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martes, 1 de diciembre de 2015

Guatemala: violencia carcelaria


Editorial La Jornada

Una riña entre bandas rivales de reclusos ocurrida el pasado domingo en la cárcel de Canadá, en el sureño departamento guatemalteco de Escuintla, sobre el litoral del Pacífico, dejó saldo de 17 presos muertos, siete de ellos decapitados, antes de que la policía pudiera retomar el control del establecimiento. De acuerdo con los informes, el pleito se inició con disparos de armas de fuego, en momentos en que familiares de los internos visitaban a sus parientes, y prosiguió durante más de 24 horas con armas blancas.
La Granja de Rehabilitación Canadá, nombre oficial de la prisión, tiene capacidad para 600 reos, pero cuenta con una población de más de 3 mil; es decir, tiene sobrecupo de 500 por ciento, y su control es objeto de disputa por las maras (pandillas) 18 y Salvatrucha, las cuales trafican con la comida, los insumos de higiene, las bebidas y, por supuesto, los estupefacientes dentro del penal.
Este nuevo caso de violencia carcelaria obliga a recordar que buena parte de las prisiones de América Latina constituyen las expresiones más extremas de la corrupción, la desigualdad, la injusticia y el desdén por la vida y los derechos humanos. Tales miserias conllevan a fallas con frecuencia catastróficas en establecimientos que, si se considera la cantidad de recursos humanos y materiales empeñados en vigilarlos, debieran ser los eslabones más sólidos de la seguridad del Estado.
Es significativo, por lo demás, que el lamentable episodio haya tenido lugar precisamente en Guatemala, país que se encuentra empeñado desde hace más de un lustro en perfeccionar y consolidar su sistema judicial. A lo que puede verse, las prisiones han quedado fuera de un esfuerzo nacional e internacional de saneamiento y fortalecimiento de las instituciones de justicia tan destacado que ha permitido procesar penalmente a una banda de delincuentes aduanales que tenía entre sus integrantes nada menos que al presidente y a la vicepresidenta de la república.
El hecho vuelve a poner de relieve en forma por demás trágica el persistente olvido de gobiernos y sociedades a un instrumento que debiera servir para la rehabilitación social de los delincuentes y que en los hechos, en cambio, constituye un mecanismo de castigo y de reproducción de la criminalidad, así como un espacio para la realización de negocios tan sucios como voluminosos por parte de funcionarios públicos e incluso de los propios reos. Recuérdese, a este respecto, que en nuestro país buena parte de los llamados secuestros virtuales, las extorsiones y los engaños telefónicos con fines fraudulentos se realizan mediante llamadas desde diversas prisiones.
En contraste con esos fenómenos, las cárceles son también los sitios en los que la devaluación humana alcanza sus niveles más bajos y en el que los derechos humanos pierden todo atisbo de universalidad. Ciudadanos y servidores públicos parecieran dar por hecho que los internos, por el mero hecho de serlo, e independientemente de que se encuentren sometidos a juicio o ya sentenciados, son individuos que no merecen la menor de las consideraciones y que sus vidas son prescindibles.
Para revertir las realidades y las actitudes mencionadas es preciso que los países reformulen drásticamente sus prácticas carcelarias, combatan la corrupción con verdadera voluntad política y emprendan campañas educativas para concientizar a la población sobre el hecho de que los presos, por repudiables que sean sus delitos reales o presuntos, son seres humanos y deben ser tratados como tales.

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