La idea de que unos pocos miles de pobres de a pie van a invadir el país más poderoso del mundo es simplemente una broma de mal gusto. Como de mal gusto es que algunos mexicanos del otro lado adopten este discurso xenófobo que ellos mismos sufren, consolidando la ley del gallinero. En Estados Unidos nadie protesta por los inmigrantes canadienses o europeos. Lo mismo en Europa y hasta en el Cono Sur. Pero todos están preocupados por los negros y los mestizos híbridos del sur. |
En mis clases
siempre intento dejar claro qué es una opinión y qué un hecho, como
regla elemental, como un ejercicio intelectual muy simple que nos
debemos en la era post Ilustración. Comencé a obsesionarme con estas
obviedades cuando en el 2005 descubrí que algunos estudiantes
argumentaban que algo “es verdad porque yo lo creo” y no lo decían en
broma. Desde entonces, sospeché que este entrenamiento intelectual, esta
confusión de la física con la metafísica (aclarada por Averroes hace ya
casi mil años) que cada año se hacía más dominante (la fe como valor
supremo, aun contradiciendo todas las evidencias) provenía de las
majestuosas iglesias del sur de Estados Unidos.
Pero el
pensamiento crítico es mucho más complejo que distinguir hechos de
opiniones. Bastaría con intentar definir un hecho. La misma idea de
objetividad, paradójicamente, procede de la visión desde un punto, desde
un objetivo, y cualquiera sabe que con el objetivo de una cámara
fotográfica o de una filmadora se obtiene sólo una parte de a realidad
que, con mucha frecuencia, es subjetiva o se usa para distorsionar la
realidad bajo la pretensión de objetividad.
Por alguna razón,
los estudiantes suelen estar más interesados en las opiniones que en los
hechos. Tal vez por la superstición de que una opinión informada es una
síntesis de miles de hechos. Esta idea es muy peligrosa, pero no
podemos escapar al compromiso de dar nuestra opinión cuando se requiere.
Sólo podemos, y debemos, advertir que una opinión informada sigue
siendo una opinión que debe ser probada o desafiada.
La semana
pasada los estudiantes discutían sobre la caravana de centroamericanos
que se dirige a la frontera de Estados Unidos. Como uno de ellos
insistió en saber mi opinión, comencé por el lado más controvertido:
este país, Estados Unidos, está fundado en el miedo de una invasión y
sólo unos pocos han sabido siempre cómo explotar esa debilidad, con
consecuencias trágicas. Tal vez esta paranoia surgió con la invasión
inglesa en 1812, pero si algo nos dice la historia es que prácticamente
nunca ha sufrido una invasión a su territorio (si excluimos el ataque
del 2001, el de Pearl Harbor, una base militar en territorio extranjero
y, antes, la breve incursión de un mexicano montado a caballo, llamado
Pancho Villa) y sí se ha especializado en invadir decenas de otros
países desde su fundación (territorios indios) en el nombre de la
defensa y la seguridad. Siempre con consecuencias trágicas.
Por
lo tanto, la idea de que unos pocos miles de pobres de a pie van a
invadir el país más poderoso del mundo es simplemente una broma de mal
gusto. Como de mal gusto es que algunos mexicanos del otro lado adopten
este discurso xenófobo que ellos mismos sufren, consolidando la ley del
gallinero.
En la conversación mencioné, al pasar, que aparte de la paranoia infundada había un componente recial en la discusión.
“You don’t need to be a racist to defend the borders”, dijo un estudiante.
Cierto, observé. Uno no necesita ser racista para defender las
fronteras o las leyes. En una lectura inicial, la frase es irrefutable.
Sin embargo, si tomamos en consideración la historia y un contexto
presente más amplio, enseguida salta un patrón abiertamente racista.
El novelista francés Anatole France, a finales del siglo XIX, había
escrito: “La Ley, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico
como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar
pan”. Uno no necesita ser clasista para apoyar una cultura clasista. Uno
no necesita ser machista para reproducir el machismo más rampante. Con
frecuencia, basta con reproducir, de forma acrítica, una cultura y
defender alguna que otra ley.
