El triunfo de Jair
Bolsonaro viene a confirmar las sospechas que se perpetuaron durante
largo tiempo a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XX e inicios
del presente siglo XXI: los progresismos están destinados a retroceder.
Quizá sea una aseveración un tanto generalizada, burda o incluso simple,
pero no por ello deja de tener un dejo de certeza.
El siglo XXI se
abrió en América Latina ante un nuevo abanico de gobiernos progresistas
que instalaron en el imaginario colectivo la idea del “buen vivir” y del
“capitalismo serio”, donde los Estados eran administrados por un
partido político que consideraba a la redistribución del ingreso como
uno de los factores estructurales de su política económica. La inclusión
de las mayorías, la ampliación de derechos sociales y políticos, la
amplitud democrática y el respeto por los medios de comunicación y los
partidos políticos opositores, en líneas generales, sentaron las bases
de una seguidilla de gobiernos latinoamericanos que se alinearon
rápidamente a los procesos transformadores que coexistieron a ellos.
Proyectos políticos donde, en su mayoría, primó la conciliación de
clases antes que el posicionamiento y la lectura clasista de la realidad
histórica. En muchos de esos progresismos, la desmovilización de los
sectores trabajadores, campesinos y jóvenes fue un factor estructural
durante su gobierno.
La base social
La aventura
boliviana con Evo Morales, primer presidente indígena del mundo, que
inició en 2005, contó desde siempre con el apoyo explícito de una amplia
gama de movimientos sociales y políticos que, siempre alertas y
movilizados, sostuvieron el proceso político que allí se vive desde hace
más de una década.
Igual o mejor es el proceso de la República
Bolivariana de Venezuela que inauguró Chávez hace tiempo, desde su
juramento por la “moribunda constitución”, los constantes referéndums
revocatorios, el proceso de transformación social y político que todo el
PSUV constituyó con la ayuda y el soporte del pueblo bolivariano
organizado. Puesto que, para el chavismo, es en las comunas donde radica
el socialismo del siglo XXI en Venezuela, y es allí donde debe emerger,
no en el gobierno y sus ministerios. Y allí están puestas todas las
energías, y es allí también donde descansa el régimen de Nicolás Maduro,
que desde 2013 soporta una guerra económica que pareciera no tener fin.
La muerte de Fidel en Cuba, lejos de espantar al socialismo
como proyecto político, lo profundizó con la reforma constitucional que
encaró Diaz Canel y todo el Comité Central, donde parece primar el
sentido socialista de la revolución más intacto que nunca.
Pero
en estos Estados, si bien la derecha como partido político existe, y es
considerable su participación, no ha conseguido lo que ocurrió en otros
lugares. Tomemos por caso el golpe destituyente que sufrió Fernando
Lugo en Paraguay en 2009, o más cercano en el tiempo aun, el impeachment
que tuvo que soportal Dilma Rouseff en Brasil. O bien la derrota
electoral que sufrió el Kirchnerismo en Argentina a manos de Mauricio
Macri. O también como Piñera recuperó el poder ejecutivo en Chile luego
del mandato de Michelle Bachelet. ¿Qué ocurrió?
La derecha en clave regional
Sin duda que los procesos histórico-políticos recientes deben ser
leídos en clave regional, y no se puede negar que la victoria de Donald
Trump en EEUU fue un empujón importante para gran parte de la derecha
continental. Tampoco podemos dejar de lado en papel fundamental que
ocuparon los medios de comunicación locales en cada país, y las agencias
continentales de noticias, que muchas veces intensificaron las campañas
políticas de difamación a los y las dirigentes del llamado “progresismo
latinoamericano”. Además, la actual crisis que vive el sistema
capitalista, con el derrumbe internacional de los precios y la caída en
la rentabilidad empujaron a los gobiernos a administrarse con menos
dinero del que disponían en la época de las vacas gordas. Pero todavía
no alcanza para terminar de empezar a esbozar una respuesta.
