Reseña de "La teología, ¡vaya timo!"
El Viejo Topo
Gabriel Andrade, La teología, ¡vaya timo! Laetoli, Pamplona, 2014, 186 páginas.
Nuevo libro de la colección “¡Vaya timo!” dirigida por Javier Armentia.
Le ha tocado esta vez a la teología. El autor, Gabriel Andrade [GA],
como era de prever, no se declara muy partidario de ella. Con razones
más que informadas por supuesto. La considera, como señaló irónicamente
en su día Jorge Luis Borges, literatura fantástica, la perfección del
género. Para GA, sería ésta una de sus tesis, “es hora de que la
teología sea relegada al lugar que le corresponde, junto a la
astrología, la alquimia y la homeopatía” (p. 183). Una de las
finalidades del volumen: “En este libro deseo criticar este conformismo
por parte de los científicos. Estos presentan objeciones a la alquimia,
la parapsicología, a astrología o la homeopatía, pero callen frente a
la teología.” (p. 10). GA no calla, en absoluto, no sigue el consejo
final del Wittgenstein del Tractatus. Para GA, la teología es
una disciplina vacía. Si bien, señala él mismo, “quizá… no es
enteramente descabellado aceptar que Dios existe, y en ese aspecto la
teología puede aportar algo” (p. 17), o también que “podemos aceptar
que hay una coincidencia entre las doctrinas teológicas respecto al
pecado original y las enseñanzas científicas respecto a la teoría de la
evolución. En este sentido, podemos admitir que la doctrina del pecado
original es un pronunciamiento correcto sobre la naturaleza humana.”
(p. 128). Admitiendo, por otra parte, que “debo reconocer que sólo he
leído en mi vida un puñado de libros de teología. Pero no es necesario
estar familiarizado con gran cantidad de libros de una disciplina para
reconocer que esa disciplina es un fiasco” (p. 21). Ciertamente: no es
condición necesaria.
Los esfuerzos por ajustar las doctrinas
teológicas a los tiempos y saberes modernos no son en su opinión
satisfactorios. Debe hacer espacio académico para que las personas que
lo deseen estudien “la historia de la teología (como he intentado hacer
someramente en este libro), pero no propiamente teología”. Los
teólogos, eso sí, merecen la (irónica) admiración de GA por sus grandes
dotes imaginativas. “Son escritores de literatura fantástica, no
propiamente científicos o filósofos”. La teología es una disciplina
alejada de la ciencia y, en muchos puntos, no es meramente acientífica
sino, esta es otra de sus ideas fuerza, anticientífica.
La
estructura y contenidos del libro están expuestos en las páginas 24-26
de la introducción. Nueve capítulos en total sobre la teología
genérica, derivada de concilios y credos, tratando además algunas
doctrinas específicas de varias ramas cristianas. Sucintamente: en el
primer capítulo se diferencia las nociones de teología natural y
revelada. En el 2º se presenta y discute del dogma de la Trinidad. En
el 3º se recogen las principales doctrinas de la cristología (el autor
acepta la existencia histórica de Jesús, “dejando un pequeño espacio
escéptico”. En el 4º, el tema estrella es la soteriología. En el 5º, se
esboza las principales enseñanzas teológicas sobre la pneumatología. En
el 6º, se discuten las principales enseñanzas de la teología sobre la
naturaleza humana. En el 7º, se repasan las doctrinas teológicas
respecto de la escatalogía. En el 8º, se comentan las doctrinas
teológicas sobre la angeleología y demonología. En el 9º, GA esboza las
principales enseñanzas de la teología respecto a la bibliografía. En el
epílogo, el autor somete a consideración crítica los intentos de varios
teólogos contemporáneos por ajustarse a los tiempos modernos. No salen
reforzados. Su tesis: aunque en algunos de ellos, como Küng o Bultmann
se observa un leve y notable esfuerzo por escapar a la mentalidad
dogmática teológica, “todavía permanecen prisioneros de ella” (p 26).
Este comentario, por razones de espacio, se centrará en algunas
consideraciones de la introducción y en tesis y pasajes del epílogo, y
dejará aparte si es útil o inútil ubicar gnoseológicamente a la
teología al lado de la astrología, la alquimia o la homeopatía. No
entro en ello. Eso sí, desde un punto de vista didáctico, esta
documentada aproximación enseña sobre todo a personas con las antenas
ya puestas. Por el estilo, por su forma de argumentar polémicamente, no
es fácil que cautive a personas con pulsiones o inquietudes teológicas
o religiosas.
