Barbara Ester
@barbaraestereo
La mayoría de los indicadores democráticos ampliamente utilizados y difundidos en la actualidad parten del concepto de poliarquía
de R. Dahl[1], que establece que un gobierno democrático se caracteriza
por su continua aptitud para responder a las preferencias de sus
ciudadanos, sin establecer diferencias políticas entre ellos. De esta
forma la noción de “democracia” refiere al sistema político entre cuyas
características se cuenta su disposición a satisfacer entera, o casi
enteramente, a todos sus ciudadanos. La base de esta satisfacción parte
de la premisa de la igualdad de oportunidades.
Entre
los principales ejes desarrollados por el autor -y que han servido de
base para marcar la variación de los distintos gobiernos respecto del
ideal de democracia- se encuentran:
- La participación efectiva
- La igualdad de voto en la fase decisoria
- La comprensión informada
- El control de la agenda
- La inclusividad
Distintos
indicadores ampliamente difundidos se utilizan en la actualidad para
evaluar la calidad democrática. Como ya se ha desarrollado en un artículo anterior,
estos indicadores presentan distintos sesgos, tanto metodológicos
-rankings elaborados por analistas que no desarrollan cuáles fueron los
parámetros empleados en dicho análisis- como ideológicos, dado que las
definiciones tienden a excluir a los regímenes de izquierda en los
indicadores de derechos políticos y libertades civiles. Es por ello que
numerosos especialistas en teoría política han propuesto la
incorporación de nuevos indicadores que permitan un mayor acercamiento a
la compleja trama social.
A
continuación se presentarán las dimensiones propuestas para ser
incorporadas a los indicadores actuales de calidad democrática:
1-
Soberanía: tal como proponen D. Levine y J. E. Molina (2007)[2] en
América Latina el problema de la injerencia de fuerzas ajenas a los
representantes en la política pública ha tenido dos variantes:
- Con respecto a potencias extranjeras: la política económica ha estado, en muchos casos, supeditada a las organizaciones internacionales controladas por los países acreedores a cambio de refinanciamiento. En este sentido, consideramos que el monto y la duración de los empréstitos tomados deben ser ponderados a la hora de establecer un índice de soberanía.
- Con respecto a FF.AA.: el análisis de las relaciones entre el poder civil y el militar, es decir en qué medida los gobiernos elegidos están sometidos o no a la influencia de los militares sobre sus decisiones políticas.
Cabe
aclarar que uno de los indicadores ponderados para el índice de The
Economist es la pregunta sobre “La influencia de potencias extranjeras
en el gobierno”, sin embargo no se desprende de un dato cuantitativo del
monto de deuda en relación al PBI y omite el rol de las fuerzas de
seguridad, que han tenido un papel protagónico en las dictaduras
latinoamericanas.
2- Enlightened understanding[3]
(comprensión ilustrada): del mismo modo que la igualdad política formal
(voto individual) es considerada un requisito mínimo de la democracia,
la igualdad política, de hecho, debería de garantizar una equitativa
distribución de recursos cognitivos en la población. Este concepto
consta de dos variables:
- Información: la socialización de la información, su acceso, producción, diversidad, pluralidad de voces, propiedad de medios de comunicación, presencia o ausencia de leyes que regulen y tiendan a monopolizar la concentración mediática y el grado de acceso al derecho digital (acceso a internet), ya incorporado por la ONU como derecho humano.
- Educación: la segunda se fundamenta en el efectivo acceso a la educación, partiendo de la premisa de que los ciudadanos dispongan de las herramientas cognitivas para tomar decisiones libres. En este sentido entendemos que el analfabetismo constituye un impedimento al goce de una ciudadanía plena, por lo que deben tomarse en cuenta el porcentaje de población con sus estudios mínimos cubierto y la gratuidad o mercantilización de la educación superior.
3- Accountability (responsabilidad): en este aspecto el foco se centra en el mecanismo de controles y puede ser desglosado en tres dimensiones:
- Responsabilidad horizontal: el control institucional a funcionarios públicos (electos o designados), con su correspondiente rendición de cuentas y posible sanción, por parte de las agencias de control. Si bien la responsabilidad formal se encuentra institucionalizada mediante los distintos procedimientos de control de poderes, se han observado fenómenos recientes que no han sido reflejados en estos indicadores, como la judicialización y la parlamentarización de la política. Actualmente, los indicadores internacionales no han podido dar cuenta de estos desajustes ya que se da por sentado que el exceso de atribuciones estaría –exclusivamente- dado por el avasallamiento del Ejecutivo
- Responsabilidad vertical: (del Gobierno hacia la ciudadanía) desde el análisis del politólogo argentino, Guillermo O´Donnell, este tipo de responsabilidad es exigida por los ciudadanos principalmente mediante las elecciones o referendos revocatorios que pueden ser foros e instrumentos para evaluar y sancionar a los funcionarios.
- Responsabilidad social/societal: adherimos también al concepto de accountability social, incluido en los indicadores propuestos por Levine y Molina (2007) y conceptualizado por Catalina Smulovitz y Enrique Peruzzotti[4]. Se trata de un mecanismo no electoral, pero vertical, de control de autoridades políticas, para lo cual se emplean herramientas institucionales y no institucionales. Es decir, por un lado, la activación de demandas legales o reclamos ante agencias de control (recursos institucionales) y, por otro, las movilizaciones sociales y la acción de los distintos movimientos (contra violaciones a derechos humanos, contra la corrupción, etc.) dirigida a movilizar la opinión a fin de ejercer presión pública para que se juzgue y sancione a funcionarios (no institucionales), cuya efectividad se basa en sanciones simbólicas. La represión de la protesta social y el asesinato de líderes sociales deben ser tenidos en cuenta a la hora de analizar la canalización de las demandas.
