Jorge Durand
Centroamérica es una
región acotada geográficamente donde se materializaron los estertores y
la agonía del sistema colonial (Belice 1981, Panamá 1999) y donde la
Guerra Fría y el dominio imperialista dieron sus últimos coletazos en la
década de los 80. La última guerra imperialista en América Latina se
dio en Panamá en 1989, so pretexto del narcotráfico y refrendando la
tradición justiciera de los gobiernos estadunidenses.
Allí, en lo que fueran las llamadas repúblicas bananeras, se gestaron
procesos revolucionarios, guerras civiles, injerencias y guerras
imperialistas que trastocaron la región e integraron a distintos
sectores sociales y étnicos en una dinámica migratoria compleja y
cambiante.
Hoy día se suceden y se entrecruzan los procesos de inmigración
intrarregional, especialmente hacia el sur (Costa Rica y Panamá) y la
libre circulación entre los países del CA4; la emigración masiva hacia
el norte, a Estados Unidos y en mucho menor medida a México y Canadá; la
migración de tránsito de origen caribeño, sudamericano y global y,
finalmente, el retorno creciente de los deportados y desechados del
sueño estadunidense y del periplo mexicano.
Si bien se pueden analizar los procesos migratorios desde la
perspectiva y dinámica propia de los estados nacionales o desde la
unidad excluyente del llamado
Triángulo Norte(El Salvador, Guatemala y Honduras), consideramos pertinente analizar el proceso migratorio como un subsistema, que se integra por una parte a la dinámica mesoamericana, que incluye a México como país receptor, emisor, de tránsito y retorno y, a Norteamérica, como eje de referencia continental, principal motor de la demanda de mano de obra regional y lugar único y privilegiado de destino.
A lo largo de estas cuatro pasadas décadas la dinámica migratoria
centroamericana ejemplifica toda la gama y las diferentes modalidades
migratorias.
En la década de los 70 la modalidad predominante fue el exilio
político, principalmente a los países vecinos. México y Costa Rica
fueron lugar y asilo para muchos opositores a las dictaduras y gobiernos
militares de aquella época. La razón, es fácil de prever, las
dictaduras familiares y militares.
En la década de los 80, con las guerras civiles en Nicaragua (Somoza y
Contras), el enfrentamiento armado de El Salvador y la guerra de baja
intensidad en Guatemala, se pasó de la migración de exilados políticos a
la de refugiados, que llegaron principalmente a México, Estados Unidos y
Canadá.
La década de los 90 fue una fase de reconstrucción, acuerdos de paz y
retorno de refugiados. Al mismo tiempo se desató un movimiento masivo y
generalizado de migrantes económicos hacia Estados Unidos. En efecto,
según el censo norteamericano de 1970 se constata la presencia de tan
sólo 15 mil 717 salvadoreños, en 1990 casi llegaron al medio millón (465
mil 423) y en 2010 sobrepasaron el millón (un millón 112 mil 64).
Procesos similares se dieron en Guatemala, Nicaragua y Honduras.
El cambio de siglo sorprendió a la región con una catástrofe devastadora, el huracán Mitch
(1998). La región, especialmente Honduras, quedó arrasada en su
infraestructura, los campos inundados y deslavados, las cosechas
perdidas, pueblos enteros en ruinas o inundados. A la catástrofe
ambiental le siguió la peor crisis social, económica y humanitaria, que
buscó salida en la emigración. En ese contexto y como apoyo a la región,
Estados Unidos otorgó a miles de centroamericanos un estatus de
protección temporal (TPS) que se ha renovado subsecuentemente a lo largo
de los años. Esto dio inicio a un nuevo proceso, el del refugio
ambiental, que se expresó con la concesión de visas.
La primera década del siglo XXI se caracteriza por la consolidación
de la democracia en Centroamérica, incluso por la alternancia en algunos
países y la vuelta de los comandantes revolucionarios. Es parte de la
herencia positiva después de la convulsionada década de 1980, pero
también se heredó una creciente violencia, la espiral armamentista, el
retorno de las maras deportadas de Estados Unidos y la consolidación del crimen organizado y el narcotráfico.
A la persistente pobreza en la región se sumó la violencia sistémica y
generalizada que incluye a los medios rural y urbano, lo que ha
generado migración económica y desplazamiento de cientos de miles de
personas que buscan mejorar su situación fuera de su lugar de origen,
pero también la de los desarraigados, los que ya no tienen nada que
perder y huyen de una situación de violencia extrema y pobreza
ancestral.
El desarraigo no sólo es el resultado de las terribles condiciones de
los países y comunidades de origen donde la violencia diaria y la
pobreza extrema obligan a emigrar. Es también la consecuencia directa de
la política migratoria impuesta por los países de destino, que cierran
la puerta de entrada y restringen de manera extrema el acceso a visas.
Es un doble dilema: tener que huir y no tener adónde ir.
La pobreza nunca fue un factor de expulsión, los campesinos e
indígenas centroamericanos vivían y sobrevivían desde siempre en sus
comunidades; es la violencia de la guerra civil y luego la violencia
sistémica, cotidiana y generalizada la que, aunada a la pobreza, ha
generado el desarraigo.
Ya no se trata de la lucha de clases, que ha quedado rebasada por la
violencia sistémica. Cuando tener una tienda, un camión de pasajeros o
un pequeño negocio te convierte en sujeto de extorsión, todas las vías
que generalmente llevaban al progreso personal o familiar o el bienestar
están cerradas.
Para la población hay conciencia clara de quién tiene el monopolio de
la violencia (ya no es el Estado) y que lo que reina es la impunidad.
Mejor bajar la cortina y buscar acomodo en otra parte.
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