Tampoco entraré en su consideración del
panteísmo que, en opinión del autor, inhibe la actitud indagadora, el
espíritu de la ciencia y la tecnología, “pues protege a la naturaleza
con tabús sagrados” (p. 30). Malas consecuencias gnoselógicas. La
posición de GA es favorable a otra perspectiva, a otro nudo teológico
desmitificador: “otra doctrina teológica favorable al auge de la
ciencia fue aquella según la cual el hombre ha sido encomendado para
dominar la naturaleza y Dios es un ente trascendente separado de su
creación”.
Del contenido propiamente dicho poco que decir.
Extraña, en mi opinión, aunque admito que es tema no sustantivo, la
ausencia en la bibliografía, de algunos nombres contemporáneos con
decisivas aportaciones al tema como Russell Hanson, B. Russell,
Einstein o Martin Gardner, o incluso, en el ámbito teológico, de
filósofos-teólogos como Copleston. En nuestro país, como es sabido,
serían imprescindibles las referencias a, entre otros, Manuel
Sacristán, Francisco Fernández Buey, Rafael Díaz-Salazar o Jaume Botey.
Es muy probable que GA haya querido hacer referencia sólo a la
bibliografía más reciente.
El autor muestra su generosidad, y
también un nudo de su posición político-filosófica de fondo, al aceptar
consecuencias positivas en el desarrollo de la humanidad de doctrinas
teológicas que rayan lo irracional. Se refiere, por ejemplo, a la
conjetura de Max Weber de que la doctrina calvinista de la
predestinación promovió en Europa el auge del capitalismo y la sociedad
industrial que, en opinión de GA, son acontecimientos históricamente
positivos. Su observación a este respecto: “la teología es una
disciplina fraudulenta pero, con todo, estoy dispuesto a admitir que
algunas de sus doctrinas han traído consecuencias positivas” (p. 28).
Vacía pero no siempre inútil.
Algunas de sus afirmaciones,
como no podía ser de otra forma, pueden y merecen discutirse. Esta por
ejemplo, una vieja temática: “Muchos filósofos han criticado a
Rousseau. Suelen ver en él un romántico ingenuo que subestima el
potencial destructivo de la naturaleza humana. Un siglo antes de él, el
filósofo Thomas Hobbes había defendido la idea de que, en su estado
natural, los hombres se convierten en lobos depredadores de otros
hombres. En conjunto, los filósofos se inclina más por la visión
pesimista de Hobbes que por la optimista de Rousseau” (p. 127). Ignoro
que cálculo permite afirmar la existencia de una mayoría hobbesiana en
el conjunto de la comunidad filosófica. Su afirmación posterior parece
confirmar ese punto de vista: “En el caso de la especie humana, hemos
heredado una tendencia al egoísmo que está inscrita en nuestros genes.
En los albores de nuestra especie, los individuos más egoístas
sobrevivieron en mayor proporción y así hemos heredado los genes que
codifican las conductas egoístas. En este sentido, tenemos una
predisposición genética a buscar nuestra propia satisfacción a expensas
de los demás y, por así decir, a ser inmortales”. Frans de Waal, entre
muchos otros (Jesús Mosterín, Jorge Riechmann) levantaría la mano y
recordaría el altruismo y la ayuda mutua como ley de muchas especies en
señal de protesta, la misma tímida protesta que realizaría Stephen Jay
Gould por el resumen de su posición sobre el tema que puede leerse en
las páginas 182-183.
Hay pasajes secundarios que en mi
opinión, sabido lo que ahora sabemos, hubieran merecido otra
formulación. Este por ejemplo: “… varios teólogos dispensacionalistas
(como Jerry Falwell) han logrado influir en el gobierno norteamericano
y dejado entrever la hipótesis de que posiblemente algunos de los
personajes políticos incómodos para EEUU (Hugo Chávez, Gadafi,
Ahmadineyad, etc) fuesen el mismo Anticristo” (p. 143). Tras la muerte
de Chávez y, sobre todo, tras el asesinato criminal de Gadafi (sobre el
que ninguna apología es necesaria), otras formulaciones hubieran podido
apuntarse.
