Por Carolina Vásquez Araya
Los recursos del sistema democrático no parecen ser suficientes para impedir su colapso.
Si algo quedó claro durante la Cumbre Iberoamericana de Presidentes y Jefes de Estado, es la bancarrota moral del sistema político en la mayoría de países latinoamericanos. Con democracias débiles –algunas a punto de desaparecer bajo los incesantes embates de la corrupción- y escasas perspectivas de recuperación, los gobernantes dejaron patente su incapacidad para cumplir con los objetivos planteados desde hace casi dos décadas para reducir la desigualdad, la extrema pobreza, el hambre, la desnutrición infantil, la falta de educación y otros parámetros que marcan el profundo subdesarrollo de nuestros países.
Los discursos de la Cumbre no se diferenciaron gran cosa de aquellos elaborados para otros encuentros, otras cumbres, otras asambleas; excepto, quizá, por el énfasis en las crisis migratorias. Pero los problemas fundamentales continúan hundiendo a los pueblos mientras sus líderes enfocan sus esfuerzos en librarse de investigaciones de corrupción y blindar sus fortunas mal habidas con los recursos que les ofrece un sistema diseñado para ello, arrasando con marcos jurídicos y buscando escondrijos legales.
A la par de la bancarrota moral que todo eso implica, las huestes políticas han creado las condiciones ideales para una bancarrota democrática que les daría el espacio y el poder para actuar a su antojo en las décadas por venir. Los acosos a la prensa independiente son apenas uno de los pasos mediante los cuales buscan cercenar la participación ciudadana y su posible incidencia en decisiones de Estado. Todo indica un intento de crear las condiciones para conseguir el aval ciudadano en la consolidación de regímenes dictatoriales, con el manido argumento de reducir la violencia.
Los participantes en la Cumbre –en especial quienes gobiernan los países menos desarrollados- han gozado de los beneficios del poder para consolidar sus privilegios, pero han abandonado sus promesas de cambios sustanciales para favorecer al resto de la población. Esto, porque esas promesas nunca fueron pronunciadas con otra intención más que apoderarse de espacios privilegiados desde los cuales, y con el entusiasta concurso de sectores de poder económico, es posible amasar fortunas obscenas sin pagar las consecuencias.
El tráfico de influencias y la impunidad fueron el sello de identidad de algunos presidentes presentes en la Cumbre. Con un descaro insolente se presentaron como víctimas de oscuras conspiraciones, como líderes contra la corrupción y piadosos ejemplares de pureza espiritual. En la realidad han condenado a sus pueblos a la miseria extrema, a la muerte por falta de atención sanitaria por el colapso de los hospitales públicos, a la ignorancia por el colapso del sistema educativo, a la violencia y la muerte por las debilidades injustificables del sistema de investigación y justicia.
Estos magnos eventos solo sirven, al final de cuentas, para ofender a los pueblos marginados, conscientes de su impotencia frente a los círculos de poder. Las abundantes falsedades derrochadas en discursos sobre-elaborados quedarán impresas en los informes finales y, al formar parte de documentos históricos, les restarán toda legitimidad. La verdad es otra: está en los indicadores de desarrollo humano cuyos números indican con meridiana claridad el retroceso en la lucha contra el hambre, en la mortalidad materna, en la asistencia a las escuelas, en el trabajo infantil, en las violaciones sexuales, en las ejecuciones extra judiciales y en los juicios manipulados para cubrir los actos de corrupción. Ese es el verdadero contenido del discurso que jamás se pronuncia.
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