Podríamos, como le gusta a algunos escritores y escritoras, derramar
litros de tinta en defenestrar a la izquierda autonomista y sectaria que
hay en cada país, sobre cómo se niega a hacer un apoyo a esos procesos
políticos, y que su constante crítica no permite otra postura que
contribuir a la acumulación de la derecha política que hoy avanza con
fuerza en el continente. Pero todavía falta para entender.
Quizá deba ser hora de hacer una (auto) crítica a ese tipo de gobiernos.
Quizá debamos empezar a analizar con más detalle cuáles son los límites
del progresismo, que alcances y proyecciones socioeconómicas tiene,
tanto para su país como para la región.
Por ejemplo, la
iniciativa que significó el Banco del Sur, una institución donde los
países de Latinoamérica, aunque no exclusivamente, puedan acudir a él
como un prestamista alternativo frente a los usureros del FMI y sus ya
conocidas condiciones para acceder a un préstamo. Sin embargo, ni Brasil
ni Argentina, por nombrar los mayores aportantes, se convencieron en
fortalecer esa ruta de independencia económica suramericana. Hoy, hacen
fila para ser atendidos en el FMI, con gobiernos totalmente
predispuestos para aceptar las condiciones del prestamista internacional
y aplicar todos los pliegos de situaciones económicas de ajuste y
achique del Estado en el gasto público.
Entonces… ¿Por qué
mueren los gobiernos progresistas? O quizá, una pregunta aún mejor ¿Por
qué subsisten los gobiernos de corte revolucionario, o transformadores,
que tienen como perspectiva la construcción de una sociedad socialista?
Como siempre, la respuesta está en las bases sociales de la construcción
del poder.
Como ya señalamos, desde el primer día Evo Morales
construyó su poder en los movimientos sociales, se hizo eco de sus
reclamos y los incorporó a los organismos de gobierno para consolidar el
Estado Plurinacional de Bolivia. Obviamente, con altibajos y
contradicciones, pero el pueblo boliviano sabe que el camino es con el
partido MAS que lidera Evo Morales.
Situación similar ocurre en
la vapuleada Venezuela. En la expresión “¡Comuna o nada!” Chávez fundó
la base de lo que sería la revolución bolivariana. Es en las comunas
donde debe emerger la semilla del socialismo, es en el poder popular
donde tiene que descansar el Estado Bolivariano, de ahí su más
encarnizada defensa de los y las ciudadanas frente a las constantes
agresiones internacionales. El chavismo se mantiene firme aun a pesar de
la tan criticada corrupción gubernamental, porque comprende que inició
un proceso que no tiene retorno (que sea favorable para las mayorías).
El problema fundamental de los gobiernos progresistas, a nuestro
parecer, es la limitación a la hora de movilizar a su electorado. Tanto
el kirchnerismo que lideraba Cristina Fernández de Kirchner como el PT
de Lula y Dilma arrastraban más del 50% del electorado.
En
Brasil conducían la Central Única de los Trabajadores, además de una
amplia gama de sectores de clase media e intelectuales, y ni hablar del
Movimiento sin Tierra. En tanto que, en Argentina, el kirchnerismo
apelaba a la tradición del peronismo para hacerse del cariño y el visto
bueno de amplios sectores populares, el seguidismo de algunas de las
centrales sindicales más importantes, junto con un amplio sector de la
clase media, intelectuales, profesionales y universitarios. Y no dejemos
de lado a un empresariado que, producto del crecimiento del consumo
interno, encontró en el kirchnerismo un crecimiento económico que no
conocía desde hacía bastante tiempo.
