Vigilando a Goliath
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El
poder de las multinacionales en América Latina es hoy uno de los
problemas más discutidos a nivel internacional. Empresarios y grupos de
poder tienen hoy la posibilidad de decidir los destinos económicos de
países, influenciar las relaciones diplomáticas y hasta facilitar
desestabilizaciones políticas. En los últimos diez años, este poder no
disminuyó.
La inversión de capitales transnacionales en América
Latina se ha multiplicado por cuatro desde 2003. En 2013, la renta de
estas empresas llegó a los 111.662 millones de dólares, concentrados
principalmente en los sectores mineros y extractivos. Un dato que se
relaciona directamente con los conflictos socio ambientales desatados
en el continente en la última década.
El rol de productor de
materias primas asignado a América Latina en la división mundial del
trabajo empuja a las empresas de Europa, en primer lugar, y EEUU, en
segundo, a explotar los recursos naturales de la región bajo el amparo
de un sistema jurídico internacional condescendiente. Pero también
algunos gobiernos latinoamericanos se empeñan en abrir las puertas a
este tipo de inversiones a pesar de los daños ambientales, sociales y
económicos que acarrean.
Colombia, por ejemplo, aumentó en la
última década de 1 a 8,5 millones de hectáreas las tierras habilitadas
para la extracción minera. Sin embargo, sólo un cuarto de ellas cuentan
con aprobación ambiental para la instalación de las transnacionales. La
excusa generalmente esgrimida para otorgar permisos de explotación es
la de la creación de puestos de trabajo y mejoras en la economía local.
Pero los datos no acompañan semejantes especulaciones. Según un
reciente informe de la CEPAL, entre 2003 y 2013 las transnacionales
sólo generaron el 5% de los empleos creados en América Latina.
Es
así como proliferaron en los últimos años casos donde fueron las
organizaciones sociales quienes levantaron la voz contra los atropellos
de las transnacionales. Luchas que, en algunos casos, hasta lograron
generar cambios en la institucionalidad de sus países. Como en Bolivia,
donde los movimientos que evitaron la privatización del agua en 2000,
tumbaron al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada en 2003 -y en ambos
casos intervenían negocios de empresas multinacionales-, llevaron a la
presdencia a Evo Morales en 2005.
Según datos del Observatorio
de Conflictos Mineros de América Latina, la oposición de movimientos
sociales y asambleas ciudadanas a la megaminería ocasionó la pérdida de
unos 30.000 millones de dólares en los últimos diez años para las
empresas transnacionales.
Sin embargo, la acción de las
organizaciones resulta insuficiente sin la iniciativa por parte de los
gobiernos. En este ámbito, la arquitectura jurídica establecida es hoy
netamente favorable para las grandes empresas. La institución encargada
de dirimir los conflictos que surgen a partir de las inversiones
transnacionales es el Centro Internacional para el Arreglo de
Diferencias sobre Inversiones (CIADI), dependiente del Banco Mundial.
Este organismo sólo utiliza como base legal para sus resoluciones los
Tratados Bilaterales de Inversiones firmados entre el Estado que recibe
a la empresa transnacional y el de su origen, y el Convenio de
Washington de 1966 que creó el mismo CIADI. Es decir que ni las leyes
soberanas de los Estados ni la jurisprudencia internacional son tenidas
en cuenta para sus dictámenes.
Por otro lado, no resulta extraño
que la mayoría de los contenciosos resueltos por el CIADI (27%) tengan
como protagonistas a países latinoamericanos. La gran mayoría de ellos
-el 46% según datos del propio organismo-, se han resuelto a favor de
la parte demandantes, es decir la empresa transnacional, mientras que
otros no han llegado siquiera al arbitraje. Por estos motivos Bolivia,
Ecuador y Venezuela, entre 2007 y 2012 se han retirado del organismo
anunciando su voluntad de generar nuevos ámbitos regionales para la
resolución de este tipo de conflictos.
Es en este contexto que
la II Conferencia Ministerial de Estados Afectados por Intereses
Transnacionales realizada en Venezuela el pasado 10 de septiembre dio a
conocer la creación del Observatorio del Sur sobre Inversiones y Transnacionales
para “fomentar el pensamiento estratégico para la defensa de los
intereses de los Estados y su soberanía”, y “difundir, mediante
estudios y análisis de casos, corrientes de pensamiento crítico sobre
los actuales sistemas de solución de controversias en materia de
inversiones, con miras a lograr su equilibrio y justicia”.
Luego de la alianza estratégica entre los gobiernos de la región y los BRICS
ratificada en la Cumbre de Fortaleza en Julio, y la reactivación del
Banco del Sur, varios países de América Latina y el Caribe tomaron
nuevamente la iniciativa para empezar a torcer la balanza del sistema
económico internacional. Si bien aún no se conocen los detalles de la
propuesta, los cancilleres de Ecuador, República Dominicana, Cuba,
Bolivia, San Vicente y las Granadinas y Venezuela, miembros de la
Conferencia Ministerial, anunciaron que los Estados van a aportar la
financiación necesaria para crear este organismo intergubernamental que
pueda recoger los datos relativos a los conflictos sociales desatados
por la intervención de este tipo de empresas en la región. Llamó la
atención la posición argentina que, siendo el país latinoamericano con
el mayor número de casos en el CIADI, pidió retroceder su posición en
la conferencia de Estado observador a Estado invitado.
Para los
demás, se trata de un fuerte cambio de rumbo, al incluir las
repercusiones que el accionar de las transnacionales tiene sobre las
sociedades en las que se instalan y no solamente las cláusulas de los
Tratados de Inversión. Esta iniciativa se enmarca dentro de la
postergada estrategia de generar un nuevo marco jurídico internacional,
una nueva a arquitectura financiera latinoamericana y una nueva
institucionalidad, que sin embargo no está exenta de peligros, si los
movimientos populares de la región no se hacen carne de el posible
viraje que se abre para América Latina.
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