Crónica desde la caravana centroamericana
Nueva Sociedad
«¿Quieren saber
quién ha organizado esta caravana? El hambre y la muerte» . Los
centroamericanos escapan de una guerra sin trincheras en la que se mata
mucho, muchísimo. No sabemos qué va a ocurrir con esta larga marcha,
pero todos estos seres humanos que forman parte del éxodo ya han hecho
historia. Han sacado de la clandestinidad algo que ha ocurrido durante
décadas: la huida masiva de centroamericanos hacia el norte. Pero ellos
no quieren hacer historia, quieren entrar en Estados Unidos.
Eyer
Mauricio Mancia Arana, de San Pedro Sula, en Honduras, observa la
frontera de Estados Unidos desde la playa de Tijuana. Ahí, al otro lado
del muro, se encuentra ese lugar mágico, aparente solución a todos sus
problemas, tierra prometida para cientos, miles de migrantes
centroamericanos que caminan desde hace un mes en la ya famosa
«caravana». Puede ver, pero no pisar. Tan cerca, tan lejos. Este hombre
de 34 años que camina con su hijo Ezequiel, de cinco, no sabe qué hacer.
Según Google Maps, el camino más corto para llegar desde la segunda
localidad hondureña hasta el municipio fronterizo mexicano es de 4.386
kilómetros. Pero ellos han recorrido muchos más. Han serpenteado por
Guatemala y los estados de Chiapas, Oaxaca, Veracruz, Puebla, Ciudad de
México, Querétaro, Jalisco, Nayarit, Sinaloa, Sonora y Tijuana. Han
caminado bajo el sol, dormido bajo la lluvia, avanzado trepados a un
camión. Se han enfermado, han pasado hambre y suplicado por un
transporte. Han hecho historia y, a pesar de ello, ahora les llega el
tramo más difícil. La gran decisión: qué hacer. Cómo cruzar. Escoger
bien la estrategia para que las autoridades de Estados Unidos acepten la
petición de asilo político que Mancilla Arana se trae bajo el brazo.
«Yo
me vine de Honduras porque los mareros me extorsionaban», explica, días
antes de llegar hasta Tijuana. Cuenta que él presentó una demanda
contra el Estado por las prestaciones que debía cobrar por haber sido
despedido de su empleo. Y los pandilleros (no aclara, no quiere aclarar,
si es el Barrio 18 o la Mara Salvatrucha, las dos principales maras que
operan en todo Centroamérica, México y Estados Unidos) se enteraron.
Así que comenzaron a extorsionarlo. La maldita extorsión. Una de las
razones por las que Centroamérica es una de las zonas más violentas del
mundo.
La extorsión, «impuesto de guerra» en Honduras, es una de
las formas de financiamiento de las pandillas. Chicos pobres sacan el
poco dinero que tienen a otras personas también pobres como condición
para no asesinarlos. Comerciantes, vendedores informales, conductores de
autobús. Hasta por vivir en determinada colonia hay que darles plata a
las maras en lugares como Tegucigalpa, San Salvador o Ciudad de
Guatemala. Si no pagas, te matan. Si te retrasas, te matan. A veces
quieren dar un aviso a otro y, por eso, te matan.
«Tuve que
venirme, porque me había atrasado con dos rentas. Esa es la situación
mía. Ellos allá me fueron a buscar varias veces, eso dicen. Si regreso
me matan. No puedo regresar a Honduras», dice. Como prueba, muestra la
demanda que presentó contra Hondutel, la empresa hondureña de
telecomunicaciones. También, una captura de Messenger de hace un año.
Concretamente, del 19 de agosto de 2017. Alguien que se hace llamar
Pedro Lovo le envía un mensaje: «Tu cabeza ya tiene presio perro ya tu
saves por q pedaso de mierda jajajajaja» (sic). Pero no tiene más
recados de este tipo. «Te lo dicen en persona, son astutos», sigue su
relato.