En Chile, el gobierno de
Michelle Bachelet venía a hacerse eco de los reclamos durante el
gobierno de Piñera, donde la incorporación del Partido Comunista de
Chile y otros sectores progresistas le daban una “lavada de cara” a la
vieja Concertación. Pero, transcurrido el tiempo de gobierno, nuevamente
Piñera es electo presidente. Y en Argentina, pese a la profunda
transformación socioeconómica de los 12 años de gobierno kirchnerista,
Mauricio Macri asume el poder ejecutivo. Y en Brasil, después de lo
ocurrido durante los gobiernos de Lula, una manipulación política en la
cámara terminó con la destitución de la legítima presidenta Dilma. Y un
tiempo después, con la prisión y la proscripción de Lula, imposibilitado
así para ser nuevamente candidato a presidente.
Todos “golpes”
que proporcionó la derecha, y que contaron con el visto bueno de ese
mismo progresismo, puesto que, la mayoría de las veces, desde el Estado
no se proponían discutir la matriz económica del país, ni mucho menos el
sentido político y la orientación de su constitución, por nombrar
algunos ejemplos. Discutir ello significaría también cuestionar la base
económica que sustenta el poder de la oposición. Pero, por el contrario,
solo se concentraron en la distribución del ingreso y la ampliación de
derechos, que, si bien no es poco, no alcanza para derrotar a la
derecha, siempre latente y expectante para volver al poder.
Discutir la realidad de fondo, y no lo superficial
Ninguno de esos gobiernos cuestionó la Justicia en su país, el rol que
cumple, las funciones y el sentido. Jamás se puso en duda la elección de
los jueces, ni nadie se atrevió a impulsar la elección de los jueces de
manera directa, mediante el voto.
Situación similar ocurrió
con los medios de comunicación. El progresismo se apoyó en los medios
estatales, y en complicidad con las empresas amigas del gobierno,
construyó una red estatal-privada de comunicación que trató de hacerle
frente a los grandes conglomerados comunicacionales que hay en cada
país, y que son una fuente inexpugnable de poder en tanto que construyen
sentido común y forjan una opinión. No se puso en duda la legitimidad
de esos medios privados de comunicación, y si bien hubo atisbos de
modificar la situación con leyes de medios y demás, lejos estuvieron de
afectar la realidad comunicacional. Dejaron voz libre a la derecha, y no
rigió ningún tipo de control.
De igual manera, se manipuló a
las centrales sindicales. Se optó por tener un movimiento obrero y
trabajador organizado y disciplinado, que no participe directamente en
política más allá del proceso electoral, donde muchas veces fue fiel,
hasta que simplemente dejó de serlo. En Argentina, sectores sindicales
evitaban llamar a un paro activo durante el gobierno de Cristina
Fernández bajo el argumento de que participar en un paro era “hacerle el
juego a la derecha”.
Quizá el factor más revolucionario en
América Latina fue el movimiento feminista, que avanzó como un tsunami y
se expandió y consolidó en todo el continente como nunca antes se vio
con otro movimiento social. Pero ello no alcanzó por si solo para frenar
en Brasil, por ejemplo, al misógino de Jair Bolsonaro.
Hablábamos de matriz productiva, puesto que ninguno de los gobiernos
progresistas se motivó en trastocar las riendas fundamentales de la
economía. Ninguno se ocupó por cuestionar la propiedad de la tierra en
el sector agrario, ni por contabilizar las ganancias de las empresas
privadas, o bien en controlar el extractivismo minero o petrolero. Se
abocaron, lisa y llanamente, en administrar los ingresos propios de un
contexto económico que propició el auge de divisas. En Argentina, por
ejemplo, la soja a 600 dólares durante un período prolongado de tiempo
no se expresó directamente en una inversión estructural en un sector
estratégico de la economía. Se ocupó de la redistribución, de la
inyección directa en pos de aumentar el consumo o en desarrollar
distintos mecanismos de derechos sociales básicos (Asignación Universal
por Hijo es el mejor ejemplo de ello).
