Eric Nepomuceno
Al caer la tarde
del sábado, Michel Temer, todavía presidente de Brasil gracias al golpe
institucional del año pasado, reunió a periodistas en Brasilia para
hacer un
pronunciamiento a la nación. Nada de preguntas, por supuesto. Temer habló durante casi 11 minutos, poco más del doble del tiempo que utilizó hace unos días. Entre acusaciones contra sus delatores, en concreto sólo informó que pedirá al Supremo Tribunal Federal que suspenda las investigaciones en su contra. Ha sido la única novedad en la crisis que sacude a los cementos de la política brasileña.
El problema central no está exactamente en cómo y cuándo catapultarlo
de la presidencia ilegítima que ocupa, sino en determinar qué pasará
después. Porque a estas alturas, está más que claro que Michel Temer no
dispone de condición alguna para mantenerse en el sillón que usurpó.
Su desolado aislamiento es claramente irreversible. Todavía hay pequeños bolsones de apoyo, como el diario Folha de S.Paulo,
que trata por todos los medios de comprobar que hubo manipulación en
las grabaciones divulgadas por Joesley Batista, controlador del grupo
JBS, mayor exportador mundial de carnes. Del rol fundamental desempeñado
por los medios hegemónicos de comunicación, uno de los pilares
fundamentales para el triunfo del golpe que lo llevó a la presidencia,
sólo restó a Temer ese apoyo. Los demás medios ya desembarcaron de su
gobierno.
Otro de esos pilares, los partidos políticos, que con el ojo gordo
puesto en cargos y presupuestos participaron del golpe, ya están
fracturados. El PSB (Partido Socialista Brasileño, ¡vaya ironía!)
anunció que va a salir del gobierno. Y el principal respaldo en ese
campo, el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), del ex
presidente Fernando Henrique Cardoso y de Aécio Neves, derrotado por
Dilma Rousseff y ahora apartado de su escaño de senador por
determinación de la corte suprema, oscila entre quedarse o salir de la
alianza gubernamental. Luciendo sus artes obscenas de oportunismo, se
mantendrá entre estar y no estar hasta el último minuto, acelerando la
corrosión de su imagen en la opinión pública.
Ya el tercer pilar esencial del golpe, esa vaga y etérea, aunque
decisiva institución llamada mercado, optó por dejar clara su posición.
No importa quien esté, siempre que se mantenga el equipo económico y su
programa de aplicar a como dé lugar una receta extrema de neoliberalismo
radical. Al fin y al cabo, desde la segunda presidencia de Cardoso
(1999-2002) no hubo nada siquiera parecido a una política económica tan
devastadora de los intereses nacionales, ni tan generosa con los
intereses del capital, como la anunciada por el ahora moribundo gobierno
de Michel Temer.
Lo dramático de lo que vive Brasil, entonces, se reduce exactamente a
un punto: cómo librarse del ilegítimo gobierno de corruptos (ubicados
por todos los lados) y cómo elegir a un substituto que corresponda a los
intereses de los poderosos y beneficiados de siempre.
Si el Supremo Tribunal Federal atiende al pedido de Temer y
suspende la investigación en curso, terminará de desmoralizarse y puede
provocar reacciones imprevisibles en las calles. Si el Tribunal Superior
Electoral decide alejar a Temer de la presidencia, se abre un campo
minado de discusión, lo mismo que ocurrirá si el Congreso opta por
destituirlo, atendiendo a pedidos de los bloques de izquierda: ¿cómo
elegir al sucesor?
Acorde a la Constitución, el nuevo presidente sería elegido por los
votos de dos tercios de diputados y senadores. Pero, con la legislatura
más corrupta, desacreditada, reaccionaria y de peor nivel moral de las
últimas tres décadas, ¿con qué fuerza moral los parlamentares podrán
imponer al país un nuevo mandatario?
Queda, pues, como única opción, anticipar las elecciones previstas
para octubre del año que viene. Hay varias propuestas de enmienda
constitucional que duermen, desde hace mucho tiempo, en los cajones del
congreso. Sería, por obvias razones, la mejor salida, una vez que los
sondeos de los últimos días muestran que al menos 93 por ciento de los
brasileños exigen elecciones inmediatas para determinar, por el voto
popular, a quién le tocará la hercúlea misión de devolver el país a sus
rieles.
Pero también aquí hay un obstáculo que, para los dueños del capital,
parece insuperable: son fuertísimos los indicios de que, si son llamados
a las urnas, los electores elegirían, por amplia mayoría, al verdadero
blanco de todos los pasos del golpe institucional, Luis Inacio Lula da
Silva.
Del lado de los golpistas, ahora amenazados de una guillotina ya
armada, no hay, ni de lejos, ningún nombre capaz de hacer sombra al ex
presidente, cuya popularidad, pese a toda la persecución política,
mediática y judicial que padece, se mantuvo intacta.
Ese, pues, es el gran dilema vivido por mi país: los usurpadores de
54 millones 500 mil votos obtenidos por Dilma Rousseff en 2014 fueron
capaces de expulsarla, instalando en su sillón presidencial a una
figurita despreciable, ahogada por marejadas de corruptos.
Ahora que él está defenestrado, tratan de descubrir cuál muñeco moral
instalar en ese sillón, para mantener las riendas de la economía.
Mientras, el país naufraga. Los próximos días, o mejor dicho, las
siguientes horas, serán decisivas. Temer ya no es más que una mancha
sucia en ese mar de lama. La cuestión, para los verdaderos interesados
en el golpe, es cómo preservar sus obscenos intereses y mantener a la
gentuza (eso que insisten en llamar ‘pueblo’) a una distancia prudencial
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