En
Guatemala, desde hace ya más de un mes se vive un clima de movilización
social realmente rico, fresco, a todas luces revitalizador. La
población –en principio clases medias citadinas, pero luego mucho más
que eso: algunos sectores campesinos, trabajadores varios, estudiantes
universitarios de distintas casas de estudios– han reaccionado a hechos
de corrupción del gobierno que se han conocido en forma pública. La
indignación, más allá que pueda haber manipulación de sectores
interesados, es genuina, absolutamente espontánea. Las marchas de
protestas nacen de la honesta irritación ante los abusos.
Las
grandes mayorías populares, producto de la sangrienta represión vivida
durante la pasada guerra interna y de las brutales políticas de
capitalismo salvaje de estas últimas décadas (neoliberalismo), han
quedado desmotivadas, desmovilizadas. Es sano, esperanzador incluso,
que ahora reaccionen.
¿Por qué se reacciona contra la
corrupción? Se podría decir que la corrupción es una de las tantas
facetas de una situación caótica, o más bien injusta, profundamente
injusta, que estructura a la sociedad guatemalteca. Guatemala, debe
quedar claro, no es un país pobre; de hecho, es la primera economía de
la región centroamericana y la decimoprimera de América Latina. En todo
caso, es tremendamente inequitativa, asimétrica, que no es lo mismo que
pobre. Un mínimo porcentaje (unas cuantas familias) concentran en forma
abrumadora la riqueza nacional, en tanto el 53% de la población total
vive por debajo de los límites de pobreza (2 dólares diarios, según el
estándar establecido por Naciones Unidas). Casi la mitad de los
trabajadores no cobra el salario mínimo –de por sí muy escaso–,
mientras que en zona rural los trabajadores agrícolas en casi 90% no
cobran el salario de ley. Por otra parte, ese sueldo mínimo apenas
cubre la mitad de la cesta básica.
En otros términos: en
Guatemala, pese a la riqueza existente, la población vive mal, muy mal.
Está entre los 5 países del mundo con mayor nivel de desnutrición
infantil, pese a ser un productor neto de alimentos, y alrededor de dos
terceras partes de su población económicamente activa (en buena medida
niños y jóvenes) o trabaja en condiciones de precariedad (sin
prestaciones sociales) o se encuentra abiertamente desocupada. El
Estado, en tanto órgano regulador de la vida social, brilla por su
ausencia en la provisión de servicios básicos. Por lo pronto, es un
Estado raquítico, que vive de unos magros impuestos –fundamentalmente
impuestos directos, pagados por la clase trabajadora– teniendo una de
las cargas impositivas más bajas de todo el continente (según los
Acuerdos de Paz de 1996 se debía llegar a un piso mínimo del 12% del
producto interno bruto, para luego seguir ascendiendo, siendo la
realidad actual que apenas si se llega a un 10% de lo producido que va
a para al Estado como carga tributaria).
Dicho de otro
modo: la corrupción es uno más entre tantos males que aquejan a
Guatemala, quizá no el primero ni el más importante. La exclusión de
grandes masas populares no se debe sólo al enriquecimiento ilícito de
una mafia enquistada en el actual poder político. Si hay pobreza
estructural, exclusión histórica, a lo que se suma un racismo atroz que
condena a alguien a ser humillado por su pertenencia étnica (“seré pobre pero no indio”,
puede decir un no-indígena), ello no es sólo por los funcionarios
venales que hacen del Estado (nacional o local, no importa) un botín de
guerra. La corrupción puede ayudar, pero no es la causa del actual
desastre.
Por supuesto que la corrupción es despreciable.
¿Quién en su sano juicio podría justificarla, mucho menos aplaudirla?
Tal como la caracterizó hace algunos años un sínodo de obispos
(Ecuador, 1988, caracterización que sigue siendo absolutamente válida
al día de hoy), la corrupción es “un mal que corroe las
sociedades y las culturas, se vincula con otras formas de injusticia e
inmoralidades, provoca crímenes y asesinatos, violencia, muerte y toda
clase de impunidad; genera marginalidad, exclusión y miedo (…)
mientras utiliza ilegítimamente el poder en su provecho. Afecta a la
administración de justicia, a los procesos electorales, al pago de
impuestos, a las relaciones económicas y comerciales nacionales e
internacionales, a la comunicación social. (…) Refleja el
deterioro de los valores y virtudes morales, especialmente de la
honradez y la justicia. Atenta contra la sociedad, el orden moral, la
estabilidad democrática y el desarrollo de los pueblos”.
La reacción popular que está teniendo lugar en este momento comenzó
como un grito contra los ilícitos cometidos por los gobernantes al
destaparse casos de abuso de poder y abierta corrupción, como por
ejemplos los de la Superintendencia de Administración Tributaria
(defraudación aduanera), o la supuesta limpieza (fraudulenta) del
contaminado lago de Amatitlán, o los millonarios desfalcos en el Seguro
Social. De momento la indignación por el lujo descarado de los
pervertidos, deshonestos e inmorales funcionarios que robaron el erario
público está en ascenso. Nada se dice, sin embargo, de la injusticia
estructural que recorre la sociedad. Y que es, en definitiva, la que
permite la corrupción.
