David Brooks
James Comey (en imagen de archivo) fue despedido de la FBI cuando
encabezaba una investigación sobre posibles nexos entre funcionarios de
Rusia y el equipo de campaña de Donald Trump en 2016Foto Ap
Vieja broma: en un manicomio un paciente anuncia a todo volumen:
soy Napoleón. Desde otra esquina, otro pregunta
¿Quién te dijo eso?Responde el primero:
Dios. Desde el otro lado se escucha otro paciente:
Nunca te dije tal cosa.
Estamos en una jaula de locos/as. Es casi imposible resumir lo ocurrido esta semana con el Napoleón y
todo su entorno en la Casa Blanca. Los periodistas, comentaristas,
veteranos de la política y cualquier observador más o menos cuerdo y
consciente está mareado y agotado ante el torbellino que sacude
Washington, a veces con terror, a veces con carcajadas (más bien una
combinación de ambas).
Han sido siete días en que los términos
obstrucción de la justicia,
Watergate,
encubrimiento,
Nixon,
crisis constitucionaly hasta
impeachmenthan imperado como resultado de, quizá, la semana más asombrosa de los cuatro meses que lleva esta espeluznante presidencia.
Un resumen de algunos de los sucesos en el manicomio de Washington la semana pasada tendría que incluir lo siguiente:
Trump despidió al director de la FBI, James Comey, quien encabezaba
una investigación sobre una posible colusión entre Rusia y la campaña
electoral de Trump en 2016. Es sólo la segunda vez en la historia en que
un presidente despide a un funcionario encargado de una investigación
sobre el presidente; la primera fue Richard Nixon en 1973, cuando ordenó
el despido del fiscal independiente que estaba investigando lo que se
conoce como el escándalo Watergate.
La justificación inicial que ofreció Trump, repetida por tres de los
voceros presidenciales y el vicepresidente, Mike Pence, ante la opinión
pública y el Congreso, fue de que se actuó sólo por la recomendación del
Departamento de Justicia de cesar a Comey por su manejo
atrozde la investigación sobre los correos electrónicos de Hillary Clinton el año pasado.
El subprocurador general, Rod Rosenstein, enfureció ante tal
afirmación, y hasta consideró renunciar, ya que sólo cumplió con la
orden de Trump de preparar un informe sobre Comey, pero nunca recomendó
su despido.
Mientras tanto, Trump y la Casa Blanca resaltaban que las filas de la
FBI no confiaban en Comey. El subdirector de la agencia, invitado a
presentarse ante un comité del Congreso refutó esa acusación, subrayando
que Comey contaba con pleno y amplio apoyo dentro de la corporación. La
Casa Blanca había contemplado una visita de Trump a la sede de la FBI,
pero después de esto aparentemente se rajaron.
Aunque casi nadie aceptó la versión oficial de que Comey fue
despedido por su manejo de la investigación sobre Clinton (que en
principio fue elogiado por Trump durante la campaña), la Casa Blanca
aseguró que ese fue el único motivo, y descartó tajantemente que tuviera
algo que ver con la investigación sobre los vínculos del equipo de
Trump con el gobierno ruso.
El jueves en una entrevista con NBC News, Trump contradijo toda la
narrativa oficial de la Casa Blanca al revelar que ya había decidido
correr a Comey antes de cualquier recomendación y que lo de los correos
de Clinton no era el motivo: “cuando lo decidí me dije a mí mismo:
‘sabes, esta cosa de Rusia con Trump es un cuento fabricado’”.
Trump contó que cenó con Comey en enero y ahí le preguntó si
estaba bajo investigación, y éste le aseguró que no; algo que nadie
cree, ya que la FBI no suele revelar nada sobre sus investigaciones en
curso. Otra versión, de gente cercana a Comey, fue que Trump en esa cena
le pidió
lealtady que el director le respondió que podía contar sólo con su
honestidad, al parecer eso no fue suficiente (la FBI goza, formalmente, de cierta autonomía justo para no ser sujeta a presiones políticas, por ello, el plazo de un director es de 10 años; Comey había cumplido cuatro).
Estos sucesos de la semana fueron acompañados de escenas que ni el
mejor maestro de sátira política podría superar. Un día después de
despedir a Comey, lo que provocó críticas en el sentido de que estaba
tratando de frenar la investigación sobre los rusos y su campaña, Trump
recibe en la Casa Blanca nada menos que al canciller ruso y al embajador
de Moscú en Washington (el embajador es una de las figuras clave en las
supuestas relaciones sospechosas con varios socios y asesores de
Trump). La reunión es a puerta cerrada y no se permite ni una
fotografía, y la Casa Blanca no emitió una foto oficial, pero una foto
apareció, regalo de la agencia oficial rusa Tass.
Ese mismo día, a fotógrafos y reporteros de repente se les permitió
ingresar para ver a Trump sentado al lado de un personaje de renombre:
Henry Kissinger. Así, en un día en que se escuchaban los ecos de Watergate por
el despido de Comey, apareció en el escenario una de las figuras más
prominentes del gobierno de Nixon (su secretario de Estado y estratega).
La semana concluyó con una amenaza del presidente: en torno a la
famosa cena con el ahora ex director de la FBI, Trump declaró en un tuit
que Comey “debería esperar que no haya ‘cintas’ de nuestras
conversaciones antes de que empiece a filtrar a la prensa”. Esto no sólo
generó preguntas sobre si existen o no grabaciones secretas, sino que
de inmediato recordó las famosas grabaciones y los 18 minutos borrados
de reuniones de Nixon con sus asesores, evidencia que fue clave para
hundir su presidencia. Algunos legisladores ya han solicitado las
cintas, si es que existen.
Por todo esto, la pregunta en el aire ahora es si esto marca el
principio del fin de Trump. Ya se multiplican las demandas para que se
nombre un fiscal independiente no sólo para investigar el vínculo de
trumpistas con el Kremlin, sino para evaluar si hubo un encubrimiento e
incluso una obstrucción de la justicia del presidente y sus colegas.
Mientras tanto, después de su ataque directo a la FBI para,
aparentemente, frenar una investigación de su gobierno (y anteriormente
insultar a la CIA, a jueces federales, y los medios nacionales) algunos
recuerdan que la fuente clave conocida como garganta profunda de los periodistas del Washington Post en su investigación periodística del Watergate –que llevó al fin del gobierno de Nixon– fue nada menos que el entonces subdirector de la FBI.
Tal vez más internos de ese manicomio ahora se atreverán a cuestionar si ese Napoleón debe permanecer como emperador en esa jaula de locos.
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