Hay
momentos en la historia de una nación que quedan congelados para
siempre. Tal vez no sean las peores catástrofes que han abrumado a su
gente, ni las más políticas. Sin embargo, capturan la interminable
tragedia de una sociedad.
Viene a la mente Pompeya, cuando la confianza y corrupción imperial
de Roma fueron abatidas por un acto de Dios, tan calamitoso que a partir
de allí podemos contemplar la ruina de los ciudadanos, incluso sus
cuerpos. Se necesita una imagen, algo que pueda enfocar nuestra atención
por un breve segundo en la locura que yace detrás de una calamidad
humana. Líbano acaba de proporcionarnos un momento así.
No son los números lo que importa en este contexto. El sufrimiento de
Beirut esta semana no se acerca siquiera a un baño de sangre casual de
la guerra civil en el país, ni al salvajismo casi cotidiano de la muerte
en Siria, para el caso. Aun si se cuentan sus víctimas totales –de 10 a
60 y a 78 horas después de la tragedia–, apenas si alcanzarían registro
en la escala de Richter de la guerra. No fue, al parecer, consecuencia
de la guerra, en el sentido directo que ha sugerido uno de los líderes
más dementes del mundo.
Lo que se recordará es la iconografía, y lo que todos sabemos que
representa. En una tierra que apenas puede lidiar con una pandemia, que
existe bajo la sombra del conflicto, que se enfrenta a la hambruna y
espera la extinción. Las nubes gemelas sobre Beirut, una de las cuales
dio obsceno nacimiento a la otra, monstruosa, jamás serán borradas. Las
imágenes del fuego, el estallido y el apocalipsis que los equipos de
video recogieron en Beirut se unen a las pinturas medievales que
intentan capturar, a través de la imaginación, más que de la tecnología,
los terrores de la peste, la guerra, el hambre y la muerte.
Todos sabemos el contexto, claro, el tan importante “trasfondo” sin
el cual ningún sufrimiento está completo: un país en bancarrota que ha
estado durante generaciones en manos de viejas familias venales,
aplastado por sus vecinos, en el que los ricos esclavizan a los pobres y
su sociedad es mantenida por el mismo sectarismo que la está
destruyendo.
¿Podría haber un reflejo más simbólico de sus pecados que los
venenosos explosivos almacenados de manera tan promiscua en el centro
mismo de una de sus mayores metrópolis, cuyo primer ministro dice
después que los “responsables” –no él, no el gobierno, ténganlo por
seguro– “pagarán el precio”? Y ni aun así han aprendido, ¿o sí?
Y, por supuesto, todos sabemos cómo esta “historia” se desenvolverá
en las horas y días siguientes. La incipiente revolución libanesa de los
ciudadanos jóvenes y cultivados debe sin duda adquirir nueva fuerza
para derrocar a los gobernantes de Líbano, llamarlos a cuentas,
construir un Estado moderno, no confesional, a partir de las ruinas de
la “república” creada por los franceses en la que se les condenó sin
piedad a nacer.
Pues bien, la tragedia en cualquier escala es un mal sustituto del
cambio político. La promesa inmediata de Emanuel Macron después de los
incendios del martes –que Francia “siempre” estará al lado de la nación
baldada que con arrogancia imperial creó hace cien años– fue una de las
ironías más punzantes de la tragedia, y no sólo porque el ministro
francés del exterior apenas pocos días antes se había lavado las manos
de la economía libanesa. Allá por la década de 1990, cuando planeábamos
crear un Medio Oriente más después de la anexión de Kuwait por Saddam
Hussein, militares estadunidenses (tres en mi caso, en el norte de Irak)
empezaron a hablarnos de la “fatiga de la compasión”.
Aunque parezca escandaloso, lo que esto quería decir era que
Occidente estaba en peligro de huir del sufrimiento humano. Ya era
demasiado: todas esas guerras regionales, año tras año, y vendría un
momento en que tendríamos que cerrar las puertas de la generosidad. Tal
vez el momento llegó cuando los refugiados de la región comenzaron a
marchar por cientos de miles a Europa, prefiriendo nuestra sociedad a la
versión ofrecida por el Isis.
