Uruguay
La Diaria
La idea de que “se han
perdido los valores” es uno de los recursos explicativos que circula con
mayor fuerza cuando emergen violencias asociadas al contexto educativo.
Esta expresión parece idealizar un pasado generoso frente un presente
que poco ofrece en comparación con aquella sociedad integrada y pacífica
del Uruguay de mediados del siglo XX. La “pérdida de valores” de la
sociedad (y de los jóvenes) en el mundo de la educación es repetida no
solamente por las generaciones que vivieron ese mundo, sino por los
adultos que lo conocieron por relato ya no de sus padres, sino de sus
abuelos. Los padres y docentes de hoy —cada vez que un conflicto
estalla— ven allí un mundo en decadencia. Se afirma así que no se
perpetúan aquellos valores y que no se han generado nuevos. Habría que
pensar que no hay nuevos horizontes y que nada de los “antiguos valores”
—que no vale la pena cuestionar— ha subsistido. Y tan debilitados están
los lazos entre docentes, estudiantes y padres en las instituciones
educativas, que la única forma de hablar de lo que pasa en una escuela,
en un liceo, es, en apariencia, apelar a la violencia. La única certeza
es la de que existe violencia en los centros educativos —junto a la de
que no existen logros educativos en Uruguay—, y cada vez que un hecho de
violencia ocurre y toma difusión, se reedita la sensación de que los
valores se han perdido.
Tal vez la cuestión de fondo no sea la
pérdida, sino la dificultad de vivir sin un conjunto de valores propios
de una sociedad en la cual las jerarquías, la violencia institucional y
el patriarcado eran aceptados en el mundo valorativo propio de la
modernidad de inicios del siglo XX. Pues lo que se lamenta muchas veces
es la pérdida de vigencia de un conjunto de visiones que carecen de
validez a los ojos de las nuevas generaciones como fruto, en parte, de
diversas conquistas. Creo que en este lamento no se observa tanto la
dialéctica de las diversas concepciones en torno a los nuevos logros y
conquistas, sino más bien el reclamo de un orden conservador que
confunde jerarquía, orden y silencio con paz, limitando el proceso de
transformación de instituciones que acompañaron tempranamente el
desarrollo nacional del país y cuyas prácticas cotidianas, tradiciones y
normativas expresaban una cultura política en gran parte hoy perimida.
Por lo pronto, no parece acertado afirmar que la vida cotidiana de un
centro educativo se resume a los hechos de violencia que puntual y
circunstancialmente ocurren, ni que todo lo que se denomina “violencia
en la educación” lo es. La indagación más sistemática muestra que parte
de nuestros conflictos, incluso aquellos que devienen en violencias,
siguen una secuencia clara: la sensación que resulta del hecho de que un
alumno, un trabajador, un padre, siente que no son respetados sus
derechos. ¿De qué respeto se habla? En los estudiantes y los jóvenes, de
la herida que supone vulnerar su identidad personal, sus elecciones,
sus vínculos familiares y su lugar de pertenencia. Sobre todo si ello es
realizado en clave de humillación de clase. En los adultos, de la falta
de reconocimiento de los lugares adquiridos en la institución: el cargo
y el saber que conlleva ese cargo. En los padres, el exceso de poder de
la institución frente a los hijos, la humillación de su imagen de
adulto frente a sus hijos o el rechazo a la nota escolar como anticipo
del fracaso social.
En contexto
El contexto es
conocido. Lejos del progreso, la llegada al siglo XXI nos encontró
luchando contra los efectos devastadores del neoliberalismo y la
pobreza, la carencia de trabajo, el aumento de la violencia delictiva,
la difusión incontrolada de mensajes violentos en algunos medios masivos
de comunicación, la vulnerabilidad de los niños, de los adolescentes y
de los jóvenes, y la desigualdad. Pero si estos datos nos han quitado
ilusión, también debe tenerse en cuenta el modo en que el triunfo de los
nuevos gobiernos conservadores de la región han agravado estas
dinámicas. En esta trama es central revertir las dinámicas de una
educación excluyente, identificando sus prácticas. Y una de sus
prácticas consiste en la sistemática criminalización de las conductas
disruptivas de los alumnos en la escuela o en el liceo, criminalización
que se legitima en la falla normativa y valorativa de estos.
