Al
discutir la pandemia de Covid-19 y sus consecuencias, que tan
rápidamente han agravado la crisis económica que ya estaba en ciernes,
es común referirse a la situación de “la clase trabajadora”. Esta hace
años venía sufriendo el incremento de la cesantía, el subempleo, el
trabajo precario y el “autoempleo”. La creciente privatización de las
economías y concentración del gran capital han incrementado la
desigualdad, el deterioro de los servicios públicos, la vulnerabilidad
de esa clase y el número de los que, de antemano, difícilmente podían
satisfacer sus necesidades básicas.
Desde la pandemia,
quienes no tienen más medio de vida que la posibilidad de trabajar han
arribado a una situación extrema. Según la OIT, el 81% de la fuerza de
trabajo mundial es quien ahora más padece el cierre total o parcial de
las actividades económicas. Se perdieron 305 millones
de empleos formales en el segundo trimestre de este año, y de los 2,000
millones que subsisten en la economía informal, al menos 1,600 millones
pueden quedar sin nada, tras una reducción del 60% de sus ingresos en el
primer mes de la pandemia.[1]
Con
el auge del neoliberalismo, muchas empresas abandonaron la producción
de bienes para optar por el lucro en los negocios financieros. Además,
desde la tercera y cuarta revoluciones tecnológicas, el gran capital
acomete reestructuraciones que sus empresas más potentes promueven, para
ahorrar costos, reponer su tasa de ganancias y acumular excedentes. Se
modifican así las condiciones del mercado, a lo que los demás actores
‑‑económicos y políticos‑‑ han tenido que readecuarse. Esto incluye al
mercado laboral, dado que estos cambios redefinen los tipos y reducen la
cantidad de los trabajadores que las compañías emplean, dejando fuera a
los otros.
Entre los afectados por ello están las
organizaciones sindicales, que con eso no solo pierden afiliados, sino
peso social y político. Y aunque las causas de malestar y protesta
sociales crecen, en América Latina las grandes confederaciones
sindicales ‑‑que salvo contadas excepciones y momentos‑‑ ya no
representan ni encabezan a las mayorías populares. Las grandes
movilizaciones de protesta en los meses previos a la pandemia, en
Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador, Haití, Honduras, Puerto Rico y hasta
en Estados Unidos, hoy expresan a multitudes autoconvocadas, social y
culturalmente plurales, sin organización estable ni duradera. Representan a la variopinta muchedumbre que los latinoamericanos llamamos “la gente”, la cual ya está cabreada.
Pasados
esquematismos ideológicos implantaron nociones que seguido no se
adecúan ‑‑verbal ni conceptualmente‑‑ a nuestras realidades. En la
práctica, la que llamamos clase obrera, o clase trabajadora, en nuestra
América envuelve diversas configuraciones. En las áreas urbanas ese
sector se fragmenta entre el empleo precario, los trabajadores por
cuenta propia, los subcontratistas, los trabajos tercerizados, y la
creciente suma de los trabajadores excluidos o cesantes, además de
quienes conservan empleos formales, más proclives a formas sindicatos,
cuando la ley no se los prohíbe.
Aparte de la creciente
cifra de parados, en el conglomerado laboral conviven trabajadores
independientes, empleados del comercio y administrativos, pequeñas
empresas, talleres artesanales, micronegocios sostenidos por el dueño y
su familia, comerciantes callejeros y empleadas domésticas. Como además
trabajadores de la enseñanza pública y privada, así como los
profesionales y técnicos independientes, dotados de conocimientos y
hasta de medios de trabajo especializados –con frecuencia hostigados por
interminables deudas e incertidumbres‑‑, de donde surgen no pocos
dirigentes políticos. Además, están quienes tienen el privilegio de
servir a empresas de tecnología avanzada[2]. Hay que investigar y proponer modos adicionales de organización.
A
la par, con referencia al país rural llamamos campesinos a cuantos
viven en el campo, pero que en la vida concreta son precaristas o
minifundistas, trabajadores sin tierra, trabajadores estacionarios,
pequeños y medianos productores, latifundistas que explotan peones o
empresas nacionales y compañías transnacionales que explotan a obreros
agrícolas.
