periodísticos.
Actualmente
-quizá de forma novedosa-, muchos hechos de corrupción que son
denunciados parecen seguir un libreto común: los escándalos de
corrupción son olvidados por nuevos escándalos, haciendo que la
corrupción se complementa con una rampante impunidad. Los escándalos, al
dejar de recibir la atención mediática, parecen condenados a la
desmemoria, perdidos en vericuetos legales que a veces no desembocan ni
en una sentencia legal contra los implicados. Es más, cuántas veces los
implicados en un atraco, pasado el tiempo de la prescripción o aún antes
(sobre todo si son de “cuello blanco”), asoman libres de cualquier
sospecha, envalentonados para volver a la vida pública: en la acción
política, en la gran empresa, en los mismos medios de comunicación...
Si pudiéramos escribir una historia de la corrupción y de su
complemento, la impunidad, ésta sería un telón de fondo reverberante del
devenir de las últimas décadas. Aparte, corrupción e impunidad son
impensables sin el cinismo y la prepotencia reinantes.
Por
todas estas razones se debe rechazar categóricamente a quienes minimizan
la corrupción de los regímenes progresistas en América Latina (que casi
nada tuvieron de izquierda), aduciendo simplonamente que antes, con el
neoliberalismo, la corrupción era peor; o simplemente señalando que las
demandas de corrupción son parte de una campaña de la derecha en
contubernio con grandes medios de comunicación; o cayendo en la torpe
astucia de decir que la corrupción es propia del capitalismo (lo cual es
cierto), de modo que primero deberá superarse al capitalismo para
recién entonces poder combatirla (lo cual no es cierto)… Definitivamente
no hay nada más contra revolucionario que tolerar o callar la
corrupción para no hacerle el juego a la derecha o al Imperio; la
corrupción, entendida como abuso del poder, debe acusarse venga de donde
venga (de hecho, la denuncia al abuso del poder -sea del capital o del
Estado- debería ser la esencia de la izquierda).
Es lamentable,
pero inocultable: el abuso de poder -la esencia de la corrupción- estuvo
y está presente en todos los progresismos de América Latina, sea en
Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador,
Uruguay, Venezuela.... Tratar de tapar esta realidad es un gravísimo
error (que raya hasta en complicidad). Raúl Zibechi, periodista
uruguayo, analizando el caso del expresidente brasilero Lula da Silva
-que fue intermediario de grandes conglomerados empresariales de su
país, incluso cuando ya no estaba en el gobierno- nos recuerda que,
viendo los inocultables y graves casos de corrupción en la región, “mirar
para otro lado porque no nos conviene o porque son los ‘nuestros’, es
propio de un pragmatismo suicida. La gente común termina por percibir
las mentiras. Luego da un paso al costado, probablemente para siempre”.
En resumen, precisamos recoger el mensaje de José Mujica, dicho de forma sencilla y muy clara: “si
a la izquierda le toca perder terreno, que lo pierda y aprenda, porque
tendrá que volver a empezar. Y si cometió errores, tendrá que reaprender”.
La lucha continúa, aunque en realidad la lucha siempre estará
empezando, ojalá que siempre admitiendo y superando los errores del
pasado.
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