Ana María Aragonés
Donald Trump ha decidido su política migratoria, que gira en torno a castigar a niños separándolos de sus padres que intentan buscar asilo en Estados Unidos para, supuestamente, desincentivar a otros posibles migrantes, ya que, en eso tiene razón, sufrirían la misma sanción aterradora. El presidente de Estados Unidos, para seguir justificando su deleznable proceder, no tiene el mínimo rubor en inventarse situaciones que son absolutamente falsas, como que “los niños no pertenecen a esas familias; que son utilizdos como escudos para introducirse en Estados Unidos; que los migrantes son criminales atroces; que no quiere que Estados Unidos siga la suerte de Alemania, donde –debido a la política de asilo llevada a cabo por Angela Merkel– los índices de criminalidad se han incrementado; que simplemente están aplicando la ley, etcétera”.
Los datos son escalofriantes, pues el número ya asciende a 2 mil 300 niños separados de sus padres y las noticias sobre su desesperación se muestran en un llanto desconsolado por haberlos arrancado de los brazos de sus familiares, niños que van de meses de nacidos hasta adolescentes. Para colmo, muy mal alojados, durmiendo en el suelo, tapados con papel aluminio, alimentados con galletas y jugos, y –además– las burlas que hemos podido escuchar en diversos videos y grabaciones de las personas que cuidan esos espacios por parte del gobierno estadunidense, simplemente nos rompen el corazón. Se pone de relieve con este terrible acontecimiento migratorio el grado de deshumanización al que ha llegado este gobierno, que cree tener el derecho a abusar de su poder sin ninguna repercusión, pues las sanciones morales se las pasan por las catacumbas.
Y la justificación mayor es insistir en que la soberanía nacional está por encima de cualquier interés cuando en este mundo globalizado resulta un concepto improcedente por tratarse de una concepción cerrada que choca con la protección de los derechos humanos, que lleva a muchos gobiernos, no sólo el de Estados Unidos, a utilizar la soberanía como escudo o parapeto para rechazar gestiones foráneas en favor de los derechos humanos, como señalaba muy atinadamente Luis González Souza.
No hay duda de que la humanidad está en crisis y que es absolutamente necesario generar un pensamiento nuevo y no tradicional. Uno de estos conceptos que amerita impulsarse es el de soberanía internacional, que deberá regir la nueva política internacional. Este concepto otorga poder absoluto e insubordinado a las organizaciones internacionales cuyas normas son de carácter general y obligatorio cumplimiento para los estados del mundo, y se extiende al poder absoluto que ceden los estados a las organizaciones internacionales actuales, única forma de salvaguardar al ser humano y los recursos naturales con políticas globales de protección y de convivencia (Pontificia Universidad Javeriana).
La globalización y la movilidad humana han sido parte consustancial una de la otra, pero los países, sus gobiernos y las poblaciones no sólo no lo han asimilado, sino que rechazan tajantemente al otro enarbolando una falsa concepción de soberanía, lo que les permite violar derechos humanos y de convivencia humana. Con ello se impide alcanzar lo que llama González Souza la globalización democrática, que lleva en su corazón la globalización de los derechos humanos, una soberanía internacionalista con firmes raíces en la voluntad de cada pueblo para el cabal respeto de las garantías fundamentales.
Derechos humanos, democracia internacional, soberanía internacional, conceptos que deben debatirse, mejorarse y ponerse en marcha en la búsqueda de una convivencia basada en la dignidad del ser humano, de lo contrario, el futuro se augura muy poco esperanzador.
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