Robert Fisk
▲ Una voluntaria de la Feria Estatal de Chipre empaca alimentos que se enviarán a Líbano.Foto Ap
Incómoda está la cabeza
que lleva una corona. Pero las cabezas –y las coronas– vienen en todas
las formas y tamaños. Pensemos en un profesor de ingeniería eléctrica,
con doctorado en ingeniería de cómputo de la Universidad de Bath, y
comparémoslo con un abogado con licenciatura en jurisprudencia en
Oxford, y con un egresado de historia en Yale que comenzó su carrera en
la industria del petróleo.
El primero acaba de renunciar a su empleo después de la muerte de por
lo menos 210 civiles inocentes. El segundo y el tercero jamás pensaron
renunciar después de participar con falsas acusaciones en una guerra que
al final causó la muerte hasta de medio millón de civiles inocentes. De
hecho, ambos continúan su vida hasta hoy, sin expresar remordimientos
ni ser sujetos a investigación.
¿Por qué es tan diferente la responsabilidad para Hassan Diab y tipos
como Tony Blair y George Bush hijo? El pobre Hassan sabía poco de los
explosivos que destruyeron la vida de sus compatriotas la semana pasada.
Tony y George conocían muy bien el poder explosivo que desatarían
cuando invadieron Irak en 2003. Es probable que el primer ministro
libanés regrese a su papel necesariamente humilde de académico en
Beirut. El primer ministro británico y el presidente estadunidense
escribieron memorias para enaltecerse. Blair sigue impartiendo consejos
mundanos a demócratas y dictadores a cambio de recompensas
escandalosamente altas.
Pero Diab, debemos recordarlo, se ha negado a asumir la
responsabilidad de la explosión que abrumó a Beirut; la culpa la tiene
el sistema de corrupción en Líbano.
Trataron de lanzar sus pecados sobre el gabinete y hacerlo responsable, declaró en su lastimero discurso de dimisión. En otras palabras, la corona no se tambaleaba sobre la cabeza de Diab… porque ni siquiera la tenía puesta. Fueron esos misteriosos
ellos, que mencionó 22 veces sin tener el valor de decir sus nombres, quienes habían usurpado su poder. Por lo menos no acusó a Occidente. Por tanto, tengan por seguro que
ellosson árabes.
Por lo menos Bush y Blair culparon de su propio baño de sangre a un
solo árabe… aunque tuvieron que acusarlo de amenazar a Estados Unidos y
Gran Bretaña con armas inexistentes y lo compararon con un antiguo cabo
austriaco de pelo escaso que ni siquiera era árabe. E incluso después
del derrocamiento de Saddam Hussein, los dos estadistas mundiales nos
aseguraban que su nación empapada en sangre habría estado todavía más
empapada en sangre si ellos no la hubieran invadido de manera tan
sanguinaria.
El pobre Diab ni siquiera pudo derrocar a sus enemigos. Sólo pudo
decir que, puesto que no tenía poder –y sin duda tampoco corona–,
tendría que
librar la batalla del cambiojunto con su gente, pese a que las armas de destrucción masiva de sus enemigos ya habían explotado. Blair sigue dando conferencias por el mundo. Diab probablemente confinará su público a sus alumnos de la Universidad Americana en Beirut (una vez que reparen las ventanas).
Pero no deja de ser exagerado que expresemos nuestra arrogante
aprobación a la partida de Diab mientras pasamos por alto la preocupante
comparación con otro líder que ha permitido a su pueblo morir en cifras
mucho mayores, sin siquiera la excusa de corruptores no identificados a
quienes culpar por su infernal destrucción. Si Diab debe ahora
reflexionar sobre el desperdicio de vidas en Líbano, ¿qué será declarar
la victoria sobre el Covid-19 tras la muerte de más de 163 mil
estadunidenses, muchos más, sin duda, de los que habrían muerto por las
armas de fantasía de Saddam, incluso si hubieran existido?