El progresismo permitió y
posibilitó la perpetuación de las burguesías nacionales e
internacionales que tributaban y pactaban con el gobierno de turno. Se
apoyaron en esa burguesía para consolidar su gobernabilidad, y fueron
muchas veces cómplices de los arreglos corruptos que esas mismas
empresas establecían con sectores del gobierno que conducían, aun sin
ser parte directa. Así, casos como Cristóbal López en Argentina o Lava
Jato en Brasil fueron fundamentales para la oposición, que se sirvió de
ellos para sobreexplotarlos políticamente en detrimento del mismo
progresismo que lo posibilitó.
Sí se ocuparon, por el
contrario, de socavar las bases sociales que fundamentaban su propio
poder. Es conocida la desmovilización de las centrales sindicales
adherentes al kirchnerismo durante su gobierno. De igual manera, en
Brasil, en la excepcional circunstancia donde su máximo dirigente, Lula,
estaba siendo detenido, el mensaje al pueblo que lo apoyaba era claro:
“cumpliría con la orden de Moro”, es decir, respetaría la decisión de
ser detenido arbitrariamente y capitularía sin quejas frente a la
derecha.
Generalizamos, lamentablemente sí. Perdemos muchas
cuestiones de vista, también. Nos falta praxis a la hora de gobernar,
quizá. Pero reconocemos otras alternativas a un progresismo capitalista,
y es en ellas en las que creemos fehacientemente como las únicas
opciones reales capaces de trastocar la realidad.
Entonces… ¿Qué hacer?
Ante esa gran pregunta, la revolución aparece más que nunca como la
única alternativa, donde los movimientos de trabajadores, donde los
sectores campesinos, donde las mujeres y la juventud sean los y las
protagonistas de un proceso transformador que termine de raíz con el
actual sistema capitalista, más imperialista y excluyente que nunca, y
que sea capaz de construir un socialismo de nuevo tipo, resultado de la
realidad sociocultural de los pueblos.
“La revolución es
guerra, la única verdad legítima, justa y grande entre cuantas ha
conocido la historia” señaló Lenin. Y entendemos guerra no en sentido
estricto de empuñar un fusil y emprender la aventura de instalar un foco
guerrillero. Pero comprendemos, y así lo hacía Lenin también, que la
guerra no puede ser sólo discursiva. Se necesita volver a la historia y
recuperar las experiencias, los fracasos y las derrotas, para tomar nota
de los procesos que ya acontecieron, de las lecciones del pasado que
debemos necesariamente recuperar.
Hay profundos procesos
revolucionarios que fueron implementados a partir de la democracia
misma. Y junto con la interpelación y la constante militancia día a día
en las calles, barrios, lugares de trabajo y demás espacios colectivos,
entendemos que es posible establecer un gobierno transformador,
independiente de las burguesías y los terratenientes, antiimperialista y
socialista, que responda y reconozca el interés y la voluntad de las
mayorías. De nuevo, se presentarán contradicciones, pero es menester
darnos la oportunidad de debatir profundamente las salidas reales a los
ciclos que, pareciera, están determinados a sucederse en Latinoamérica:
gobiernos progresistas y luego gobiernos neoliberales, y así
sucesivamente. Pero siempre dentro del marco capitalista.
Hace una década, Atilio Boron publicó Socialismo Siglo XXI. ¿Hay vida después del neoliberalismo?
Allí plantea que la transición al socialismo “podrá tener
características muy diferentes según los países y los tiempos
históricos, y que muy posiblemente tendrá en sus comienzos un rostro
apenas reformista”, pero deberá, en algún momento, necesariamente,
establecer una ruptura violenta con el pasado. Y no se debe a una
ruptura caprichosa, sino a una indefectible necesidad de destruir el
viejo orden, que responde de lleno a los intereses del sistema que se
busca derrocar.
La ruptura tiene que ser total, y no meramente
condescendiente ante un enemigo que, en cuanto pueda, suministrará la
estocada final.
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