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martes, 29 de noviembre de 2011

Un atisbo de democracia

Robert Fisk
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Casilla de votación para elegir Parlamento en el vecindario Shubra, en El CairoFoto Reuters

¿Era una dicha estar vivo este amanecer? Había llovido toda la noche, pero con el pálido sol casi invernal de Egipto llegaron las multitudes, que se formaron ante las casillas con una paciencia y un entusiasmo que avergonzarían a cualquier nación europea.

Caminé y caminé. Algunas hileras medían casi 800 metros, y la vieja y corrupta cultura electoral del pasado medio siglo no se veía por ningún lado. No hubo policías lanzando miradas burlonas y amedrentadoras a los hombres y mujeres que llegaron a elegir a sus candidatos, nadie que arrojara boletas al Nilo, ni cifras fraudulentas que produjeran otro Parlamento de pacotilla. Pero mis signos de interrogación en la frase con la que Wordsworth expresó su efímero entusiasmo con la revolución francesa son necesarios.

Porque la revolución egipcia también se ha tornado violenta, la dicha ha dado paso al cinismo, los Hermanos Musulmanes se acomodan con los militares y éstos, aunque parezca increíble, creen poder manejar el país como un coto privado, con sus centros comerciales intactos, al igual que sus conglomerados bancarios y sus villas de ensueño, su economía privada a salvo del control parlamentario. Y el Parlamento por el que esos millones de egipcios votaron este lunes –y lo harán de nuevo en otras gubernaturas de todo del país, de aquí hasta enero– no puede formar gobierno ni elegir ministros.

En otras palabras, ¿es ésta una transición verdadera? ¿O esos viejos amigos de Mubarak, el mariscal de campo Tantawi y Kamal Ganzouri –comandante del ejército mubarakita, destituido y luego renombrado primer ministro– creen que pueden remendar el país, y las elecciones de este lunes fueron otra fantasía, comicios verdaderos por candidatos verdaderos que no tendrán ningún poder?

De que será un Parlamento de los Hermanos Musulmanes hay poca duda. Podrá llamarse Partido Libertad y Justicia y necesitará una coalición para gobernar –si es que los militares no son los verdaderos gobernantes–, pero sospecho que el Egipto secular sufrió un golpe mortal luego de la revolución de enero y febrero. La revolución existe aún, aunque las filas de manifestantes en la plaza Tahrir son más ralas, las fotografías de los nuevos mártires de noviembre se despliegan con mayor discreción, y la demanda de boicotear las elecciones fue naturalmente silenciada.

A lo lejos en la avenida, el colosal muro del ejército –más parecido al Muro de las Lamentaciones que al de Cisjordania, con bloques enormes en vez de concreto armado– separa a las multitudes del Ministerio del Interior. Los muros como éste tienen el hábito de permanecer en pie, de persistir muchas más semanas de las que sus constructores intentaban. ¿Y por qué el Ministerio del Interior es un edificio tan preciado?

¿Será porque los torturadores siguen allí? ¿Los hombres puestos allí para trabajar sobre las criaturas que George W. Bush envió para sesiones de interrogatorio y electrificación de genitales, así como los opositores de rutina de Mubarak? ¿O porque los archivos siguen allí, evidencia terrible de la colaboración Washington-El Cairo en la guerra al terror? De ninguna manera se permitirá que políticos fisgones se acerquen a este lugar, por muy honorable que haya sido su elección.

Y los baltagi, los esbirros drogadictos a quienes la policía ha estado usando para golpear manifestantes y someterlos a abusos, y que han vuelto a ser vistos de nuevo en las calles de El Cairo, con sus barras de hierro en la mano, ¿dónde están ahora? Aparecen entre los policías y luego se esfuman, la novena legión del mariscal Tantawi, su existencia borrada de pronto, su brutalidad siempre seguida por expresiones de pesar del supremo consejo de las fuerzas armadas y las acostumbradas acusaciones pueriles de manos extranjeras.

Policías y soldados estuvieron en las calles este lunes, los segundos vigilando a los primeros, que fumaban recostados en sus jeeps, ignorados por las filas de votantes. La prohibición de hacer campaña en las 24 horas previas a las elecciones fue violada –militantes del partido Waft se la pasaron retacándome las manos con panfletos– y las boletas y la tinta llegaron tarde a las casillas. Pero nadie se quejó.

De hecho, hubo un elemento casi humorístico en todo el asunto. Sobhi Ibrahim, constructor de maquetas arquitectónicas, se presentó en la plaza Tahrir con un sombrero decorado con banderas egipcias, de las cuales colgaban cuatro guantes blancos de aspecto más bien siniestro que llevaban escritas las palabras sus votos. Ibrahim quería que los manifestantes fueran a votar.

Por allí anduvieron Sadeq al-Mowla, el cineasta documentalista, insistiendo en que Tantawi y los 18 generales de su consejo no tienen inteligencia para gobernar –afirmación dudosa si las hay– y el ingeniero Mohamed Abdul Mohsen, apretando un ejemplar de un periódico de oposición, Al-Ahzeb, con fotografías de Suzanne Mubarak y Ganzouri en primera plana. “Ella lo controlaba… y todavía lo controla”, proclamaba en tono de lamento. Ningunas elecciones están completas sin La Conjura.

Y tampoco, en Egipto, sin símbolos de partidos para ayudar a los analfabetos a entender las boletas. Eran ingeniosos y en algunos casos escandalosamente graciosos. En los carteles callejeros se podían encontrar faros, peces, pirámides, lámparas, playeras, tractores, llaves, peines, una balanza de la justicia y, aunque parezca increíble, una licuadora con frutas. ¿Una licuadora? ¿Quién adivinaría una razón para semejante símbolo? ¿Un futuro de abundancia, quizá? ¿Una mezcla de fresas y plátanos, musulmanes y cristianos, un Egipto no sectario?

La verdadera pregunta, desde luego, es quién maneja en la licuadora.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

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