La Jornada
La masiva depredación sexual perpetrada durante años en Haití por efectivos de los cascos azules
–como se conoce a las fuerzas multinacionales enviadas por la
Organización de las Naciones Unidas (ONU) a países en situación de
guerra–, ampliamente documentada en un reportaje de la agencia Ap,
muestra la otra cara de la moneda de esas misiones militares
pretendidamente humanitarias que dejan un gravísimo saldo de depredación
social y humana en las poblaciones a las que supuestamente deberían
proteger.
Centenares de efectivos de Sri Lanka, Brasil, Uruguay, Jordania,
Bangladesh, Nigeria y Pakistán han abusado de niñas y niños menores de
edad aprovechándose de su hambre o por medio de la fuerza, y han
establecido en sus propias filas redes de explotación sexual. En menos
de una década –de 2004 a 2015– se acumularon unas 150 denuncias por esos
delitos en contra de soldados, mandos y funcionarios civiles de la ONU
destacados en la paupérrima nación caribeña, pero la investigación
señala que muchos de los casos no fueron denunciados por miedo. En su
abrumadora mayoría, los infractores gozan de completa impunidad.
Con todo, la barbarie de cientos de efectivos de la Misión de
Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (Minustah) es sólo la
punta del iceberg de una situación que se ha repetido en Camboya,
Angola, Mozambique, Somalia, Bosnia, Kosovo, Timor, Sierra Leona,
Croacia, Ruanda, Liberia, República Democrática del Congo, Sudán, entre
otros países, y que no se limita a delitos sexuales, sino que incluye,
además, asesinatos, torturas y robos en contra de pobladores locales.
Un dato particularmente exasperante es que esta clase de infracciones por los
cuerpos de pazes conocida desde hace cinco lustros. En 1993 la organización African Rights publicó un documento titulado Abuses by the United Nation Forces, en el que se daba cuenta de diversas atrocidades cometidas en varios países de ese continente por soldados belgas, canadienses, noruegos e italianos, y en 2005 The Washington Post publicó un extenso reportaje sobre las kidogo usharatis (pequeñas prostitutas), niñas congolesas que eran sexualmente explotadas por los cascos azules destacados en la localidad de Bunia.
Ante las denuncias, las instancias de poder se lavan las
manos: la Secretaría General de la ONU carece de autoridad para procurar
justicia en delitos cometidos por cascos azules y los
gobiernos que los envían encubren y protegen, por norma, a los
delincuentes. En suma, los vacíos de la legalidad internacional se
convierten en un caldo de cultivo para la impunidad de los depredadores y
en un ámbito de absoluto desamparo para los habitantes que debieran ser
protegidos por ellos. Para colmo, estas fuerzas extranjeras suelen ser
desplegadas en circunstancias nacionales de ingobernabilidad, vacío de
poder y colapso institucional, por lo que el país al que llegan tampoco
puede garantizar ninguna forma de prevención y menos de justicia.
Es urgente que los estados miembros de la ONU se planteen como
prioridad el establecimiento de un marco legal y de instancias de
justicia que prevengan y sancionen prácticas tan indignantes como las
referidas. De otra manera, acabarán por desaparecer la credibilidad y la
eficacia –de por sí cuestionadas y cuestionables– de los cascos azules.
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