Carolina Escobar Sarti
“Me parecía que la tierra no hubiera sido habitable si no hubiese tenido a nadie a quien admirar”, dijo Simone de Beauvoir alguna vez. Admirar no es idolatría, sino asombro, descubrimiento y aprendizaje. La idolatría es ciega, mientras que la admiración pasa por la conciencia y permite reconocer en el otro ser humano, valores que se antojaría poseer y practicar, o al menos tener cerca. La idolatría se basa en el deificación y la perfección, por ello es mentirosa.
La admiración, en cambio, nos permite reconocer y aprender de una persona con grandes cualidades, pero que tiene el derecho a cometer errores. El autoritarismo y la tiranía precisan de idolatría; la ruta de la especie humana, de admiración.
Ayer cumplió 93 años Alfonso Bauer Paiz, un hombre de esos que se admiran una vida. A mí me toca quererlo y reconocerlo, agradecerle las innumerables horas de plática, la solidez de un hombre honesto, y el legado de una vida. Congruencia, decencia, y la capacidad de renovarse a sí mismo son algunas de las cualidades que bastarían para que lo admirara, pero no quiero dejar por fuera la disciplina, como motor de su larga y fecunda trayectoria.
Einstein solía decir que un ser humano no son las anécdotas de su vida, sino su pensamiento y sus convicciones profundas. Yo diría que la convicción más profunda de Poncho es su propia vida, ofrecida por completo a los despojados del mundo. Su pensamiento, sus profundas convicciones y la coherencia, le merecen los calificativos de hombre vertical y decente, comprometido con la solidaridad humana y convencido de que el mundo podría y debería ser más justo.
“¡Qué culpa tenía yo de haber nacido de dos familias relativamente acomodadas ambas de ascendencia terrateniente!”, dijo en una de las innumerables entrevistas que le realizaron, “Yo siempre tiré para el monte, como diría mi mamá”, concluye. A los 18 años entró a estudiar derecho en la entonces Universidad Nacional de Guatemala, hoy la USAC, justo cuando estallaba la Guerra Civil Española en 1936. Durante el gobierno de Juan José Arévalo fue diputado y luego fue ministro de Economía y Trabajo. En el año 2000 volvió al Congreso, postulado por la Alianza Nueva Nación. Impecable recorrido.
Nacido en medio del triunfo de la revolución rusa y al fin de la Primera Guerra Mundial, hijo del fundador de dos periódicos en Guatemala y dos más en El Salvador a quien tildaban de bolchevique, estudiante de derecho y revolucionario de corazón, se ejercitó temprano y para siempre en el ejercicio de exponer las ideas, de transitar por ellas sin miedo, de arriesgar la vida en ello. Aquí es indispensable traer a la memoria un 26 de marzo de 1969, cuando Clemente Marroquín Rojas, director del diario La Hora, se solidariza con Alfonso y publica la denuncia planteada por él, titulada “Exmibal, ¿Será otro nuevo pulpo imperialista en Guatemala”? Sería en la década siguiente, cuando varios de quienes se opusieron públicamente a la concesión de Exmibal, sufrieran atentados, en la mayoría de los casos, mortales. Recuerdo lo dicho en otras oportunidades al respecto: el abogado Julio Camey Herrera fue asesinado, Poncho fue acribillado a balazos en un intento fallido de secuestro, el economista Rafael Piedrasanta Arandi tuvo que salir al exilio y el Dr. Adolfo Mijangos fue cruelmente asesinado en su silla de ruedas.
México, Chile, Cuba y Nicaragua fueron territorios de exilio, y por lo menos en una de esas salidas, lo vimos partir, junto a su familia, de la casa de mis padres. Pero nos trenza mucho más que la sangre porque, aunque su madre y mi abuela eran hermanas, mi padre siempre dijo que los amores elegidos son, muchas veces, más amores que los impuestos por la vía de la sangre. Él es uno de mis amores elegidos y sólo por coincidencia, llevamos la misma sangre.
Poncho, los retornados de Chiapas dicen gracias porque usted trazó su ruta de retorno al país; la juventud universitaria de antes y de hoy abraza las utopías posibles por hombres como usted; la tierra que defendió sabrá devolverle a sus hijos e hijas la textura de un suelo limpio; y los habitantes de Quiché, Panzós, el Triángulo Ixil y tantos otros le contarán a sus nietos, como ahora lo saben los suyos, que con usted Casona dijo una verdad irrefutable, que los árboles mueren de pie
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