Carolina Escobar Sarti
Escuchando a Delia Ferreira hablar so-bre la relación dinero y política en tiempos de campaña electoral, revivimos la narración del sapo aquel que si lo tiran en una olla con agua hirviendo inmediatamente se pone a salvo de un brinco. Por el contrario, si se coloca al sapo en una olla con agua templada y poco a poco se le va subiendo la temperatura hasta el hervor, ni cuenta se da y termina convirtiéndose en un platillo de alta cocina. Esta figura puede usarse perfectamente para hablar de la captura del Estado
por medio del financiamiento de las campañas políticas, antes, durante y después del período eleccionario. Tanto si el capital es “lícito” y es otorgado a los partidos por el capital tradicional o emergente, como si este es ilícito y llega de manos del crimen organizado, lo que interesa realmente es ver el proceso por medio del cual ese capital ha ido capturando a un Estado para su propio beneficio, sin que nos demos cuenta o sin poder hacer mucho al respecto.
Hay que estar muy alertas y buscar los informes de elecciones anteriores entregados por los partidos al Tribunal Supremo Electoral (TSE), para contrastar el gasto que estos reportaron haber hecho con el gasto que realmente les costó la campaña que montaron. Esa brecha entre lo que dicen gastar y lo que realmente gastan, ¿quién la cubre y para qué?, ¿qué cheques en blanco firman los políticos de turno y qué ha significado esto en términos de la captura del Estado? El problema de fondo no es la compra de votos para una elección, sino la compra de decisiones públicas, que afectan y afectarán directamente la vida de las personas, y que no tiene otro nombre que corrupción.
Si uno busca los resultados del Barómetro en el tema de corrupción internacional, resulta que la percepción de la gran mayoría de sociedades es que los partidos políticos ocupan el primer lugar de corrupción, una y otra vez. Esta desconfianza ciudadana hacia los partidos no es gratuita, porque lo que está en juego, además de la captura del Estado, es nada más y nada menos que la calidad de la democracia que vivimos y viviremos, la ruptura de la representación en las relaciones ciudadanía-políticos, la posible equidad y la transparencia de la competencia electoral, el uso de los recursos públicos que ilimitadamente terminan financiando campañas, y la gestión de un gobierno tras otro, actuando en detrimento de la vida cotidiana de las personas.
Queremos ver los rostros que están detrás de cada candidato o candidata financiando la campaña para saber mejor a qué atenernos. Queremos ir dibujando qué entidades financieras están alimentando los arcones de los partidos en contienda porque sabemos cómo y para qué ha surgido cada una en el país. Queremos un órgano de control con independencia, capacidad y competencia para ejercer sus funciones. Queremos sanciones efectivas y no multas ridículas impuestas a quienes se burlan de la democracia. Queremos auditorías que no sean solo contables, sino que permitan dibujar mapas de relaciones de poder que nos permitan identificar por qué caminos nos están llevando. En una palabra, queremos redes contra la corrupción.
En un contexto neoliberal obsceno y decadente como el que vivimos, los desafíos son mayúsculos y el crimen organizado vino a complicar un poco más las cosas. Cambiar la cultura política pasa, en mucho, por comenzar a revisar detenidamente, desde la sociedad civil, el financiamiento de los partidos políticos y por ponerle nombre y apellido a la corrupción, no importando si esta es lícita o ilícita. Lo importante es que el sapo se dé cuenta de que está siendo capturado.
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