La
justicia argentina anunció ayer el inicio de procesos judiciales en
contra de personal médico que asistió partos clandestinos de detenidas
políticas durante la pasada dictadura militar en ese país (1976-1983) y
cuyos bebés fueron sustraídos ilegalmente y entregados a otras
familias. Los inculpados –la obstetra Luisa Yolanda Arroche y los
médicos Norberto Bianco y Raúl Martín, todos ellos octogenarios– serán
juzgados junto con el ex comandante Santiago Omar Riveros y el ex
dictador Reynaldo Benito Bignone, ambos ya condenados por otros
crímenes de lesa humanidad.
El anuncio comentado obliga a recordar que las atrocidades cometidas
por el último régimen militar argentino no sólo fueron responsabilidad
de efectivos castrenses: la labor de éstos se vio sustentada por una
estructura civil que incluyó a burócratas, funcionarios del Poder
Judicial y, por supuesto, personal médico que asistió los partos
clandestinos de las opositoras detenidas, cuyas acciones fueron un
factor indiscernible del periodo de terror y de los crímenes de lesa
humanidad cometidos en ese periodo.
En el caso concreto de los médicos inculpados, las acusaciones en su
contra están sustentadas en testimonios que los señalan como plenamente
conscientes de los delitos que estaban cometiendo –destacadamente, el
robo y cambio de identidad de los menores–, y esa consideración hace
insostenibles los alegatos formulados en meses y años recientes por
galenos participantes en los partos clandestinos, en el sentido de que
actuaron obligados o desconocían la naturaleza de sus acciones.
Semejantes conductas configuraron una herida que se ha mantenido
abierta en Argentina durante décadas, en la medida en que no sólo
implicó la desaparición forzada y el asesinato de cientos o miles de
opositores a la dictadura, sino que trastocó la vida y el derecho a la
identidad de muchos de sus descendientes. Con el precedente inmediato
del hallazgo del nieto de Estela de Carlotto –una de las dirigentes de
la organización Abuelas de Plaza de Mayo–, el número de bebés
sustraídos en esa época asciende a alrededor de 500, de los cuales han
sido recuperados 115.
Cabe
saludar, en suma, los esfuerzos de los gobiernos argentinos encabezados
por Néstor Kirchner y por Cristina Fernández de Kirchner para abolir
una estructura de impunidad que sigue representando uno de los
principales factores de agravio para ese país. Desde una perspectiva
más general, es igualmente saludable que esas acciones se inscriban en
un panorama regional en el que se busca avanzar en materia de memoria y
esclarecimiento y justicia para los crímenes del pasado: mientras la
justicia argentina anuncia el juicio contra médicos cómplices de la
dictadura, la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, solicitó al
Congreso de su país acelerar el inicio de un debate para abolir la
inmoral Ley de Amnistía con que se cubrió las espaldas el régimen de
Augusto Pinochet.
Por último, es inevitable contrastar este curso de acción de
regímenes sudamericanos contemporáneos con la inacción que ha
caracterizado a los gobiernos mexicanos para investigar, esclarecer y
sancionar los delitos de lesa humanidad cometidos en territorio
nacional en episodios como las masacres de 1968 y 1971, así como en el
periodo conocido como guerra sucia, en el que las
corporaciones de seguridad del Estado usaron métodos similares a los de
las dictaduras militares de Centro y Sudamérica: desaparición forzada,
encarcelamientos clandestinos, tortura y asesinato de guerrilleros y de
muchos ciudadanos ajenos a la lucha armada. A lo que puede verse, en
suma, las autoridades mexicanas –las ejecutivas y las judiciales– están
muy a la zaga de las argentinas e incluso de las chilenas en lo que se
refiere a voluntad política de esclarecer y hacer justicia por los
crímenes que el poder público ha cometido en el pasado.
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