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Hoy es un
hecho científicamente reconocido que los cambios climáticos, cuya
expresión mayor es el calentamiento global, son de naturaleza
antropogénica, con un grado de seguridad del 95%. Es decir, tienen su
génesis en un tipo de comportamiento humano violento con la naturaleza.
Este comportamiento no está en sintonía con los ciclos y ritmos de la naturaleza.
El ser humano no se adapta a la naturaleza sino que la obliga a
adaptarse a él y a sus intereses. El mayor interés, dominante desde hace
siglos, se concentra en la acumulación de riqueza y de beneficios para
la vida humana a partir de la explotación sistemática de los bienes y
servicios naturales, y de muchos pueblos, especialmente, de los
indígenas.
Los países que hegemonizan este proceso no han dado la
debida importancia a los límites del sistema-Tierra. Continúan
sometiendo a la naturaleza y la Tierra a una verdadera guerra, a pesar de que saben que serán vencidos.
La forma como la Madre Tierra
demuestra la presión sobre sus límites intraspasables es mediante los
eventos extremos (prolongadas sequías por un lado y crecidas
devastadoras por otro; nevadas sin precedentes por una parte y oleadas
de calor insoportables por otra).
Ante tales eventos, la Tierra ha
pasado a ser el claro objeto de la preocupación humana. Las numerosas
COPs (Conferencia de las Partes), organizadas por la ONU nunca llegaban a
una convergencia. Solamente en la COP21
de París, realizada del 30 de noviembre al 13 de diciembre de 2015 se
llegó por primera vez a un consenso mínimo, asumido por todos: evitar
que el calentamiento supere los 2 grados Celsius. Lamentablemente esta
decisión no es vinculante. Quien quiera puede seguirla, pero no existe
obligatoriedad, como lo mostró el Congreso norteamericano que vetó las
medidas ecológicas del presidente Obama. Ahora el presidente Donald
Trump las niega rotundamente como algo sin sentido y engañoso.
Va
quedando cada vez más claro que la cuestión es antes ética que
científica. Es decir, la calidad de nuestras relaciones con la
naturaleza y con nuestra Casa Común no eran ni son adecuadas, más bien son destructivas.
Citando al Papa Francisco en su inspiradora encíclica Laudato Si: sobre el cuidado de la Casa Común (2015): «Nunca hemos maltratado y lastimado nuestra casa
común como en los últimos dos siglos… estas situaciones provocan el
gemido de la hermana Tierra, que se une al gemido de los abandonados del
mundo, con un clamor que nos reclama otro rumbo» (n. 53).
Necesitamos,
urgentemente, una ética regeneradora de la Tierra, que le devuelva la
vitalidad vulnerada a fin de que pueda continuar regalándonos todo lo
que siempre nos ha regalado. Será una ética del cuidado, de respeto a
sus ritmos y de responsabilidad colectiva.
Pero no basta una
ética de la Tierra. Es necesario acompañarla de una espiritualidad. Ésta
hunde sus raíces en la razón cordial y sensible. De ahí nos viene la
pasión por el cuidado y un compromiso serio de amor, de responsabilidad y
de compasión con la Casa Común, como por otra parte viene expresado al final de la encíclica del obispo de Roma, Francisco.
El conocido y siempre apreciado Antoine de Saint-Exupéry, en un texto póstumo escrito en 1943, Carta al General “X” afirma con gran énfasis: «No hay sino un problema, sólo uno: redescubrir que hay una vida del espíritu que es todavía más alta que la vida de la inteligencia, la única que puede satisfacer al ser humano» (Macondo Libri 2015, p. 31).
En otro texto, escrito en 1936 cuando era corresponsal de Paris Soir durante la guerra de España, que lleva como título Es preciso dar un sentido a la vida, retoma la vida del espíritu.
En él afirma: «el ser humano no se realiza sino junto con otros seres
humanos en el amor y en la amistad. Sin embargo los seres humanos no se
unen sólo aproximándose unos a otros, sino fundiéndose en la misma
divinidad. En un mundo hecho desierto, tenemos sed de encontrar
compañeros con los cuales con-dividir el pan» (Macondo Libri p.20). Al final de la Carta al General “X” concluye: «¡Cómo tenemos necesidad de un Dios!» (op. cit. p. 36).
Efectivamente, sólo la vida del espíritu da plenitud al ser humano. Es un bello sinónimo de espiritualidad, frecuentemente identificada o confundida con religiosidad. La vida del espíritu
es más, es un dato originario y antropológico como la inteligencia y la
voluntad, algo que pertenece a nuestra profundidad esencial.
Sabemos cuidar la vida del cuerpo, hoy una verdadera cultura con tantas academias de gimnasia. Los psicoanalistas de varias tendencias nos ayudan a cuidar de la vida de la psique, para llevar una vida con relativo equilibrio, sin neurosis ni depresiones.
Pero en nuestra cultura olvidamos prácticamente cultivar la vida del espíritu
que es nuestra dimensión radical, donde se albergan las grandes
preguntas, anidan los sueños más osados y se elaboran las utopías más
generosas. La vida del espíritu se alimenta de bienes no
tangibles como el amor, la amistad, la convivencia amigable con los
otros, la compasión, el cuidado y la apertura al infinito. Sin la vida del espíritu divagamos por ahí sin un sentido que nos oriente y que haga la vida apetecible y agradecida.
Una ética de la Tierra no se sustenta ella sola por mucho tiempo sin ese supplément d’ame que es la vida del espíritu. Ella hace que nos sintamos parte de la Madre Tierra a quien debemos amar y cuidar.
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