Eric Nepomuceno
La Jornada
Hoy, Michel Temer cumple
11 días de presidente efectivo de Brasil. Once días, luego de casi
cuatro meses de interino, mientras se desarrollaba en el Senado el
juicio político que liquidó el mandato que Dilma Rousseff había
conquistado, en 2014, por la vía del voto popular.
Para hacerse con su segundo mandato presidencial, Dilma Rousseff
necesitó el voto de 54 millones 500 mil electores brasileños. Para
hacerse presidente, Temer necesitó nada más que los 61 votos de
senadores que decidieron, aunque no hubiese prueba alguna, que la
mandataria cometió
crimen de responsabilidad, lo que, de acuerdo con la Constitución, justificaría destituirla. Ha sido un golpe institucional.
Hoy también se cumplen 11 días de incesantes marchas populares de protesta que se reproducen por todos el país, al grito de
¡Fuera Temer!
Algunas fueron multitudinarias, en las que se reunieron 100 mil
personas. Otras, más modestas, juntaron 2 mil, 3 mil. Hubo represión
violenta en varias ciudades brasileñas, especialmente en Sao Paulo, la
mayor ciudad del país, como una especie de advertencia de lo que podrá
pasar.
En un solo día –el 7 de septiembre, fecha en que se conmemora la
independencia– Temer fue abucheado cuatro veces. Una, en el desfile
formal en Brasilia, y otras tres en Río. Pese a que su presencia ni
siquiera había sido anunciada (a petición del gobierno), en la ceremonia
de apertura de los Juegos Paraolímpicos hubo tres silbatinas poderosas.
Dos, de manera espontánea, y otra cuando él cometió la temeridad de
hablar frente a unas 70 mil personas en Maracaná.
A estas alturas, él sabe que, entre otros muchos problemas que lo
esperan, está el rechazo mayoritario en la opinión pública brasileña.
Los sondeos indican que más de 70 por ciento exige elecciones
inmediatas, y que cuenta con solamente 9 por ciento de respaldo. Hay
fuertes indicadores de que las marchas de protesta proseguirán. El
problema de Temer es que, tan pronto empiece a implantar las medidas de
ajusteque son anunciadas gota a gota, ese rechazo seguramente aumentará. Sus ministros no logran hablar en actos abiertos sin ser acompañados por un coro unísono de
¡Golpista!
Además, cada marcha deja claro que el tema no es pedir el regreso de
Dilma Rousseff, lo que tampoco sería solución alguna, sino rechazar la
forma como –sin contar con un mísero voto popular– Temer y su banda se
apoderaron del gobierno.
Hoy por hoy se instaló en la conciencia de todos que existen sobradas
dudas sobre la legitimidad jurídica de las acusaciones que llevaron a
la destitución de Dilma Rousseff. En un primer momento, tanto Temer como
algunos de sus más poderosos ministros, al referirse a las
manifestaciones de protesta, lanzaron frases despectivas. De inmediato
se dieron cuenta del efecto contrario provocado por su soberbia. Las
manifestaciones crecieron.
Ahora, en el gobierno hay una palpable preocupación: de
persistir, el clima de rechazo podrá alastrarse, amenazando el
equilibrio político buscado por Temer y su grupo. Además, el PT siempre
ha sido ducho en la oposición, y por más hondo que haya sido el desgaste
sufrido, viene dando claras muestras de que todavía tiene amplio
espacio en las calles y mucha fuerza de convocatoria.
En ese cuadro, ¿cómo convencer a los brasileños de que las medidas
que se pretende imponer de manera clara –para no mencionar a las que
vienen protegidas por las sombras– son la vía de la salvación?
Otro punto débil en la estrategia de un gobierno que nace rechazado
mientras busca una poco probable legitimación, es la comunicación. De
cada cinco anuncios lanzados a bocajarro por los ministros, tres
provocan un desastre inmediato. La semana pasada se anunció, por
ejemplo, una reforma en la legislación laboral, que aumenta de 40 a 48
horas semanales la jornada de trabajo. Es como volver a los años 30.
Además, se permitirá la contratación por horas, sin ninguna de las
muchas garantías de la legislación. Es el resultado de la presión del
gran empresariado que ha sido una de las fuerzas más poderosas
fomentando el golpe institucional consumado el pasado 31 de agosto, y
tendrá como consecuencia inmediata la durísima resistencia de las
centrales sindicales.
Las medidas económicas tan ansiadas por el mercado financiero
significarán, entre otros, la manutención de las más elevadas tasas
básicas de interés en el mundo. La imposición de un tope a los gastos
públicos parte del proyecto de enjugar al máximo el tamaño del Estado,
significará un durísimo ajuste en los recursos destinados a la salud y
la educación, por no mencionar los programas sociales implantados a lo
largo de los 13 años pasados, los cuales beneficiaron a decenas de
millones de brasileños.
La fragilidad de la alianza que impuso la destitución de la mandataria legítimamente electa será otro obstáculo para Temer.
Existe en Brasil tensión palpable en el aire. Para mantenerse en el gobierno, T
emer tendrá de hacer milagros en la economía.
El problema es que, a estas alturas, creer en milagros es algo que no forma parte de la cotidianidad de los brasileños.
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