Esa polifacética realidad del trabajo debe
comprenderse dentro de la naturaleza plural, ‑‑más frecuentemente
estudiada‑‑ de la heterogénea vida étnico‑cultural, socioeconómica y
pluri‑regional de nuestros países. Vida hace siglos
sometida a un complejo régimen de discriminaciones y exclusiones,
relativas al nivel de ingresos, la región de origen o residencia, los
rasgos raciales, sexo, edad y creencias de las personas, que les abren o
cierran su acceso a status, empleos y oportunidades.
Ahora
los efectos de la pandemia y la cuarentena expanden la crisis general
‑‑económica, social, política y ética‑‑ iniciada antes del Covid que, al
incidir en el enjambre de reclamos de las diversas fracciones sociales,
agita a un tropel de luchas dispersas. Aunque, a su vez, los intereses
plutocráticos obtienen y consolidan ventajas. La crisis, al avanzar,
polariza: los grandes consorcios acopian y concentran
capitales, mientras los actores menos fuertes quiebran, la masa
trabajadora empobrece y las capas medias ven cercarse el abismo.
Cuando
esta pandemia termine muchos patrimonios se habrán perdido y no pocas
pequeñas y medianas empresas habrán cerrado para siempre. Pero aunque
los grupos más castigados son mayoritarios, tienen menor presencia real
ante los órganos del poder político. Esta desventaja agrava su
subordinación a las entidades y la cultura dominantes. Tanto más cuando
la crisis igualmente se manifiesta en la corrupción de las relaciones
entre el gobierno y los negocios privados. Como también en la pérdida de
representatividad y eficacia del sistema político y de los partidos
‑‑incluso muchos de izquierda trancados en pretéritas formas de
organización y comunicación‑‑. Y asimismo en el descrédito de los
Parlamentos y el extravío de su legitimidad. Todo lo cual impone una
cerrazón del sistema, que ya no asume las nuevas situaciones,
necesidades y demandas de la población mayoritaria.
Al
estudiar los grandes movimientos nacional‑populares latinoamericanos de
los años 30 y 40 del siglo pasado –como el getulismo, el peronismo y el
cardenismo‑‑, Ernesto Laclau concluyó que ante la cerrazón política de
su tiempo, esos movimientos habían generado las motivaciones, el
discurso y el liderazgo necesarios para equiparar y reunir la pluralidad
de intereses, reclamos y expectativas de múltiples colectividades
descontentas. Un proyecto capaz de asumir sus indignaciones y demandas
‑‑de distintos orígenes, carácter y localización‑‑ de la clase media,
del barrio y del asentamiento rural, de los pequeños comerciantes, junto
a las de los trabajadores y los carentes de empleo.
A la
visión política y la corriente histórica de juntar esa alianza de
reivindicaciones insatisfechas, y conjugarlas para formar un sujeto
colectivo opuesto al poder establecido, Laclau la denominó populismo. Este daba cuerpo a una contracultura,
como antes la llamó Antonio Gramsci, capaz de confrontar al sistema de
poder y al sentido común dominantes, y erigirse como su adversario en la
confrontación entre “nosotros” el pueblo y “ellos” la oligarquía, así
como en el enfrentamiento liberador de la nación frente al imperialismo.
Esa comprensión gramsciana del populismo es, a su modo ‑‑como corriente
transgeneracional‑‑, un precedente del progresismo de inicios del siglo
XXI (aunque probablemente ni Hugo Chávez, Lula ni Evo Morales hayan
sido lectores de Laclau).
En los tiempos que hoy se precipitan, esa alianza de reclamos y reivindicaciones incluye otros factores:
mayor complejidad y apremio sociales, menor protagonismo de las
organizaciones sindicales, creciente presión del proletariado informal, y
alta capacidad de “la gente” para comunicarse entre sí y
autoconvocarse, incluso sin ser parte de organizaciones constituidas.
Así como otras formas de organización, centradas no solo donde los
obreros trabajan, sino en las comunidades donde el pobretariado y su prole cohabitan con sus semejantes.
Vale
anotar que estas son los espacios socio‑territoriales donde el general
Omar Torrijos llamaba a constituir sus núcleos de militancia, donde
combinar la discusión de los temas nacionales con la atención a los
problemas locales.