Estos funcionarios están directa o
indirectamente ligados a las fuerzas armadas que algunas décadas atrás
defendían a sangre y fuego la propiedad privada de los multimillonarios
de siempre. Ahora, por vericuetos de la historia, también ellos
devinieron millonarios. “Nuevos ricos”, podría decírseles. Y es ahí
donde se pretende introducir la presente consideración crítica.
Sus fortunas, hechas en forma ilícita (mansiones lujosas, vehículos
despampanantes, helicópteros, joyas, ropa muy fina, perfumes a la moda,
caballos de carrera, cenas pantagruélicas), en términos descriptivos,
no son distintas a las de los “viejos ricos”. ¿En qué difieren? Al
decir esto, pido que se lea y se piense bien en el sentido del análisis
que aquí se pretende presentar: ¡¡por nada del mundo se está
justificando o quitándole responsabilidad ética a la corrupción!! Los
dineros con que se amasaron esas fortunas provienen de un descarado
robo a los fondos públicos. “Refleja el deterioro de los valores y
virtudes morales, especialmente de la honradez y la justicia. Atenta
contra la sociedad, el orden moral, la estabilidad democrática y el
desarrollo de los pueblos”, decían los prelados. Pero…, ¿cómo se hacen las fortunas lícitas?
El actual alcalde de Mixco, hijo del actual presidente, se pasea orondo
en un automóvil de lujo de 250,000 dólares de valor. Alguien, indignado
por esa muestra de descaro y desfachatez, dijo con honestidad: “parece el hijo de un petrolero árabe”.
Pregunto: el hijo de un jeque dueño de toda esa riqueza (que, por
supuesto, no amasa con sus propias manos sino con el trabajo de otros),
¿tiene legítimo derecho a tener un Ferrari de un cuarto de millón de
dólares?
El mundo humano es una construcción social,
histórica. Nada hay “natural”, dado de antemano, producto de los
instintos o derivado de designios divinos: ni la forma de vestirse, de
marcar diferencias de “alcurnia”, de comer ni de defecar. Todo,
absolutamente todo está marcado por los códigos sociales, por procesos
históricos: se puede usar un inodoro con bidet incluido (con agua
caliente, quizá perfumada) o hacerlo en cuclillas en el monte. Es la
“naturaleza” social la que decide nuestra posición, nuestro destino,
nuestras identidades. ¿Es “natural”, lícito, ya establecido y asumido
como normal que el hijo del multimillonario petrolero pueda tener un
Ferrari? ¿Pero de dónde le viene esa inconmensurable riqueza?
El mundo se construye así: son códigos predeterminados los que nos
fijan lo normal y lo que no lo es, lo correcto y lo incorrecto, lo
lícito y lo ilícito. ¿No es eso la ideología acaso? Y como pasa siempre
cuando hablamos de ideología: el esclavo piensa con la cabeza del amo, “la ideología dominante de una época es la ideología de la clase dominante”, enseñó un pensador decimonónico supuestamente pasado de moda hoy.
Es normal que los “ricos de siempre” tengan mansiones lujosas,
vehículos despampanantes, helicópteros, joyas, ropa muy fina, perfumes
a la moda, caballos de carrera, cenas pantagruélicas y que su voz de
mando sea obedecida. Si preguntamos cómo hicieron su fortuna, hoy
lícita, sin dudas aparecerán cuestionamientos. ¿Trabajando quizá?
Dijo Bernal Díaz del Castillo, uno de los primeros conquistadores
españoles llegados a estas tierras del Nuevo Mundo a principios del
siglo XVI, que aquí venían “a traer la fe católica, a servir a Su Majestad… y a hacerse ricos”.
Hasta donde se sabe, nadie, absolutamente nadie logró hacerse rico (es
decir: tener mansiones lujosas, vehículos despampanantes, helicópteros,
joyas, ropa muy fina, perfumes a la moda, caballos de carrera, cenas
pantagruélicas) con el esfuerzo de su trabajo. Lo ¿ilícito? de ayer se
legaliza y se convierte en lo lícito de hoy. Dicho sea de paso, muchos
de los asesinos y escoria social de España que venía a las tierras
americanas a “hacerse ricos”, lo lograron. Después vino la alcurnia, el
abolengo, el refinamiento, se compraron títulos nobiliarios y se
transformaron en “lícitos”. A la base de cualquier fortuna –en
Guatemala y en cualquier parte del mundo– hay siempre, inexorablemente,
un crimen. “La propiedad privada [de los medios de producción] es el primer robo de la historia”, dijo el citado pensador.
Estas breves consideraciones pretenden ser una prolongación de la
iniciada lucha contra la corrupción. Luchar contra ella está bien. Es
una cabal y sana muestra de salud ciudadana. En la República Popular
China, dicho sea de paso, sin miramientos se fusila a los funcionarios
corruptos. ¡¡Se los fusila!! ¿Se fusilará a alguien en Guatemala en
esta ola de “moralidad anticorrupción” que se ha puesto en marcha? Pero
para no quedarnos cojos, no dejemos de pensar que la corrupción es el
producto de una estructura social donde el robo está legalizado. Hacia
eso debemos apuntar en definitiva: ¿hay enriquecimientos lícitos?
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