El problema para Mancia Arana y su hijo es que,
probablemente, el riesgo de que le peguen un balazo en la cabeza no será
una causa suficiente para los jueces norteamericanos que analizan su
caso. Las pandillas no son consideradas una razón para el asilo al otro
lado de Río Bravo. Así que el hondureño, como otros cientos o miles de
personas que le acompañan, tiene muchos boletos para ser devuelto.
Desde
que llegaron a Ciudad de México, los integrantes de la larga marcha de
los pies doloridos han recibido asistencia de abogados expertos en
cuestiones migratorias. Pero ante todas las dificultades, ellos
responden: «Primero Dios». No, Dios no va a abrirles la puerta, ni a
convencer a Donald Trump, que llegó a la Casa Blanca azuzando el miedo
contra los migrantes, de que permita que crucen al otro lado. «Primero
Dios» es una forma de aplazar el problema. Hasta este momento ha
servido. Pero Estados Unidos es otra cosa y sus opciones para entrar,
escasas.
El éxodo centroamericano tiene dos vías. La primera, la
legal, tiene poco recorrido. Los migrantes llegan a la puerta de entrada
a Estados Unidos y piden asilo. No les permiten entrar directamente,
sino que les dan un ticket. Allí tendrán por delante a otros
centroamericanos y a 2.000 mexicanos procedentes de estados como
Guerrero o Michoacán que también piden refugio debido a la guerra del
narcotráfico. Cuando logren cruzar la puerta serán entrevistados. Si
pasan esa primera prueba, permanecerán encerrados durante un tiempo
indefinido, hasta que el juez decida si se concede o no el asilo. En
caso de que no califiquen, serán deportados. Es cruel ser deportado tras
haber hecho todo este camino, pero muchos de los integrantes de la
larga marcha de los hambrientos ya conocen lo que es estar encerrado por
ser migrante. La segunda, la irregular, es la de siempre: pagar a un
coyote y jugársela a cruzar de modo irregular, esquivando a la migración
y a las patrullas de civiles armados dedicados a la caza del extranjero
irregular.
Eyer Mauricio Mancia Arana me envía un último mensaje
el 15 de noviembre a las 12:55. Dice que tiene un plan. Que va a
intentar cruzar la frontera a través del puente comercial. Que quiere
esquivar a los agentes mexicanos y entregarse ante los primeros
uniformados estadounidenses. Han pasado más de 24 horas y no ha vuelto a
conectarse. Quién sabe si tuvo éxito, cosa bastante improbable. Si fue
arrestado. Si se quedó sin batería. La incertidumbre es una de las
sensaciones que marcan el éxodo centroamericano. Sabemos dónde estamos
aquí y ahora. No sabemos qué depara el futuro a estos miles de seres
humanos cansados, doloridos, enfermos, indestructibles.
Lo
importante en esta larga marcha no es el lugar al que se dirigen,
cerrado a cal y canto, sino por qué huyen. De qué escapan. Qué lleva a
más de 10.000 personas disgregadas en cuatro caravanas a dejarlo todo,
absolutamente todo, y lanzarse a una incierta caminata. Cada migrante
que arrastra sus pies por la carretera, se cuelga en camiones o se
hacina en palanganas de pick-up lleva en sus mochilas alguna historia
terrible. Y cada narración ofrece unos datos estremecedores.
Centroamérica es una de las zonas del mundo en las que más se asesina.
El
índice de homicidios en Guatemala es de 26 por cada 100.000 habitantes.
En Honduras, de 46 por cada 100.000. En El Salvador, de 62 por cada
100.000. La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que 10
muertes violentas por cada 100.000 habitantes es una pandemia de
violencia. Con estas cifras en la mano, Centroamérica está enferma de
violencia. La pobreza es la otra cara de la moneda. Casi 60% de los
guatemaltecos vive en condiciones de pobreza, la misma cifra de
hondureños y 34% de los salvadoreños.
