lucha contra el crimen organizado. Una guerra que, hoy lo sabemos, no era más que la fachada para inaugurar una versión nueva e inédita de la guerra civil como técnica de gobierno y control de poblaciones. ¿O cómo llamar a una estrategia militar que de facto se prolongó durante 12 años destinada a intimidar poblaciones enteras, liquidar dirigentes sociales y acabar con las formas autónomas de la sociedad civil?
Por cierto, esta nueva forma de guerra civil no es patrimonio del calderonismo. En los barrios bajos de Chicago, en las franjas más pobres de Marsella, en el Mediterráneo mueren hoy tantos civiles como en México. Un inédito tipo de guerra para implementar los mecanismos más oscuros de contención social.
A partir de 2012, Enrique Peña Nieto reafirmo y amplió esta paradoja con el Pacto por México. Misma que desembocó en la masacre de Ayotzinapa y la crisis política más grave por la que atravesó el Estado mexicano en las pasadas tres décadas. Las movilizaciones de 2014 y 2015 pusieron al descubierto la politicidad de lo que ocultaba la fachada erigida por la guerra contra las organizaciones criminales
.
De manera paralela a ese mosaico de movimientos sociales, surgió Morenacomo proyecto de transformación del gobierno circunscrito al espacio exclusivamente electoral. A pesar de que la gran mayoría de sus militantes provenían de la esfera social, Morena se mantuvo en una clara distancia frente a ella. Siempre guardando su especificidad electoral y alejándose de los empeños que la sociedad acometía por desmantelar las lógicas de la sociedad de mercado.
En 2017, con las elecciones en puerta, Morena decidió cambiar radicalmente de perspectiva. Si antes se había concebido como un organismo al que identificaba el rechazo al mundo neoliberal, en aras de ganar la elección presidencial se transformó en un frente que conjugaría a representantes de la izquierda y la derecha, franjas destacadas de la tecnocracia gobernante y sus críticos acérrimos, liberales y conservadores, representantes de corporaciones y líderes que encabezaban luchas contra ellas, etcétera. Y tal vez sólo así pudo ganar los comicios presidenciales. Pero en ello residió también su novedad. Por primera vez, aunque fuera de manera minoritaria, un sector de la sociedad en movimiento se encontró representada en el gobierno.
Obviamente, la amplitud de este frente sólo podía perseguir un cometido: ofrecer una solución de estabilidad política a un Estado cuya erosión amenazaba con transformarse en un estallido de violencia social.
Pero lo que debía ser un frente dedicado a resolver una crisis, se convirtió en una ambigua forma de gobierno. Una forma que perseguía llevar al propio gobierno las contradicciones que aparecían en la sociedad. Porque dos años después de las elecciones de 2018 uno se pregunta, por ejemplo, ¿qué hacen en la misma administración Alfonso Romo y Víctor Manuel Toledo? El primero, un representante de las corporaciones más ecocidas del planeta y el otro, un representante de los intentos de impulsar la ecoagricultura en el país. ¿O como pueden convivir en la misma Secretaría (de Educación) la política de Esteban Moctezuma y la propuesta de Luciano Concheiro para las universidades públicas? El primero ni siquiera ha enviado una propuesta de ley para abolir las reformas impuestas por Enrique Peña Nieto, que fue una de las claves en la campaña presidencial; el segundo, empeñado en desmantelar los diques que hoy impiden el desarrollo de la educación superior pública. Lo mismo sucede en el ámbito de la política de migración, de la conducción de la justicia y tantas otras áreas del ejercicio público.
Lo que queda al final es una vasta confusión y una concentración cada vez mayor de las decisiones en manos de la Presidencia. Decisiones que, convertidas en acciones, deberían ser encargadas a sectores de la sociedad.
De ahí el carácter prácticamente indescifrable del gobierno de la Cuarta Transformación. Así será difícil, si no imposible, que la administración de Morena impulse el programa con el que llegó al poder.
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