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jueves, 6 de octubre de 2011

ALEPH: El recurso del miedo

Carolina Escobar Sarti  
Si me preguntaran los nombres de un par de libros fundamentales que permitieran conocer profundamente a nuestro país y nuestra realidad, diría que Guatemala, las líneas de su mano, de Luis Cardoza y Aragón, y El recurso del miedo: Estado y terror en Guatemala, de Carlos Figueroa Ibarra. Me referiré a este último porque la latencia y evidencia del terror en nuestro país amerita, hoy más que nunca, desentrañar sus mecanismos, formas, actores y protagonistas.

El libro abre por un riguroso análisis de las causas del terrorismo de Estado, considerado un fenómeno político de carácter permanente. Las formas que adopta este terror, así como su objetivo de crear un determinado efecto psicológico en la población, y su contenido social, son parte de su carácter histórico-estructural. El documento nos proporciona una infinidad de datos duros y un análisis crítico de nuestra realidad, pero se aleja de la tentación de dar explicaciones coyunturales. Por ello, Figueroa Ibarra habla de una “cultura política del terror”, y sitúa al terror estatal abierto o clandestino como un mecanismo de dominación que ha cumplido una función indiscutible de reproducción social.

Una de las piedras de toque del libro es nombrar un continuum de terror, sostenido gracias al consenso pasivo de una sociedad, porque ninguna dictadura, y menos la del terror, sobrevive sin consenso. Esto se explica, en buena parte, por el efecto psicológico del terror, que promueve que la opresión se internalice y normalice. Por otra parte, hay algo que llamó mi atención: ese continuum de terror estatal que está vivo y latente en nuestro día a día, se expresa en “olas”, asociadas directamente al desarrollo de la lucha popular y revolucionaria en general.

Según Figueroa Ibarra, la primera ola de terror se vivió en 1954, y su función fue desarticular un movimiento obrero, campesino y popular que actuaba desde la organización social plural, en armonía con el Gobierno. El terror estatal se ejerció entonces para derogar la reforma agraria, entre otras, y para reanudar los vínculos de dependencia con EE. UU. y restringir los límites de la democracia burguesa. La segunda ola se vivió entre 1966 y 1971, cuando el Estado asesinó a 18 mil personas, principalmente en áreas urbanas, con el propósito de aniquilar a los alzados y desarticular al movimiento revolucionario. La tercera comienza con la masacre de Panzós, un 28 de mayo, con la disolución violenta de la manifestación popular un 4 de agosto y el asesinato del dirigente estudiantil Oliverio Castañeda, un 20 de octubre, hechos sucedidos en 1978. Esta última ola inicia entre 1978 y 1980, cuando se buscó aniquilar la lucha abierta, legal y pacífica de movimientos sociales; en su segundo momento, a partir de 1980, persigue destruir a la guerrilla y las masas armadas, y da pie a las más de 620 masacres que vendrían. Es aquí cuando el terrorismo da pautas de aplicación sistemática de violencia estatal.

Importante: no podemos separar el terrorismo estatal de un desarrollo del capital cuya acumulación se basa en una lógica de expropiación y muerte, asociada al sostenimiento del latifundio y la impunidad.

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