León Bendesky
El veterano periodista Carl Bernstein, en una reciente remembranza sobre el caso Watergate,
señalaba la dificultad que había para establecer con certeza los hechos
que llevarían finalmente a la renuncia de Richard Nixon a la
presidencia de Estados Unidos en 1974.
Al respecto, dijo que Bob Woodward, su compañero en ese histórico
reportaje, consideraba que durante la investigación que desde 1972 ambos
hicieron para el periódico The Washington Post a lo único que podían aspirar era a llegar a
la mejor versión obtenible de la verdad.
Imagino que Javier Valdez, asesinado en Culiacán el 15 de mayo,
podría haber pensado lo mismo acerca de sus investigaciones sobre el
narcotráfico y sus ramificaciones desde aquella zona del país. Lo mismo
debía ocurrirle a Miroslava Breach, ultimada en Chihuahua el 23 de
marzo.
Ambos eran corresponsales de este diario. Son dos de los seis
periodistas asesinados en México en lo que va del año. Once fueron
ultimados el año pasado. Cien desde el año 2000. Es ínfima la respuesta
de las autoridades para aclarar todos esos crímenes.
Ni Valdez ni Breach cedieron a las amenazas y el miedo. Recibieron
muchas amenazas y, seguramente, sintieron mucho miedo. El entorno en que
vivían y los asuntos sobre los que trabajaban profesionalmente son hoy
decisivos en las condiciones políticas, sociales y de inseguridad que
privan en el país. Un complicado entramado de violencia, corrupción,
muerte y, sobre todo, impunidad.
Shakespeare apuntó a un rasgo esencial que puede asociarse con el carácter y trabajo de estos dos periodistas:
Los cobardes mueren muchas veces antes de su muerte; los valientes nunca prueban la muerte, sino una sola vez.
Breach y Valdez no aspiraban a ser valientes. Pero se necesita en
verdad mucha valentía para hacer lo que ellos y los otros periodistas
muertos hacen: contar la corrosión social en curso. No ceder ante el
miedo por el peligro que acecha inexorablemente.
El miedo se ha instalado en el país de muy diversas maneras.
Hay, sí, voces reconocibles de protesta ante la violencia y la falta de
aplicación de la ley. Hay otras muchas que se expresan de manera anónima
–en plazas y calles– y que cuentan también.
Pero cuántas voces no habrán sido reducidas o, de plano, acalladas,
conscientemente o no, en los distintos ámbitos de la sociedad. Ahí nos
encontramos muchos ciudadanos. Sea que se trate de la gestión de los
asuntos públicos, la cultura y la crítica, el curso de la economía, las
prácticas políticas o el debate cotidiano e imprescindible de las ideas.
Se atribuye a Thomas Jefferson la sentencia de que
El deber primero del gobierno es la protección de la vida, no su destrucción. Si se abandona esto, se abandona todo lo demás.
Esta exigencia no puede cumplirse de modo absoluto. Eso se comprende,
pues siempre habrá quien violente las normas impuestas para la
convivencia en un marco de seguridad y de protección de la integridad
física de las personas.
La civilidad es un bien muy preciado, pero suele volverse escaso. Entonces, se elevan los riesgos para la gente, para todos.
Pero es, efectivamente, la responsabilidad primaria del gobierno
asegurar que las personas libres puedan vivir con el menor riesgo
posible de convertirse en víctimas de un crimen.
Así, otra vez Jefferson:
Ningún gobierno puede sostenerse sin el principio del temor, así como del deber. Los hombres buenos obedecerán a este último, pero los malos sólo al primero. Esta ecuación no cuadra, no tiene solución, y entre muchas otras así lo exponen las muertes de Breach y Valdez.
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