«¿Quieren saber quién ha
organizado esta caravana? El hambre y la muerte», proclamó Irineo Mujica
en Tapachula, Chiapas, cuando la caravana apenas había pisado
territorio mexicano.
Mujica es fundador de Pueblos Sin Frontera,
una red de activistas centroamericanos, mexicanos y estadounidenses que
acompañan a los migrantes en esta peligrosísima ruta. En el pasado
organizaron otras caravanas. Pero ninguna como esta. Algo ocurrió para
que la bola de nieve se hiciera tan grande. En San Pedro Sula eran 200.
En Aguascalientes, la frontera con Guatemala, eran 3.000. En el puente
Rodolfo Robles, donde fueron gaseados y golpeados bajo un cartel de
«Bienvenidos a México» antes de lanzarse al río Suchiate y convertirse
en irregulares, habían llegado a los 5.000. Centroamérica está enferma
de violencia, de pobreza, de colonialismo, de gobiernos corruptos, de
Estados que no protegen y que solo sirven a quienes llevan décadas
mandando.
Por eso hay cientos de Eyer Mauricios. Porque han
llegado a la conclusión de que en sus países no hay futuro. Existe una
revolución centroamericana que no mira hacia sus gobiernos corruptos,
sino que hace las maletas y marcha hacia el origen. Desafía las leyes
migratorias de México y Estados Unidos porque ha llegado a la conclusión
de que sus países son imposibles de cambiar. Condenados a sobrevivir
entre la pobreza y la violencia, cientos, miles de personas, han
decidido huir.
Este es un elemento que lo define: no encontramos
únicamente a hombres jóvenes que abren camino, como ocurre en el caso de
los migrantes subsaharianos en Melilla. Lo que encontramos son hombres
jóvenes, mayores casi a punto de jubilarse, niños que no levantan un
palmo del suelo, adolescentes con las hormonas a mil y madres cargando
con varios hijos. Son familias enteras. Es importante repetirlo:
familias enteras que dejaron todo, vendieron lo poco que tenían (conozco
el caso de unos guatemaltecos que se vinieron con los 1.000 quetzales
que le pagaron a la hija por revender el celular Huawei que había
comprado dos semanas atrás) y se pusieron en marcha, sin saber siquiera
si tenían una oportunidad. Esta migración se parece más al éxodo sirio
de 2015 a través de Europa. Los centroamericanos escapan de una guerra
sin trincheras en la que se mata mucho, muchísimo. El hambre también es
violencia, aunque se quiera categorizar de otro modo.
No sabemos
qué va a ocurrir con esta larga marcha, pero todos los hombres, mujeres y
niños que forman parte del éxodo ya han hecho historia. Han sacado de
la clandestinidad algo que ha ocurrido durante décadas: la huida masiva
de centroamericanos hacia Estados Unidos. Antes de esta caravana (y
también durante, solo que no los vemos), cientos de miles de
guatemaltecos, salvadoreños y hondureños hicieron las maletas y probaron
el sueño americano. A escondidas. Pagando a un coyote y expuestos a
grupos criminales que los desaparecen, los esclavizan, trafican con
ellos, los matan. El precio actual está entre los 4.000 y los 10.000
dólares. Sin embargo, este puñado de mujeres y hombres ha roto con esta
tendencia y ha caminado hacia el norte a pecho descubierto, mostrándose
ante el mundo, protegiéndose a través de esta visibilidad. Se trata de
un enorme ejercicio de desobediencia civil masiva que, al menos hasta
llegar a Tijuana, ha funcionado.
Antes los detenían y los entregaban a Migraciones. Ahora, la Policía Federal les escolta el paso.
No
sabemos qué ocurrirá con la larga marcha de los centroamericanos.
Llegar aquí ya es historia. Pero ellos no quieren hacer historia.
Quieren entrar en Estados Unidos y trabajar.
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