Es
en este estado de cosas que se libra una batalla sistemática en el
ámbito educativo. A nivel de las políticas, se ha continuado con el
trabajo de integración de alumnos, de construcción de escuelas, liceos y
centros educativos terciarios, y se han generado leyes que luchan por
plasmar derechos propios de aquellos valores incuestionables de José
Pedro Varela, pero acordes a las nuevas conquistas. Fundamentalmente la
diversidad, la inclusión, la participación, la no discriminación, los
derechos de las mujeres, la lucha contra la violencia doméstica, los
nuevos derechos sexuales y reproductivos, la protección en materia de
salud mediante la política de la reducción de consumo de tabaco y la
regulación de la producción de cannabis, así como el respeto al
medioambiente. Esta plataforma ha puesto en práctica un programa que
amplía los derechos, integra la voz de los que menos poder tienen en la
educación y defiende nuevas formas de convivencia y participación. Y es
una batalla sistemática aquella que se libra por traspasar los muros de
la escuela y articular estas políticas con los programas escolares y las
dinámicas de los centros educativos. También aquella que se libra para
hacer visibles y reconocer un sinfín de experiencias educativas
enriquecedoras que se pierden y desacumulan. Este trabajo no se hace sin
contradicciones, en una organización estatal vertebrada por un sistema
burocrático que se afirma en tradiciones, normativas y programas de
difícil modificación. Muy por el contrario, se lleva adelante en un
contexto aún adverso, que es preciso continuar desmantelando. Pero es
claro que los gobiernos que sostuvieron esta plataforma en Uruguay
fueron aquellos que más aumentaron la inversión en educación: creció el
porcentaje del Producto Interno Bruto destinado a ella, mejoraron las
condiciones salariales de los docentes, y se realizaron varias
inversiones, más allá de que estemos realmente lejos de lo deseable y
necesario.
Asimismo, el avance de la fragmentación educativa, la
existencia de circuitos y opciones en las cuales los diferentes nunca
se encuentran, genera nuevas dinámicas e instala otros problemas: la
separación de los diferentes ha limado la vivencia de las desigualdades
de clase más duras en cada escuela. Pero la experiencia educativa no
logrará borrar nunca la vivencia de las asimetrías, desigualdades y
diferencias que existen y ocasionan sufrimiento escolar. Y esto, sin
entrar en valoraciones relativas a las consecuencias sociales que esta
segmentación cultural produce o a las posibilidades de alterarla en
algún sentido. Lo que sí puede la experiencia educativa es brindar
herramientas para resolver el conflicto por vía de la palabra: manejar
la argumentación y generar un espacio de experiencia real de los
derechos y de la participación. Creímos que la igualdad en la forma (la
defensa del uniforme) podría salvarnos de la vivencia de nuestras
asimetrías. Todo muestra que el nuevo programa escolar está enfrentado a
reconocer las diferencias y a enseñar a los alumnos los criterios con
los cuales han de manejarlas democráticamente, comprendiendo su
condición y brindando herramientas para afirmarla o interpelarla de un
modo consciente. Las desigualdades sociales no se resolverán en la
escuela. Pero la falta de educación las radicaliza.
Es en este
concierto que el problema de la pérdida de valores como explicación del
aumento de la violencia se hace presente como expresión de una visión
conservadora a la que le cuesta aceptar las nuevas condiciones en que se
produce el intercambio entre las nuevas y viejas generaciones. Pues la
educación ya no es un privilegio que el estado brindaba a los sectores
populares. Es un derecho por el cual deben luchar los responsables de
esta, y eso profundiza la práctica educativa en tanto acto político. La
violencia instituciona,l propia de la vieja y antigua escuela en la que
el maltrato infantil, el castigo, la sanción, eran democráticamente
aplicados en todos los niños, ya no puede ser el sostén del vínculo
educativo cuando un estudiante no muestra interés, cuando desobedece o
cuando interpela la autoridad del docente. Y este es gran parte del
dilema: el largo camino que la institución educativa debe recorrer para
educar respetando los derechos de aquellos sectores vulnerables y cuyo
encuentro con el sistema educativo es muy reciente en la enseñanza
media.
