Todos hemos oído alguna vez decir que cuando un producto es
aparentemente gratuito, es probable que en realidad lo estemos pagando
con datos. Ocurre con las redes sociales, las tarjetas de fidelización
de tiendas o supermercados o con un sinfín de aplicaciones que nos
ofrecen servicios más o menos relevantes a cambio, solamente, de
nuestros detalles personales.
Pero más allá de intuir que nosotros somos el producto, en realidad
desconocemos qué se hace exactamente con nuestra información, o en qué
consiste y cómo funciona ese pago con datos. En realidad, no es una
cuestión sencilla, y cada aplicación cuenta con sus propios
procedimientos y lógicas. En el caso de la navegación por Internet, por
ejemplo, las empresas y prestadores de servicios nos ofrecen de forma
gratuita sus motores de búsqueda, páginas webs y servicios asociados,
para leer la prensa, consultar la previsión meteorológica, o estar en
contacto con otras personas a través de redes sociales o foros.
No obstante, cada vez que entramos en una web estamos descargando
automáticamente una serie de microprogramas conocidos como cookies que
recaban información de nuestra actividad online y hacen llegar al
propietario de la web visitada información sobre nuestra IP, MAC o IMEI
(la matrícula de nuestro dispositivo), el tiempo y forma en que
utilizamos un sitio concreto u otros sitios que estén abiertos en el
mismo momento, identifica si somos visitantes habituales y qué uso
hacemos de la página de Internet,
en qué secuencia y cómo accedemos a otros sitios, etcétera. Además, es
habitual que diferentes empresas paguen al sitio que visitamos para
poder instalarnos sus propias cookies, como también lo es que la
empresa utilice los datos no solo para sus estudios internos, sino que
los venda a terceros.
En realidad, cada vez que visitamos una página con el ordenador, el
teléfono móvil o la tableta, recibimos decenas de peticiones de
instalación de cookies. Somos, pues, el producto porque a cambio de la
información que obtenemos proporcionamos detalles sobre nuestra
actividad online y, a menudo, datos personales como nuestro nombre y
ubicación, hábitos, tarjeta de crédito, etcétera, de los que no tenemos
forma de controlar dónde acaban. Ante esto, el único recurso de
autoprotección es o no aceptar cookies y renunciar al servicio, o
borrarlas sistemáticamente de nuestro ordenador, algo tan engorroso
como limitadamente útil.
Facebook, una red social utilizada por más de mil millones de
personas al mes, dispone de los datos que el usuario deposita
voluntariamente en ella, pero también hace inferencias en base a
nuestras interacciones con personas e información, las comparte con
terceros y elabora un perfil único que le permite determinar qué
aparece en nuestro muro, tanto por parte de nuestros amigos como de
anunciantes. Todo me gusta o registro a través de Facebook genera
información que es analizada y clasificada por algoritmos con el fin
tanto de conocernos individualmente como consumidores, como de elaborar
perfiles sociales destinados a agencias de publicidad. El registro
continúa incluso si hemos cerrado la página: a no ser que salgamos
manualmente, las cookies de Facebook continuaran espiando todo lo que
hacemos online.
Si, además, hemos instalado Facebook en nuestro teléfono móvil,
junto con su aplicación de mensajería, el sistema podrá activar
remotamente nuestra cámara o micro, acceder a nuestras fotografías y
mensajes, etcétera, y así ir perfeccionando nuestro perfil.
El ejemplo de la navegación web es el más habitual, pero ya no el
único protagonista. El mismo despliegue de conexiones no aparentes y de
compraventa de datos se produce también cuando utilizamos una tarjeta
de fidelización de cliente, que relaciona nuestro patrón de consumo con
un nombre, dirección, a menudo unos datos bancarios y las respuestas al
cuestionario que habitualmente acompañan la solicitud.
Otro ámbito en el que la recogida de datos es cada vez más relevante
es el espacio público. Nuestro incauto deambular por las calles tiene
cada vez menos de anónimo, y los sensores que leen los identificadores
únicos y la geolocalización de nuestros dispositivos, las cámaras
termales y de video vigilancia, las redes wifi, las farolas
inteligentes o los sensores de lectura automática de matrículas nos
incorporan de forma rutinaria a bases de datos públicas y privadas que
en algún lugar le sirven a alguien para obtener un beneficio que ni
conocemos ni controlamos.
El ámbito doméstico es quizás el espacio dónde esa monitorización de
nuestros movimientos y rutinas para elaborar patrones vendibles aumenta
de forma más preocupante: todos los electrodomésticos inteligentes, del
contador de la luz al televisor, pasando por la nevera, construyen una
red de extracción de datos que quiere perfeccionar la imagen de quiénes
somos, qué queremos o qué podemos querer. El reto es ser capaz de
adelantarse a nuestras necesidades para tentarnos a adquirir productos
o servicios que aún no sabemos que deseamos. Pagamos, pues, dos veces:
cuando adquirimos el electrodoméstico o abonamos el recibo de la luz,
en euros, y cada vez que le proporcionamos información, con datos
personales.
Hay empresas que han empezado a explorar la posibilidad de
convertirse en data brokers de los ciudadanos, una especie de
corredores de datos que gestionarían nuestra información devolviéndonos
una parte del beneficio generado por ella. Que nadie espere hacerse
rico: de momento las empresas que intentan abrirse camino en este
turbio mundo no dan más que unos cuantos euros al mes a cambio de
información tan sensible como datos médicos o bancarios. De momento, el
verdadero dinero no se encuentra en la relación entre ciudadanos y
servicios que recogen datos.
La economía de los datos es aún poco más que una promesa, de la que
hasta ahora se benefician muy pocos actores (Facebook o Tuenti, Google, Foursquare, YouTube,
etc.), y más por la fiebre inversora que por la cuenta de resultados.
Al albor de esta promesa de negocio, eso sí, proliferan los corredores
de datos dedicados al cruce de diferentes bases para aumentar el precio
de venta de los perfiles generados a partir del cruce de información de
actividad online y offline: los informes médicos, por ejemplo, pueden
añadir mucho valor a un historial de búsqueda en Internet.
A algunos este escenario no les genera ninguna inquietud. Pagar con
información propia abre también la puerta a la promesa de servicios
personalizados y atención individualizada. Sin embargo, los corredores
de datos no se limitan a cruzar detalles de lo que compramos, con quién
interactuamos y qué nos gusta. Este comercio incluye también, y cada
vez más, historiales médicos, datos fiscales y de renta o datos
bancarios. El tipo de información que puede determinar si se nos
concede un crédito, si se nos ofrece un seguro médico más o menos caro
o si conseguimos un trabajo. De repente, el precio pagado con
información personal emerge como algo totalmente desproporcionado e
incontrolable.
Al aceptar nos convertirnos en el producto, pues conviene no olvidar
que aceptamos también que se nos pueda acabar apartando del juego,
escondidos o ignorados porque nuestro perfil no aporta la solvencia,
salud u obediencia esperada.
(Tomado de El País)
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