Pero regresemos a Líbano, donde la compasión en el terreno podría ser
muy escasa. Siempre se puede evocar la perspectiva histórica para
escondernos de la onda expansiva de las explosiones, de la nube hongo
que se eleva y de la ciudad destrozada. Pompeya, dicen, costó solo 2 mil
vidas. ¿Y qué hay del terrible lugar de la propia Beirut en la
antigüedad? En el año 551, un terremoto sacudió Beritus, hogar de la
flota imperial romana en el Mediterráneo, y destruyó la ciudad entera;
según las estadísticas de ese tiempo, murieron 30 mil almas.
Todavía se pueden ver las columnas romanas en el lugar donde cayeron,
postradas a escasos 800 metros de la explosión del martes. Incluso
podríamos tomar nota de la locura de los antepasados de Líbano. Cuando
la marejada se retiró, caminaron en el lecho marino para saquear navíos
que habían naufragado tiempo antes… solo para ser engullidos por el
tsunami que sobrevino.
Pero, ¿puede cualquier nación moderna –y uso conscientemente la
palabra “moderno” en el caso de Líbano– restaurarse en medio de una
combinación tan fétida de aflicciones? Aunque ha librado hasta ahora los
fallecimientos en masa por Covid-19, el país enfrenta una peste con
deplorables medios de auxilio.
Sus bancos se han robado los ahorros de la gente, su gobierno
demuestra ser indigno de ese nombre, ya no digamos de sus ciudadanos.
Gibrán Jalil, el más cáustico de sus poetas, nos llamó a tener piedad de
“la nación cuyo estadista es un zorro, cuyo filósofo es un malabarista y
cuyo arte es el arte de parchar e imitar”.
¿A quién pueden imitar los libaneses de hoy día? ¿Quién elegirá a los
próximos zorros? Los ejércitos tienen la fama de meterse en los zapatos
hechos a la medida de los potentados árabes; Líbano ya intentó eso
antes en su historia, con dudosos resultados.
Este martes se nos llama a considerar esta monstruosa explosión como
una tragedia nacional –digna, por tanto, de “un día de duelo”, sea cual
fuere su significado–, aunque no dejé de advertir, entre aquellos a
quienes llamé a Líbano después de lo ocurrido, que algunos señalaban que
el sitio de la explosión, y del mayor daño, parecía estar en el sector
cristiano de Beirut. Este martes murieron hombres y mujeres de todas las
creencias, pero será un horror especial para una de las minorías más
grandes del país.
En el pasado, después de numerosas guerras, el mundo –estadunidenses,
franceses, la OTAN, la Unión Europea, incluso Irán– ha acordado volver a
poner a Líbano de pie. A los estadunidenses y franceses los echaron a
fuerza de bombazos suicidas. Pero ¿pueden los extranjeros restaurar una
nación que parece irrecuperable?
Hay una opacidad en el lugar, una falta de responsabilidad política
que es lo bastante endémica para convertirse en moda. Jamás en la
historia de Líbano un atentado político –de presidentes, primeros o ex
primeros ministros, parlamentarios o miembros de partidos políticos– ha
sido resuelto.
Así pues, he aquí una de las naciones más cultas de la región, con el
más talentoso y valiente de los pueblos –y de los más generosos y
amables–, bendecida por nieves, montañas, ruinas romanas, excelsa
comida, un gran intelecto y una historia milenaria. Y, sin embargo,
incapaz de manejar su moneda, suministrar energía eléctrica, curar a sus
enfermos o proteger a su pueblo.
¿Cómo es posible que se hayan almacenado durante tantos años 2 mil
700 toneladas de nitrato de amonio en un endeble edificio, después de
retirarlas de un navío moldavo de camino a Mozambique en 2014, sin que
quienes decidieron dejar este vil material en el centro mismo de su
ciudad capital hayan tomado ninguna medida de seguridad?
Y, sin embargo, todos nos quedamos con este infierno colosal y su
cancerosa onda blanca de choque, y luego la segunda nube en forma de
hongo (no mencionemos ninguna otra). Este es el sustituto de Gibrán
Jalil, la inscripción final de todas las guerras. Contiene el vacío del
terror que aflige a todos cuantos viven en Medio Oriente. Y, por un
instante, del modo más aterrador, el mundo entero lo vio.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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