Dibujé una figura geométrica en
la pizarra y les pregunté qué veían allí. Todos dijeron un cubo, una
caja. Las variaciones más creativas no salían de una idea
tridimensional, cuando en realidad lo dibujado no era más que tres
rombos formando un hexágono. Algunas tribus en Australia no ven 3D sino
2D en la misma imagen. Vemos lo que pensamos y a eso le llamamos
objetividad.
Cuando Lincoln venció en la guerra civil, puso fin
a una dictadura de cien años que hasta hoy todos llaman “democracia”.
Por el siglo XVIII, los negros esclavos llegaban a ser más del cincuenta
por ciento en estados como Carolina del Sur, pero no eran siquiera
ciudadanos estadounidenses ni eran seres humanos con derechos mínimos.
Desde mucho antes de Lincoln, racistas y anti racistas propusieron
solucionar el “problema de los negros” enviándolos “de regreso” a Haití o
a África, donde muchos de ellos terminaron fundado Liberia (la familia
de Adja, una de mis estudiantes de este semestre, procede de ese país
africano). Lo mismo hicieron los ingleses para limpiar de negros
Inglaterra. Pero con Lincoln los negros se convirtieron en ciudadanos, y
una forma de reducirlos a una minoría no fue solo poniéndoles trabas
para votar (como el pago de una cuota) sino abriendo las fronteras a la
inmigración.
La estatua de la Libertad, donada por los franceses, todavía reza: “dame los pobres del mundo, los desamparados…”
Así, Estados Unidos recibió oleadas de inmigrantes pobres. Claro,
pobres blancos en su abrumadora mayoría. Muchos resistieron a los
italianos y a los irlandeses porque eran pelirrojos católicos. Pero, en
cualquier caso, eran mejor que los negros. Los negros no podían inmigrar
de África, no solo porque estaban mucho más lejos que los europeos sino
porque eran mucho más pobres y casi no había rutas marítimas que los
conectara con Nueva York. Los chinos tenían más posibilidades de
alcanzar la costa oeste, y tal vez por eso mismo se aprobó una ley
prohibiéndoles la entrada por el solo hecho de ser chinos.
Esta, entiendo, fue una forma muy sutil y poderosa de romper las
proporciones demográficas, es decir, políticas, sociales y raciales de
los Estados Unidos. El nerviosismo actual de un cambio de esas
proporciones es sólo la continuación de la misma lógica. Si no, ¿qué
podría tener de malo pertenecer a una minoría, de ser especial?
Claro, si uno es un hombre de bien y está a favor de hacer cumplir las
leyes como corresponde, no por ello es racista. Uno no necesita ser
racista cuando las leyes y la cultura ya lo son. En Estados Unidos nadie
protesta por los inmigrantes canadienses o europeos. Lo mismo en Europa
y hasta en el Cono Sur. Pero todos están preocupados por los negros y
los mestizos híbridos del sur. Porque no son blancos, buenos, y porque
son pobres, malos. Actualmente, casi medio millón de inmigrantes
europeos viven ilegalmente en Estados Unidos. Nadie habla de ellos, como
nadie habla de que en México vive un millón de estadounidenses, muchos
de ellos de forma ilegal.
Terminada la excusa del comunismo
(ninguno de esos crónicos Estados fallidos es comunista sino más
capitalistas que Estados Unidos), volvemos a las excusas raciales y
culturales del siglo anterior a la Guerra Fría. En cada trabajador de
piel oscura se ve un criminal, no una oportunidad de desarrollo mutuo.
Las mismas leyes de inmigración tienen pánico de los trabajadores
pobres.
Es verdad, uno no necesita ser racista para apoyar las
leyes y unas fronteras más seguras. Tampoco necesita ser racista para
reproducir y consolidar un antiguo patrón racista y de clase, mientras
nos llenamos la boca con eso de la compasión y la lucha por la libertad y
la dignidad humana.
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