Al cabo, ¿quién es la materia de esa
alianza plural de reclamos a quien se moviliza como nuevo sujeto
político para trasformar la realidad, su propia realidad? Es
“el pueblo”, ¿pero este quién es? No hay mejor respuesta ‑‑por su
demostrado alcance como convocatoria masiva y su eficacia como proyecto
para luchar juntos‑‑ que la del Fidel Castro en La historia me absolverá, publicada en 1953, unos 30 años antes de las primeras obras de Laclau.
Esa
proclama, más allá de ser su alegato ante el tribunal tras el revés del
asalto al cuartel Moncada, miraba al próximo futuro y fue su llamado al
pueblo cubano a rebelarse. Allí dice:
“Entendemos
por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta, a la que
todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una
patria mejor y más digna y más justa; la que está movida por ansias
ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia y la burla
generación tras generación, la que ansía grandes y sabias
transformaciones en todos los órdenes y está dispuesta a dar para
lograrlo, cuando crea en algo o en alguien, sobre todo cuando crea suficientemente en sí misma, hasta la última gota de sangre”.[3]
Enseguida
de lo cual Fidel describe ese complejo sujeto y lo convoca a
protagonizar las siguientes etapas del acontecer nacional:
“Nosotros
llamamos pueblo, si de lucha se trata, a los seiscientos mil cubanos
que están sin trabajo deseando ganarse el pan honradamente […]; a los
quinientos mil obreros del campo que habitan en los bohíos miserables,
que trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el resto compartiendo
con sus hijos la miseria, que no tienen una pulgada de tierra para
sembrar […]; a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros
[…], cuyas conquistas les están arrebatando, cuyas viviendas son las
infernales habitaciones de las cuarterías, cuyos salarios pasan de las
manos del patrón a las del garrotero, cuyo futuro es la rebaja y el
despido, cuya vida es el trabajo perenne y cuyo descanso es la tumba; a
los cien mil agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una
tierra que no es suya […], que no pueden amarla, ni […] plantar un cedro
o un naranjo porque ignoran el día que vendrá […] la guardia rural a
decirles que tienen que irse; a los treinta mil maestros y profesores
tan abnegados, sacrificados y necesarios al destino mejor de las futuras
generaciones y que tan mal se les trata y se les paga; a los veinte mil
pequeños comerciantes abrumados de deudas, arruinados por la crisis y
rematados por una plaga de funcionarios filibusteros y venales; a los
diez mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados,
veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas,
pintores, escultores, etcétera, que salen de las aulas con sus títulos
deseosos de lucha y llenos de esperanza para encontrarse en un callejón
sin salida, cerradas todas las puertas, sordas al clamor y a la súplica.
¡Ése es el pueblo, cuyos caminos de angustias están empedrados de
engaños y falsas promesas; no le íbamos a decir: "Te vamos a dar", sino:
"¡Aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas para que sean tuyas la
libertad y la felicidad!"[4]
Algunos “politólogos” tal vez recuerdan La historia me absolverá
como huella de un fallido intento, sin percatarse de cómo esa arenga
tiende un arco que se proyecta desde aquel populismo, precursor de
procesos de liberación nacional, hasta la recién pasada y la próxima
marejadas del progresismo latinoamericano, para abrirle camino a un
mundo mejor.
En medio de las incertidumbres y las
perspectivas de lo que ahora sucede ‑‑la crisis de la economía y del
trabajo, las consecuencias que seguirán a la pandemia‑‑, de nueva cuenta
La historia me absolverá, con su penetrante lectura de la
complejidad social, de la cerrazón política y de sus alternativas, es un
grito sobre lo que hoy toca comprender y lo que mañana podrá acontecer
(o debemos hacer).
[1]. Ver Simona Violett Yagnova, “Los desafíos del mundo del trabajo”, en Alai del 24 de julio de 2020.
[2].
Ver Manuel Barrera Moreno, “Sector informal de la economía: ¿Nuevo
sector social para la reestructuración de Chile?”, en Alai del 18 de
julio de 2020.
[3]. Ver Fidel Castro, La historia me absolverá, en http://www.radiorebelde.cu/26-julio-rebelde/lahistoriameabsolvera.html. Cursivas de NC.
[4]. Ídem.
https://www.alainet.org/es/articulo/208381
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