Los caminos
Si se parte del presupuesto de
que las violencias expresan conflictos sociales y no psicopatías
individuales, y que la forma de trabajarlas debe pasar por el camino de
la integración y de la defensa de los derechos, la perspectiva no puede
suscribir que la violencia en la educación, cuando ocurre, sea el objeto
de una política criminal —bullying— o de seguridad. Debe ser el objeto
de una acción educativa. Es en los centros de enseñanza en que a las
conductas violentas de niños, adolescentes y padres debe darse una
respuesta. Y esta respuesta puede tener dos sentidos. El primero,
incriminar a los más vulnerables —pues la violencia de niños y
adolescentes es la violencia de los vulnerables— y reforzar la
exclusión. Ni que hablar de los efectos que estas prácticas tienen
cuando estas respuestas se producen en los niños y adolescentes pobres,
que suman a la vulnerabilidad que la infancia y la adolescencia suponen,
la debilidad que la falta de los soportes sociales y económicos
implican. El riesgo es el de reeditar una versión educativa del Estado
como agente punitivo. El segundo sentido pasa por potenciar los derechos
de los niños y adolescentes trabajando la cultura política de los
centros, sus relaciones de convivencia y educando en el marco de un
estado de derecho en el cual la ley no aparece solamente para restringir
y prohibir, sino también para expresarse, ser escuchado y vincularse
con otros. La prevención del malestar se juega en la capacidad que un
centro educativo tiene de impulsar un modelo de resolución del conflicto
que ponga en palabras el desencuentro antes de que este llegue a
manifestarse en la violencia contra el cuerpo. Y esa es la esencia de la
democracia: la constitución de ciudadanía. Por lo tanto, cada director,
cada docente, tiene por misión formar ciudadanos que puedan argumentar,
identificar los desencuentros y resolver el conflicto por la vía
democrática y de la participación. También, el de favorecer la
hospitalidad y no la hostilidad en los vínculos con la comunidad.
Este segundo camino, es claro, continúa a contrapelo de las tendencias
que reclaman rejas, alarmas, funcionarios policiales, asistencialismo y
derivación psicológica y que han brindado cierta tranquilidad a los
actores de la educación sin por ello resolver el problema del conflicto
escolar. Se trata, por tanto, de objetivar la matriz disciplinaria del
sistema —el conjunto de prácticas que regulan los cuerpos y en las
cuales las sociedades modernas forjaron sus instituciones sociales— que
se aliaba a una noción restrictiva de la norma y de las reglas
escolares. En este escenario, la creciente pérdida de eficacia simbólica
y material del conjunto de mandatos morales, normativos y
disciplinarios que el sistema intenta refrendar alimenta la frustración
cotidiana de docentes y estudiantes, estimulando el crecimiento de
respuestas de defensa social, de culpabilización, de estigmatización del
otro y de patologización del conflicto escolar.
En estas pugnas
por reconfigurar el sentido de la educación, la cuestión de la cultura y
de los jóvenes es clave en relación al debate sobre normas y valores.
Específicamente, la expansión del sistema educativo a amplios conjuntos
de la población que se consolidó a mediados del siglo XX, generó las
bases para la identificación entre integrantes de las generaciones de
jóvenes. Y una vez generadas estas bases, los jóvenes pasaron a ser una
cuestión de sociedad, un cuerpo sobre el que había que producir efectos:
apareció la necesidad de producir jóvenes capacitados que terminó en la
expansión, la larga duración de la formación escolar y la prolongación
de la adolescencia y de la juventud. Asimismo, junto a este proceso de
diferenciación social establecido en función de criterios de edad
también fueron adscriptos a los jóvenes un conjunto de valores que, se
entendía, poseían en función de esta pertenencia generacional, tales
como la autenticidad y la tendencia al cambio o al cuestionamiento del
orden social.
Allí se inscribió también la fuente del riesgo.
Hasta nuestros días se reitera que la debilidad normativa de los
adolescentes y jóvenes anticipa la falla social, amenazando la
reproducción social y la estabilidad del sistema. Y el debate entró en
un círculo vicioso. Si falla la socialización, la explicación remite a
sus dos fuentes básicas: familia o escuela. Si se culpa a la familia, se
culpa a la sociedad; si se culpa a la escuela, se culpa al Estado. Otra
posibilidad es salvar a la familia, salvar al Estado y culpar a los
niños, a los adolescentes y a los jóvenes, que, en definitiva, siempre
tienen menos posibilidades de defenderse.
Pero fue también en
tal panorama, en que el rol de los jóvenes se comprendía en el marco de
las relaciones entre familia, trabajo y educación, que se produjeron los
cambios que alteraron las relaciones de juego y las jerarquías que
situaban a los jóvenes como receptores pasivos o inadaptados sociales.
La participación política de las nuevas generaciones que irrumpió en el
escenario de los años 60, así como los procesos culturales vinculados a
la difusión de los medios de comunicación, que generaron un código y una
estética juvenil que fueron capitalizados como signos de belleza,
colocaron a los jóvenes en un lugar central, modificando algunas
categorías específicas del poder de los más viejos. Contradictoriamente,
hoy, lo juvenil y sus símbolos son referentes estéticos y valorativos
de las sociedades contemporáneas. Referentes capitalizados sobre todo en
una dinámica de mercado que signa las reglas de los medios masivos de
comunicación pero que tiene diversas brechas. El arte, tal vez, continúe
siendo un espacio de interpelación tanto a los símbolos de esta cultura
dominante, como a sus formas más tradicionales de expresión.
