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jueves, 10 de marzo de 2016

El imperialismo sí existe



Octavio Rodríguez Araujo
La Jornada
Se ha puesto de moda dejar de hablar del imperialismo, como si fuera una categoría del pasado. Mucha gente parece creer que la globalización de la economía ha sustituido al imperialismo y no que se trata de una nueva cara de éste. Para algunos líderes de opinión la globalización que vivimos en la actualidad es una expresión nueva del capitalismo, pero otros autores muy serios afirman lo contrario: que se trata de un fenómeno ya viejo y que de hecho la internacionalización económica del presente es, en ciertos aspectos, menos abierta e integrada que durante 1870 a 1914 (Paul Hirst y Grahame Thompson, Globalization in question). Estos autores añadieron que la economía mundial está lejos de ser genuinamente global, ya que el comercio, las inversiones y los flujos financieros están concentrados en la triada Europa, Japón y Estados Unidos, permitiendo que estos países tengan la capacidad, especialmente si ellos coordinan sus políticas, de ejercer fuertes presiones de gobierno sobre los mercados financieros y otras tendencias económicas. La cuestión más novedosa del imperialismo en su cara actual es que las empresas multinacionales tienen una nueva autonomía en relación con los estados; es decir, que el dominio de intervención y los intereses económicos de los grandes grupos empresariales no coinciden más, necesariamente, con los de su Estado de origen, salvo en Japón, Europa (sobre todo Alemania) y Estados Unidos. Sin embargo, las más grandes firmas mundiales continúan apoyándose sobre una base nacional de origen, razón por la cual varios países europeos encuentran problemas de competencia y de acumulación interna en la dificultad de hacer surgir grandes grupos de capital.
El viejo imperialismo –es decir, en su cara de los años 50 y 60 del siglo pasado– se caracterizaba porque las grandes empresas utilizaban el poder de los estados de origen para defender o ampliar sus intereses en los países de destino de sus inversiones. Para esto se usaba el expediente de influir en gobiernos de otros países mediante movimientos desestabilizadores, golpes de Estado e incluso intervenciones militares abiertas o disfrazadas. Esta fue la constante desde que la CIA propició el golpe de Estado contra Arbenz en Guatemala (1954), contra Goulart en Brasil (1964), etcétera, e intentos desestabilizadores en diversos países para provocar debilitamientos e incluso renuncias de gobernantes más o menos nacionalistas o, por lo menos, no sumisos a Estados Unidos. En otros casos la potencia del norte utilizó la fórmula de la invasión militar: República Dominicana, para quitar a Juan Bosch del gobierno (1965), Granada en 1983 y Panamá en 1989.
En la actualidad, después de que se inauguraron las transiciones democráticas posdictaduras en América Latina, los golpes de Estado y las invasiones parecen ser medidas demasiado extremas para ser aceptadas en el mundo que vivimos. Se realizan en otros continentes (Medio Oriente, por ejemplo), pero no hay indicios de que se quieran revivir en la región latinoamericana, y menos después del fracaso que tuvieron en abril de 2002 en Venezuela, que resultó contraproducente y un Chávez fortalecido.
Como se supone que América Latina vive ahora en un proceso democrático irreversible (en política nada es irreversible), la estrategia del nuevo imperialismo es combatir a los gobiernos no afines con las políticas y los intereses estadunidenses por la vía electoral, como lo hicieron en 1990 en Nicaragua y como lo acaban de hacer en Argentina hace unos meses. Esta estrategia, sin necesidad de apostar sicarios ( contras) en Honduras y Costa Rica al mismo tiempo que se apoyaba abiertamente a Violeta Chamorro, ya le dio a Estados Unidos un buen resultado en Venezuela con la ayudadita a la oposición que logró unirse gracias a la impericia de Nicolás Maduro y su economía que ciertamente no pudo controlar (vale recordar que el primer gobierno sandinista en Nicaragua no supo –o no quiso– evitar la corrupción y otros defectos que le restaron la popularidad que merecía una revolución triunfante).
Lo que está ocurriendo en Brasil en contra de Lula y de Rousseff es, salvo demostración en contrario, una estrategia similar a la descrita anteriormente para otros países: desestabilizar y judicializar la política no sólo para crearle dificultades a la presidente constitucional sino para evitar la tentación releccionista de Lula en el futuro próximo. Los intereses económicos en Brasil son gigantescos y la ubicación geopolítica de este país no puede ser soslayada como si se tratase de una islita como Granada o de un país de economía precaria de Centroamérica.
Brasil, Bolivia, Ecuador, Uruguay y Venezuela, como lo era también Argentina con Cristina Fernández, son y han sido obstáculos en la región que en varios sentidos no satisfacen plenamente las ambiciones de las grandes empresas trasnacionales, especialmente estadunidenses de origen. Cuba, obviamente, es otro de esos obstáculos, pero ya intentaron todo lo imaginable (incluida una invasión) y no lograron sus objetivos.
Con otra cara y nuevas estrategias, no olvidemos que el imperialismo no es un tigre de papel sino una realidad actuante, llámese así o globalización. La gran variante, que poco se menciona, es que el nuevo imperialismo va acompañado (en el discurso y más allá de éste) de la llamada promoción de la democracia, que ha dado muestras de garantizar mejor que los viejos y hostiles métodos la estabilidad de los países latinoamericanos, la gobernabilidad en cada uno de éstos y, además, los intereses empresariales y políticos de Estados Unidos. No sería descabellado pensar que dicha promoción de la democracia pudiera ser la carta retomada por Obama para Cuba y abrir fisuras para un mejor entendimiento entre ambos países, con lo que también implica en materia económica y de hegemonía continental.

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