La Jornada
La salida de
Venezuela de la Organización de los Estados Americanos (OEA) deja a ese
foro internacional sin dos países que, por diversas razones, han tenido
un gran peso en la historia del continente. Hace 55 años el organismo
expulsó a Cuba de sus filas con el argumento revelador de que
la adhesión de cualquier miembro de la OEA al marxismo leninismo es incompatible con el Sistema Interamericano. Se evidenciaba así, desde entonces, que ese
sistema interamericanoera –y sigue siendo– un aparato decontrol político e ideológico al servicio de Washington en su confrontación con el bloque del Este y un instrumento para alinear a los gobiernos del hemisferio en el bando occidental de la guerra fría.
Es inevitable recordar que la OEA, que actúa en nombre de la
democracia sólo cuando así conviene a los intereses estadunidenses y de
las oligarquías locales latinoamericanas, no hizo nada significativo
para, al menos, atenuar las atrocidades de dictadores como Rafael
Leónidas Trujillo (República Dominicana) o Anastasio Somoza (Nicaragua),
calló cuando un gobierno legítimo y electo fue derribado en Guatemala
mediante una maquinación de la Agencia Central de Inteligencia (CIA,
1954), no movió un dedo cuando diversas democracias sudamericanas fueron
demolidas en los años 70 del siglo pasado por el surgimiento de
sangrientas dictaduras militares (Uruguay, Bolivia, Chile y Argentina)
que, en no pocos casos, fueron impulsadas desde la Casa Blanca, el
Departamento de Estado y el Pentágono. En épocas más recientes, el
organismo panamericano fue incapaz de hacer algo para impedir un golpe
de Estado en Honduras o para denunciar las conspiraciones parlamentarias
que depusieron a los mandatarios Fernando Lugo, de Paraguay (2012) y
Dilma Rousseff, de Brasil (2016).
A este historial deplorable se suma ahora la inopinada
beligerancia del actual secretario general de la OEA, el uruguayo Luis
Almagro, quien lejos de contribuir a una solución pacífica a la crisis
que vive Venezuela, ha atizado el conflicto, se ha colocado sin pudor
alguno como activo promotor de uno de los bandos en la disputa política e
institucional y ha convertido a la organización que encabeza en un
ariete diplomático en contra del gobierno de Nicolás Maduro.
Con esos antecedentes y en tales circunstancias no es extraño que
Caracas haya decidido abandonar la organización y recurrir, en cambio, a
la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), un foro
más equilibrado del que están excluidos Estados Unidos y Canadá, y del
que, por consiguiente, puede esperarse una acción más constructiva y
propicia en el espíritu de superar la fractura venezolana por medio del
diálogo y la coadyuvancia diplomática.
Con la expulsión de Cuba en 1962, perdió la OEA. Eso quedó demostrado
cuando años más tarde (2009), el organismo invitó al país caribeño a
reincorporarse y La Habana rechazó el llamado. Ahora, la salida
voluntaria de Venezuela acentúa el deterioro y el descrédito de una
instancia internacional que nunca supo estar a la altura de lo que sus
integrantes latinoamericanos habrían podido esperar de ella y que, desde
su fundación (1948) hasta la fecha, ha dado sobrado fundamento a su
descripción popular: el ministerio de colonias de Estados Unidos.
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