También algunas afirmaciones contundentes pudieran
haber tenido otro tono. Esta, por ejemplo, sobre los teólogos que “no
tenían ni remota idea de genética” (p. 128). En los tiempos a los que
el autor parece referirse nadie tenía mucha idea de genética. O también
esta referida a Kant: “en el siglo XVIII, el filosofo Immanuel Kant
encontró un fallo crucial en el argumento ontológico pues postulada que
la existencia ni siquiera es un atributo”(p. 34). ¿”Ni siquiera” es la
mejor forma de exponer la crítica kantiana al argumento anselmiano,
argumento que, por cierto, ha tenido desarrollos posteriores en la obra
de Leszek Kolakowski y en otros autores de la tradición analítica?
Desde un punto de vista filosófico, el autor no esconde su posición:
“aunque me siento muy cercano a los positivistas lógicos, me parece que
se equivocan en algún aspecto pues no toda la teología carece de
posibilidad de verificación” (p. 32). GA expone el criterio de sentido
de esa misma tradición filosófica, la suya, en estos términos: las
frases de la ética y la estética no tienen sentido dado que no son
verdaderas o falsas en virtud de su mero contenido (acaso mejor: por
razones formales) ni tampoco tenemos forma de verificarlas al examinar
el mundo. De este modo, “Robar es malo” o “La torre Eiffel es bella”
son proposiciones sin sentido. Tampoco lo son la mayoría de las
proposiciones de la teología aunque algunas tienen posibilidad de
verificación.
Es evidente el sin sentido de ese criterio de
sentido. Más allá de ello, aceptémoslo, ¿tendrían sentido entonces
todas las afirmaciones del autor?
El epílogo, “Tiempos
modernos”, está dedicado a los desarrollos teológicos contemporáneos.
“En el siglo XX ha habido un intento desesperado por salvaguardar las
doctrinas teológicas frente a la indagación crítica y racional” (p.
177). Habla entonces GA de los teólogos que él llama liberales. Paul
Tillich sería un ejemplo conocido y destacado. Una de sus críticas:
“Los teólogos liberales se empeñan en emplear la palabra “Dios” pero
cuando la usan quieren significar algo muy distinto de lo que
tradicionalmente se ha entendido por Dios.” (p. 181). Generan así una
gran confusión. Tal vez, sin duda. Aunque ocurre lo mismo con otras
nociones claves que GA usa en su exposición. El concepto de materia por
ejemplo.
La misma crítica la extiende GA a la teología de la
liberación. Su valoración poliética (¿tendría algún sentido en
estrictos términos neopositivistas tal como él mismo los ha expuesto?).
Es admirable, señala, “como estos teólogos han hecho una aportación por
mejorar las condiciones de explotación en el mundo”, aunque, de nuevo
es GA quien habla, “algunos de ellos se convirtieron en guerrilleros,
cometieron atrocidades y apoyaron regímenes comunistas totalitarios…” A
ver, a ver, con más calma: ¿mejorar o intentar eliminar las condiciones
de explotación? Algunos de ellos, afirma críticamente GA, se
convirtieron en guerrilleros. ¿Quiénes exactamente? ¿Y es malo que se
convirtieran en guerrilleros como fueron guerrilleros los partisanos
europeos en su lucha contra el fascismo y el nazismo o los ciudadanos
chilenos que se levantaron contra la odiosa dictadura de Pinochet?
¿Estará hablando GA de Camilo Torres por ejemplo? ¿Del sacerdote
español Manuel Pérez? ¿Y qué atrocidades cometieron esos guerrilleros
que él trata con tanto desdén? ¿Apoyaron, además, por si faltara poco,
regímenes comunistas totalitarios? ¿Qué regímenes? ¿Qué sistemas
políticos totalitarios? ¿Apoyaron la revolución cubana, el gobierno de
la Unidad Popular de Allende? ¿Y eso es malo y horrible? A alguien tan
crítico con el lenguaje impreciso de la teología, a alguien que se
define como próximo al neopositivismo lógico, la gran tradición de
Carnap, Schlick o Neurath, acaso se le pueda exigir algo más de
precisión y, sobre todo, ilustración o verificación de una información
y valoración de estas características.
Por cierto: el 2 de
septiembre de 1958, unos campesinos guerrilleros, liberales y
comunistas, hicieron llegar una carta al presidente colombiano Alberto
Lleras Camargo. Podía leerse en ella: ”La lucha armada no nos interesa,
y estamos dispuestos a colaborar por todas las vías a nuestro alcance
en la empresa pacificadora que decidió llevar este gobierno”. Entre los
firmantes estaba Manuel Marulanda Vélez. Conocemos la respuesta del
gobierno. De aquel y de muchos otros.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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