4- Responsiveness
(respuesta a la voluntad popular): esta arista de la calidad
democrática intenta dar cuenta del grado de consonancia o desfasaje
entre la opinión pública, la acción de los líderes y las políticas
públicas[5]. Para ello, los distintos recursos –y su frecuencia- de
iniciativas populares de ley, revocación del mandato, referendos y los
presupuestos participativos, son clave. Asimismo, vale la pena
distinguir entre la legitimidad de origen y la legitimidad de gobierno,
es decir, el grado en que los ciudadanos se encuentran satisfechos con
el mandatario (en el caso de que se trate del compañero de fórmula pero
no expresamente electo para el cargo, como en Perú y Brasil) y el grado
de satisfacción con las políticas llevadas a cabo (como en Argentina,
Ecuador y Brasil, cuyos nuevos gobiernos han puesto en marcha un cambio
de rumbo con respecto a las expectativas de sus electores).
5-
Reducir la discrecionalidad de los índices realizados por expertos: en
el ejemplo del índice realizado por The Economist, la mayoría de las
respuestas corresponden a “evaluaciones de expertos”, sin embargo es
notable que dicho informe no brinda mayores precisiones acerca de ellos,
ni de su cantidad, ni si son empleados o catedráticos independientes,
así como tampoco acerca de su nacionalidad, currículo o ideología. Para
evitar esta opacidad debería detallarse minuciosamente la lista de
expertos, buscando representar pluralidad y diversidad de enfoques.
Asimismo, la mayoría de los indicadores en su desarrollo histórico ha
sido de carácter cualitativo, por lo que comenzar a incorporar el
aspecto cualitativo y lograr una adecuada triangulación de métodos
continúa siendo un desafío por delante.
6-
Representación: la representación suele reducirse a la cantidad de
votantes efectivos sobre el total de inscriptos/aptos para ejercer el
sufragio; sin embargo, es importante rescatar el grado de participación
de la ciudadanía en otras instancias para que la definición no sea
meramente delegativa.
En primer
lugar, un sistema democrático reviste a los partidos políticos de una
importancia significativa, dado que a través de ellos la ciudadanía
participa directa o indirectamente en la elección de las autoridades
gubernamentales. De este modo, el sistema y el grado de afiliación a los
partidos políticos sirve como indicador de la representación efectiva
de los ciudadanos en un régimen democrático.
Por
otra parte, cabe destacar que, recientemente, algunos Estados han
incorporado en sus constituciones el principio de la plurinacionalidad.
Se trata del principio político que permite aspirar al pleno ejercicio
de los derechos de todas las naciones que existen dentro de un Estado.
Este aspecto jurídico también debería ser valorado a la hora de evaluar
el grado de representatividad.
Finalmente,
la representatividad de las mujeres y las minorías étnicas, es decir
ponderar si se cuenta con ley de cupos –transversal a los partidos
políticos-, o si los mismos tienen una representatividad autónoma -en
dicho caso, debería ser tenida en cuenta la representatividad sobre la
población para evitar la sub-representación- y, por último, si el
sistema carece de previsión legal para alcanzar la igualdad efectiva.
A modo de conclusión
A
pesar de la notoriedad que el concepto de “calidad democrática” ha ido
ganando a lo largo de los años, el grado de democraticidad es una
cuestión compleja y no goza de un consenso elemental respecto a su
definición. Dicho término puede asociarse a concepciones muy distintas
de la democracia -y, por ende, de indicadores- y aún cuando se parta de
una concepción similar de democracia puede acudirse a distintas
dimensiones para analizar su nivel de calidad.
En
primer lugar, desde una perspectiva meramente procedimental o formal;
luego, entre quienes incluyen también la democracia sustantiva (el
efectivo acceso a los derechos); y, por último, entre quienes además
incorporan el análisis de los resultados, es decir, el grado de
satisfacción de la ciudadanía. A pesar de que este último concepto ha
sido denostado y es uno de los menos desarrollados por la teoría
política -desde otras perspectivas se puede considerar que “un mal
gobierno puede ser igualmente democrático”- creemos que la satisfacción
de los ciudadanos para con su gobierno es el verdadero sentido del
término, por lo que hemos incluido indicadores pertenecientes a estas
tres grandes dimensiones.
El objetivo
de este artículo busca contribuir a la perfectibilidad de la
investigación empírica sobre la calidad de la democracia, retomando
distintos indicadores de “democraticidad”. Las dimensiones propuestas no
son nuevas, sino que han sido desarrolladas por distintos autores que
indagaron en los indicadores e introdujeron aspectos para perfeccionar
los actuales. Con algunos ajustes, siguen siendo imprescindibles a la
hora de abordar un estudio comparativo y, por lo tanto, no invalidan las
herramientas hoy vigentes; más bien, intentan contribuir al debate para
la mejora de las mismas.
[1] R. Dahl, Polyarchy, New Haven: Yale Universtiy Press, 1971[2] http://www.redalyc.org/html/308/30804502/
[3] Íbid ant.
[4] C. Smulovitz y E. Peruzzoti, Societal Accountability in Latin America. Journal of Democracy, 2000
[5] F. Hagopian (2005) http://www.politicaygobierno.cide.edu/index.php/pyg/article/viewFile/309/219 y L. Diamond y L. Morlino (2004) https://www.researchgate.net/profile/Leonardo_Morlino2