De hecho, comparado con Donald Trump, Diab está entre los ángeles. El
nitrato de amonio es un sustancia muy peligrosa, pero el primer
ministro libanés jamás llamó a sus conciudadanos a inyectarse lejía o
someterse a luz ultravioleta para conservar la vida. Lejos de renunciar a
su macabra presidencia, Trump se promueve como salvador y, sin embargo
–sí, todavía hoy–, tememos que su gobierno maniaco se extienda otros
cuatro años. Y es un signo revelador de nuestra era que el mísero líder
de una nación destruida pueda ser considerado un maestro de la lucidez y
el buen sentido en comparación con el hombre más poderoso del mundo. Es
la diferencia, supongo, entre la corrupción del Estado y la corrupción
del cerebro… que, en el caso de Estados Unidos, parece ser lo mismo.
De hecho, cuando echamos una ojeada a los Trump, los Jair Bolsonaro,
los Rodrigo Duterte, los Viktor Orban y Alexander Lukashenko, resulta
del todo claro que Diab es un hombre de personalidad casi angelical.
Comparémoslo con los Abdel Fatah al Sisi y los Bashar al Assad y es en
verdad un tipo que sería un vecino muy agradable, aunque parlanchín. A
mí que me den cualquier día una clase de ingeniería con Diab si la
alternativa es una lección sobre democracia de los grotescos compañeros
payasos de Trump.
Los paralelos, claro, llegan hasta el fin de los tiempos. Pensemos en
el juego de manos, recién revelado, que el hombre de Trump en el
Departamento de Estado usó para sacar la vuelta a las leyes que
supuestamente regulan las ventas de armas a estados humanitarios y
amantes de la libertad como Arabia Saudita… con el fin de sofocar las
preocupaciones acerca de las muertes de civiles en la guerra de Yemen.
En mayo del año pasado, según trascendió, Mike Pompeo emitió lo que se
llamó una
certificación de emergenciapara sacar adelante ventas de armas por 8 mil 100 millones de dólares a Mohammed bin Salman y su padre –y a su aliado, Emiratos Árabes Unidos– sin obtener la aprobación normal delCongreso.
No fue algo ilegal, por cierto. Pero la Oficina del Inspector General
del Departamento de Estado ha dejado en claro que con ello se evitó que
el Congreso (el cual, según sabemos, no se inclina mucho hacia el
príncipe heredero saudita) revisara esas ventas cuando estaba intentando
bloquear la transferencia de equipo militar al reino por el número de
armas estadunidenses que habían adquirido el hábito de explotar entre
hospitales, escuelas, banquetes de bodas y otros evidentes objetivos
militares. Un cálculo conservador sugiere que casi 4 mil 800 de las 7
mil muertes de civiles en Yemen de 2016 a la fecha han sido causadas por
fuerzas dirigidas por Arabia Saudita. Puede verse por qué Pompeo
realizó su jugarreta sobre el Congreso.
No es que Pompeo supiera que las bombas y misiles que enviaba al
Golfo darían muerte a civiles. Pudieron haberse usado para destruir a
los hutis, o incluso guardarse por unos años en un almacén militar hasta
que se necesitaran. Pero, ¿la culpa? Riad dice que se somete al derecho
internacional en Yemen. Pompeo tiene un título en leyes de Harvard,
pero obviamente eso no le molestó cuando quiso enviar esas bellas armas
–como su amo las ha llamado a menudo– al custodio de las dos mezquitas
sagradas.
Entonces, ¿así es esto? Si las muertes llegan a medio millón o a
decenas de miles o sólo a unos cuantos miles, se puede descansar en los
laureles, se lleve corona o no. Si son unos cuantos cientos, hay que
ponerse a cubierto. Pero tal vez hay otro mensaje: que la gente que vive
en ese pequeño jardín trasero en el extremo del Mediterráneo, con sus
decadentes señores de la guerra y su dinero sin valor, tiene mayor
sensibilidad moral que nosotros. Aquí va, pues, una pregunta: llegado
noviembre, ¿quién tendrá el gobierno más responsable, moral y menos
corrupto: Washington o Beirut?
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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