Nunca más evidentes las distancias sociales como cuando se cree en las diferencias
Clases sociales enfrentadas en un conflicto en cuyo centro hay privilegios heredados por ley |
Cuando recién llegada a
Guatemala me invitaron a una cena, decidí que lo mejor para halagar a
mis anfitriones sería lucir una exquisita prenda bordada por una mujer
del altiplano, región en donde me había encandilado el derroche de color
y delicadeza de los textiles indígenas. Craso error. Al recibirnos, la
señora de la casa me miró de arriba abajo y con un tono condescendiente
me dijo: “Querida, como eres extranjera, te voy a explicar que “eso” no
se usa en nuestros círculos”. Dicho lo cual dio media vuelta y me guió
hacia el salón en donde estaban las demás señoras. Las que no se
mezclaban con los hombres porque la política no era cosa de mujeres.
Eran los años 70, bajo el gobierno del general Carlos Arana Osorio.
Yo
venía de Chile, un país tan democrático como para exasperar a la Casa
Blanca, la cual no tardó en imponerle un dictador. Mi discurso era otro,
era una participación igualitaria en temas de interés común, era una
inmersión total de la juventud en la política nacional, era un fervor
democrático que ni siquiera se discutía. Esa noche tuve mi primer
encuentro con los estrictos códigos de la sociedad conservadora de este
país y, por supuesto, no sería el último. Han transcurrido muchos años y
nada ha cambiado.
Los estratos sociales se ilustran con mucha
precisión en la pirámide maya, cuyos escalones extremadamente elevados
fueron diseñados para desanimar a quien pretenda escalarla. El color de
la piel, los ojos y el cabello, la manera de vestir y caminar, la
estatura corporal y la estructura ósea –todo ello producto de mezcla de
razas y calidad nutricional desde la infancia- configuran a esa nación
extraña, ajena y distante cuyos cuarteles están fincados en zonas
residenciales, con ramificaciones bien protegidas a lo largo y ancho de
las mejores tierras agrícolas de Guatemala. La repartición del país se
consolidó bajo una visión colonial de conquista, pensamiento instalado
en el inconsciente colectivo de una sociedad que ni siquiera lo discute,
quizá por el inmenso desafío que representa un cambio de dirección.
Escuchar
el discurso hegemónico de las clases dominantes (perdón por el cliché)
nos traslada a otro país, un país en donde el indigenismo es una amenaza
contra el desarrollo económico, un país en donde los derechos de
propiedad son superiores al derecho a la vida, un país en donde,
finalmente, poseer equivale a ser. Es una especie de nación encapsulada
gracias a su enorme poder material, pero rodeada de muros opacos que le
impiden ver las dimensiones descomunales de su error. Esa falsa
sensación de seguridad y pertenencia, ofensiva para el resto de la
ciudadanía, se ha desplegado en toda su gloria durante los recientes
sucesos en el Congreso de la República entre bandos contrarios, por la
aprobación o rechazo de las reformas a la Constitución Política de la
República.
La rabia y la soberbia de quienes temen perder
privilegios y hegemonía –lo cual, si hablamos claro, equivale a pasar a
formar parte del común de los ciudadanos- resulta tan intolerable para
las clases dominantes como para haberse tomado la molestia de acudir en
carne y hueso a un Congreso que desprecian para enfrentarse a ese
contingente de ciudadanos cuyas pretensiones amenazan la estabilidad de
un estatus histórico.
El desafío para quienes aspiran a
consolidar la democracia y convertir a este país en un miembro íntegro
de la comunidad internacional, con perspectivas de desarrollo basado en
justicia social y el pleno imperio de la Ley, equivale a refundar el
Estado. El tinglado de privilegios, exenciones fiscales, concesiones
dudosas y preferencias frente a las Cortes no es más que una herencia de
tiempos pasados y políticas caducas.
Blog de la autora http://www.carolinavasquezaraya.com
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