Ante las protestas por el
racismo policial que se han desatado en la localidad de Kenosha,
Wisconsin, Donald Trump, presidente estadunidense, reaccionó echando
gasolina al fuego: ayer anunció el envío de refuerzos policiales y de
soldados de la Guardia Nacional.
En contraparte, con el telón de fondo de las continuadas
movilizaciones en diversas ciudades de Estados Unidos, el equipo de
basquetbol de los Bucks de Milwaukee se negó a jugar contra el Orlando
Magic, en repudio a los atropellos racistas, lo que llevó a la liga
estadunidense de ese deporte, conocida por sus siglas NBA, a cancelar
toda la jornada de playoffs. En tanto, la Liga Mayor de Futbol
(MLS, por sus siglas en inglés) confirmó la suspensión de cuatro
partidos adicionales al encuentro entre el Inter de Miami contra el
United de Atlanta, que también fue cancelado para protestar por el
injustificado ataque a tiros que el afroestadunidense Jacob Blake sufrió
a manos de policías de Kenosha el sábado de la semana pasada y que lo
mantiene hospitalizado en estado grave.
En la actual coyuntura la ira social en Wisconsin es consecuencia
inmediata de esa bárbara agresión contra un hombre que no cometió delito
alguno y que simplemente estaba tratando de mediar en un pleito entre
dos mujeres, pero se articula con la exasperación de carácter nacional
que estalló tras el asesinato de George Floyd, quien fue asfixiado en el
suelo por agentes policiales de Minneapolis el pasado 25 de mayo y cuya
muerte originó la actual oleada de movilizaciones antirracistas en
buena parte del mapa estadunidense.
Pero la rabia tiene también antecedentes locales: hace cuatro años un
policía de Mil-waukee mató a tiros al joven Sylville K. Smith por una
infracción de tránsito y fue absuelto tras un juicio, lo que detonó
protestas que dejaron varios heridos –manifestantes y policías– y
decenas de detenidos. Previamente, en 2014, Dontre Hamilton, un
afroestadunidense que padecía de sus facultades mentales, fue asesinado
en esa misma ciudad por un policía que ni siquiera hubo de afrontar
imputaciones legales. En 2010 y 2011 otros dos afroestadunidenses
murieron cuando se encontraban bajo arresto policial.
Ocuparía muchas páginas el recuento de los homicidios de personas de
raza negra por efectivos de las distintas corporaciones de policía de
Estados Unidos en diversas ciudades de ese país, y ciertamente uno solo
de esos casos bastaría para explicar el incendio social que tiene lugar
en la nación vecina y que ni la pandemia de Covid-19 ni las acciones
represivas –muchas de ellas, brutales– han conseguido extinguir. Por el
contrario, la barbarie policial no sólo alimenta la ira, sino que
alienta la comisión de nuevas atrocidades por parte de sectores
supremacistas. Así, en Kenosha, la noche del martes pasado un menor de
edad de raza blanca asesinó con disparos de escopeta a dos
manifestantes.
Pero antes que los homicidios de afroestadunidenses y de las
subsecuentes protestas, el problema de fondo es que Estados Unidos es un
país racista, por más que el racismo haya dejado de tener sustento
legal. Y la mayor prueba de ese aserto es que hoy despacha en la Casa
Blanca un hombre que hizo del racismo su principal bandera electoral,
que con ella logró movilizar a grandes sectores de la ciudadanía y que
triunfó con ella. Hoy lo ratifica, con su pretensión de enfrentar las
movilizaciones antirracistas por medio de la fuerza bruta en lugar de
buscar soluciones para la discriminación, la xenofobia y el supremacismo
que aún imperan en la nación y que son la causa verdadera del incendio.
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