La Jornada
La inadmisible
participación de niños en los conflictos armados viene siendo motivo de
inquietud en diversos países y regiones del mundo, porque el problema,
con su trágica numeralia de víctimas, muestra una constante tendencia al
alza. El más reciente informe de la Organización de las Naciones Unidas
sobre el tema se encarga de potenciar esa justificada inquietud: de
acuerdo con el organismo internacional, este año se ha incrementado
notablemente el número de incidentes violentos que involucran a menores
de edad en entornos de conflicto, sin que las partes protagónicas de
éstos se preocupen por la integridad del sector más vulnerable de sus
respectivas sociedades. Tal parece que en la mecánica demencial de los
contendientes está incluido el sufrimiento y el exterminio de quienes no
sólo tienen derechos naturales y legales plasmados en decenas de
acuerdos, tratados, declaraciones y diversos documentos vinculantes,
sino que son los encargados y encargadas de seguir garantizando la
continuidad de nuestra especie.
Son varios los países (especialmente de África y Asia, pero también
de Europa y América Latina) donde niños y niñas padecen, por efecto de
guerras tácitas o explícitas, exclusión social, desintegración familiar,
abandono, hambre, desarraigo, falta de educación, abusos de distinta
índole –los sexuales incluidos–, lesiones, heridas y en no pocos casos
la muerte. Generalmente separados de su familia, los niños de la guerra
frecuentemente también encarnan el doloroso doble papel de víctimas y
victimarios, utilizados como económica mano de obra combatiente por
alguno o todos los bandos involucrados en la pugna.
A pesar de la crecida cantidad de organizaciones civiles o
gubernamentales de alcance regional o internacional que denuncian las
diferentes situaciones bélicas en donde resultan afectados los niños (y
es difícil encontrar alguna donde no lo sean), el fenómeno, lejos de
remitir, crece y se repite año con año. Organizaciones especializadas en
esta cuestión coinciden en estimar que durante el decenio anterior más
de un millón de niños y niñas han muerto en conflictos armados, y un
número muy superior ha recibido serias heridas físicas, a las que se
suman secuelas sicológicas difíciles de medir a corto plazo pero en todo
caso tan graves como lamentables.
Tan extendida es la participación de los menores de edad en
los escenarios de guerra, que los especialistas en el tema han llegado a
crear una verdadera taxonomía sobre el particular. Así, clasifican a
los pequeños en heridos, mutilados y discapacitados; explotados
(obligados a realizar trabajos forzados o explotados sexualmente;
encarcelados (por su presunta o probada vinculación con alguna de las
fuerzas en conflicto); huérfanos (que muchas veces pertenecen también a
alguna de las otras categorías) y desplazados, que han dejado atrás, con
frecuencia sin compañía ninguna, la tierra donde nacieron y el entorno
en el cual deberían haberse desarrollado.
Hacer una reseña de la barbarie y la crueldad a las que son sometidos
niños y niñas involucrados en luchas que no iniciaron y ni siquiera
entienden, es una tarea que realizan organismos que en general se
muestran preocupados por el problema y las consecuencias que el mismo
puede tener para el futuro de la humanidad, y que sin duda resulta
meritoria. Pero si esa tarea no va seguida de medidas para acabar con la
aberración que representa los niños de la guerra, y que deben llevar a
cabo en primer lugar los gobiernos de los países donde tienen lugar las
pugnas, pero también todas las naciones y organizaciones multinacionales
capaces de incidir desde fuera en los conflictos, el trabajo corre el
riesgo de quedar como un mero inventario de atrocidades.
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