Editorial La Jornada
El ex presidente de Colombia,
Álvaro Uribe Vélez, se encuentra desde ayer bajo arresto domiciliario
por los presuntos delitos de soborno y fraude procesal.
El también senador –suspendido en forma automática al dictarse su
detención– y fundador del partido en el gobierno, Centro Democrático, es
el primer ex mandatario que recibe una orden de aprehensión en la
historia contemporánea de ese país.
Los actos ilícitos por los que lo investiga la Corte Suprema de
Justicia habrían sido cometidos entre 2015 y 2019 por el líder de la
ultraderecha colombiana, en el curso del proceso que se le seguía por su
papel protagónico en la formación de grupos paramilitares, responsables
de crímenes de lesa humanidad.
Según las indagatorias, Uribe y su representante legal sobornaron a
una decena de testigos para que modificaran su testimonio respecto de la
participación del político en el Bloque Metro de las Autodefensas
Unidas de Colombia (AUC). Éstas fueron una suerte de federación de
grupos terroristas de extrema derecha que operaron de 1997 a 2004.
Mediante ligas estrechas con los cárteles del narcotráfico, las
AUC se integraron con el fin de combatir a las guerrillas que
amenazaban a la oligarquía rural, pero también para exterminar a los
pueblos indígenas y campesinos que resistían el despojo de tierras
emprendido por los propios terratenientes y sus socios del crimen
organizado.
La sed de sangre y la absoluta falta de escrúpulos del ex mandatario quedó al descubierto al revelarse el escándalo de los
falsos positivos, una serie de ejecuciones extrajudiciales propiciadas por su estrategia de otorgar premios a los soldados que mataran a integrantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) o del Ejército de Liberación Nacional (ELN).
Los alcances de esta atrocidad fueron más allá de la evidente
corrupción de las fuerzas armadas, que supone la degradación de los
soldados colombianos en cazarrecompensas, pues los uniformados no se
limitaron a emprender la cacería humana contra grupos guerrilleros a la
cual los instaba el gobierno de Uribe: corrompidos por esta lógica
perversa, comenzaron a asesinar a sangre fría a los campesinos de las
regiones donde se encontraban desplegados, y a presentarlos como si
fueran integrantes de alguno de los grupos rebeldes. Entre 3 mil 500 y
10 mil personas fueron asesinadas a consecuencia de esta política.
Como queda patente, Uribe encuentra tanto su modo de vida como su
razón de ser en la guerra y la muerte, lo cual explica su feroz
oposición a cualquier intento de poner fin a la violencia que azota a
Colombia.
Saboteó por todos los medios a su alcance el proceso de paz abierto
con las FRC por su sucesor, Juan Manuel Santos, mediante el cual se
logró la desmovilización de la guerrilla más antigua de América Latina.
La llegada al Palacio de Nariño de su discípulo político, Iván Duque,
ha traído consigo un retroceso lamentable en los esfuerzos de justicia
transicional con los que se buscó cerrar las heridas del prolongado
conflicto armado.
Como las madres de los
falsos positivos, cabe celebrar el arresto de uno de los personajes más siniestros engendrados por la ultraderecha del continente, y esperar que el avance de la justicia dé paso a la aclaración plena de los atroces crímenes cometidos por Uribe antes, durante y después de su presidencia.
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