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El sistema legal, económico, político y cultural dominante que se
sufre en el mundo capitalista promueve los comportamientos egoístas y
predatorios. Se admira a quienes con más eficacia y de manera no
recíproca vampirizan y acaparan la riqueza generada por ecosistemas o
el trabajo de comunidades humanas. En un planeta finito y ecológicamente degradado, la acumulación de riqueza de unas personas es siempre a costa de la desposesión de otras.
Una sociedad sostenible y saludable debería, en cambio, dotarse de
mecanismos que penalicen el abuso de lo común e incentiven aquellos
comportamientos que mejoren la vida de toda la comunidad y regeneren el
medio ambiente del que depende todo ser vivo. Hasta que no
comprendamos que la prosperidad, la seguridad y la felicidad solo se
consiguen mediante colaboración, confianza y reciprocidad seguiremos
atribuyendo la causa de la enfermedad a sus síntomas.
Pensaremos, erróneamente, que las víctimas de un sistema perverso—y no
el sistema en sí que funciona aplastando a cada vez más personas en
beneficio de unos pocos privilegiados—son nuestro problema.
No conviene confundirse de enemigo: lo que resulta socialmente corrosivo y peligroso es la desigualdad y la asimetría de poder, no sus víctimas
(las personas más vulnerables). Los que se apropian del bien común son
los ricos y poderosos, no los pobres e inmigrantes. Solo hay que
recordar que un puñado de personas que caben en un bar pequeño
de barrio acaparan más riqueza que el 50% de la población mundial o que
el 1% de los humanos dispone de tanta riqueza como el 99% restante.
Con estas cifras en mente, nadie puede argumentar que a la sociedad le
sale caro mantener a las personas en riesgo de exclusión social sin que
suene a distorsión malintencionada de la realidad.
En el mundo capitalista, el dinero público y la riqueza generada por
las personas trabajadoras no está subvencionando a los pobres, sino a
los ricos. Los ricos se subvencionan devorando lo público y lo común
(lo generado por la sociedad y por los ecosistemas) y reproducen su
capital sin necesidad de trabajar (intereses, rentas, herencias,
especulación). El trabajo y la riqueza, en cambio, lo crea la sociedad,
no las macro-corporaciones o la adicción estructural al crecimiento
económico (mucho menos la especulación financiera); dichos actores, de
hecho, generan dinámicas que precarizan o destruyen tanto el empleo de
calidad como el medioambiente del que depende todo ser vivo que habite
nuestro planeta (incluidos los seres humanos millonarios).
Las personas vulnerables no quitan el trabajo a nadie. Realmente,
además de la creciente automatización que sustituye al trabajo humano, es
la dinámica del capitalismo neoliberal la que condiciona que no
florezcan empleos de calidad necesarios para la reproducción y el
mantenimiento de una vida humana próspera (en agroecología,
diseño sostenible y biomímesis, economía ecológica, construcción de
casas pasivas, energías renovables, ecología urbana y un largo
etcétera).
En lugar de dar más poder a las corporaciones y a los dueños del
capital (la falacia de que desregulando y privatizando lo público y
facilitando la vida a las macro-corporaciones se crea empleo)
deberíamos, por el contrario, tasar intensamente los bienes inmuebles y
el capital a partir de cierto umbral (pues se trata de la riqueza que se
reproduce rápidamente no solo sin necesidad de contribuir al bien
común, sino acaparándolo y destruyéndolo), no el trabajo (la
contribución, monetarizada o no, al bien común y la sostenibilidad
socioeconómica) para, de este modo, reducir la desigualdad y
subvencionar con lo recaudado una disminución general de las horas
semanales de trabajo con salarios mínimos más altos para acabar con el
desempleo, el estrés y la explotación laboral y medioambiental.
Ahora bien, la deliberación sobre qué trabajos son necesarios para la
reproducción social y cuáles son social y ecológicamente indeseables
debería ser decidido por la sociedad en su conjunto, no por la dinámica
de crecimiento económico a toda costa o por las corporaciones
transnacionales cuyo objetivo no coincide, en la mayoría de los casos,
con el bien común.
Obviamente, si se generasen debates abiertos entre el conjunto de los
habitantes de una ciudad para decidir qué empleos hay que fomentar y
cómo diseñar el espacio urbano, muy poca gente defendería la necesidad
de endeudar masivamente a la ciudad y buscar inversiones extranjeras
millonarias para construir autopistas o aeropuertos innecesarios y obras
faraónicas disfuncionales que dejan infraestructuras monstruosas
carísimas de mantener, deudas eternas, corrupción urbanística y
degradación ambiental (estadios olímpicos, macro-casinos, expos,
rascacielos). Estos proyectos siempre subvencionan, con dinero
público, una dinámica de acumulación que beneficia a los que ya son
ricos y generan un espacio urbano deplorable para los demás.
La mayoría de vecinas y vecinos preferirían, sin duda, espacios
públicos a escala humana para el disfrute común y cotidiano, mucho más
asequibles y fáciles de mantener, y que mejoren la calidad del aire y el
agua, reduzcan el ruido y el estrés, favorezcan las relaciones
sociales, y no dejen una mella en las arcas públicas: parques, huertos
urbanos, zonas verdes y peatonales, bibliotecas y centros sociales, etc.
Espacios donde la comunidad pueda encontrarse, sin necesidad de gastar y
consumir, para jugar, enamorarse, charlar, hacer ejercicio o aprender y
enseñar taichí, yoga, permacultura, carpintería, reparación de
electrodomésticos, etc.
No nos podemos permitir a los ricos alimentando sus excentricidades,
megalomanías y porfolios financieros a costa del bienestar social y
ecológico. Que no nos engañen, los que sufren las consecuencias más
dolorosas del sistema capitalista perverso no son la causa del problema,
sino sus víctimas. Equivocarnos al identificar las causas de nuestro
malestar tiene el contraproducente efecto de enfrentar a los oprimidos
y, en consecuencia, fortalecer al opresor. Centrarnos en las causas de
los problemas, y no solo en sus síntomas, es el primer paso para
intentar crear un sistema socialmente deseable, económicamente estable y
ecológicamente viable.
(Tomado de El Salmón Contracorriente)
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