Desafíos
No ha sido sencillo, para el sistema de enseñanza, enfrentar el desafío
de una sociedad joven, de la imagen que interpela la jerarquía de la
escritura y el saber enciclopédico cuando su estructura centraliza su
mando en el poder de los adultos. Tampoco ha sido sencillo reiterar el
discurso del trabajo, cuando a todas luces existe un vínculo entre
educación y trabajo, pero no de un tipo que permita “obligar” a los
jóvenes a estudiar. Sí, tal vez, a realizarse profesional y
laboralmente, cuando las reglas del juego del mercado de trabajo al que
se sienten destinados así lo anticipan a sus ojos. Se recrudece, en este
contexto, el discurso sobre la falta de valores y el problema de la
falta de respeto en la experiencia cotidiana de los centros educativos.
Para muchos docentes la falla proviene del hogar: la familia no
transmite valores y eso se observa en el desconocimiento de las
jerarquías y de las obligaciones. Se reclama el respeto a la autoridad
docente fundada en el lugar del cargo y la importancia del “saber”, el
silencio como símbolo de orden y escucha que conlleva al “elogio de la
invisibilidad”, el premio a la quietud del cuerpo, la condena del
conflicto y su mirada desde un enfoque de seguridad. Asimismo, mucho del
ritual escolar busca fundar la primacía de la institución enfatizando
los valores de la primera modernidad: saber, jerarquía, adultocentrismo,
igualdad como unidad de la forma, anulación de la diferencia y poder
político de la centralidad educativa.
Es este legado, pilar de
una educación propia de la expansión de un Estado que hizo de la
educación pública uno de sus fundamentos, lo que debe continuar
interpelándose y transformándose a la luz de esta voluntad de hacer
educación hoy, con los niños, adolescentes y jóvenes. Ante la emergencia
de las múltiples violencias que llegan a la vida cotidiana de los
centros educativos, es claro que debe trabajarse con ellos desde las
nuevas claves políticas: el rechazo a la discriminación, la inclusión,
el diálogo, la democracia, la escucha y la participación. De este modo,
podrán continuar apropiándose de la parte más igualitaria, constructiva y
democrática del legado y tendrán herramientas para desechar la
violencia, la desigualdad, la discriminación y los peores aspectos de
una herencia que muchas veces reproducen desde el lugar de los más
vulnerables y carentes de diversas formas de protección social.
El empoderamiento de los sectores más débiles genera siempre amenazas.
Su dificultad en establecer los elementos de su defensa, carentes de
colectivos y obstaculizados por su edad, hace difícil que puedan
explicar, dar cuenta y defenderse de las tensiones que ocasionan
conductas y prácticas que no han generado. La criminalización y
destrucción de sus propuestas, prácticas y acciones es, evidentemente,
el mayor de los riesgos en una sociedad que, frente a la complejidad del
conflicto, por momentos reivindica la simplicidad del castigo y
continúa proyectándose en un pasado que idealiza. Reivindicar la falla
socializadora, culpabilizar a las familias carentes, reclamar por los
antiguos valores, ahondar en los psicodiagnósticos que patologizan a los
más vulnerables, medicalizar, derivar y reprimir son varios de los
mecanismos que es preciso desandar para no reproducir una educación
excluyente.
Asumir los desencuentros entre la institución, sus
mandatos, sus tradiciones, acumular sus innovaciones y a la vez aceptar
las transformaciones y los nuevos públicos pueden ser los caminos para
aliviar la sensación de falta de respeto y habilitar al ejercicio de los
derechos en la educación. Reconocer que de la violencia en la educación
también es partícipe la violencia institucional del sistema que se
manifiesta en la exclusión, la violencia simbólica, el ausentismo, la
masificación, la falta de espacio, el exceso de horas de clase frente a
la falta de ámbitos de encuentro y diálogo, las malas cantinas, y esto
enumerando apenas algunas de sus múltiples dimensiones. La
participación, la voz, el arte y la cultura tal vez continúen siendo
aliados más sólidos en la construcción común de una cultura juvenil que
traduce los conflictos sociales de un mundo en el cual la educación es
fundamental y su reapropiación valorativa, inevitable.
Nilia Viscardi. Doctora en Sociología y profesora, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República (Udelar).Fuente: https://educacion.ladiaria.com
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