El lugar de las fuerzas armadas de Estados Unidos
TomDispatch
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García |
¿De la disuasión al fin del mundo?
Introducción de Tom Engelhardt
Salteemos
lo obvio. Dejemos a un lado, por ejemplo, que la decisión de Donald
Trump de lanzar 59 misiles de crucero Tomahauwk contra una base aérea
siria solo es otra demostración de lo que ya sabíamos: que las acciones
bélicas son ahora la prerrogativa –y solo la prerrogativa– del
presidente (o de los comandantes militares a quienes Trump ha dado más
autoridad para actuar por su cuenta). ¿Verificaciones, contrapesos? En
estos días, las únicas verificaciones escritas son las del Pentágono y
“contrapeso” es un concepto que solo aplica a la gimnasia.
Mientras
tanto, Donald Trump ha aprendido que cada derrota importante en el
frente interno, cada intriga palaciega que haría ruborizar a un zar,
puede resolverse... bueno, dejando caer 59 misiles de crucero –o su
equivalente– en algún sitio remoto para salvar a los “hermosos niños”
(olvidémonos de los niños que “sus” generales han estado matando).
Dispara los misiles, envía los agresores, despacha los aviones, y
conseguirás que todo aquel a quien destrozaste con tus tweets
–incluyendo a Hillary, John, Nancy, Marco y Chuck te aplauda y elogie lo
que tú haces–. A ellos se unirá la derecha oficial (aunque no la
extraoficial), mientras los neocons y sus colegas te saludarán como el
Churchill del siglo XXI. O al menos, todo esto será verdad hasta que
deje de serlo (conversa sobre esto con George W. Bush y con Barack
Obama); hasta el día después; hasta, ya sabes, el momento que hemos
vivido tantas veces en los últimos 15 años de guerras estadounidenses,
el momento en que de repente se hace patente (una vez más) que las cosas
están yendo realmente mal.
En tanto esperamos, he
aquí una sugerencia que viene a mi mente mientras leo las últimas
reflexiones del colaborador habitual de TomDispatch, el teniente
coronel de la Fuerza Aérea de Estados Unidos William Astore sobre el
complejo militar-industrial en la era Trump: ¿no es tiempo acaso de
darle el patrocinio corporativo de la guerra? Después de todo, hoy en
día es difícil encontrar en la vida civil un objeto, un edificio, un
museo, un estadio o un acontecimiento que no exhiba por todas partes
–fuera y dentro– el nombre de su patrocinante corporativo. Por ejemplo,
en la ciudad donde vivo el equipo de baseball de los New York Mets juega
en el campo Citi, y el equipo de fútbol de los Giants y Jets hacen lo
propio en el estadio MetLife. Teniendo en cuenta el papel que desempeñan
los colosos de lo industria armamentística de Estados Unidos en
nuestras guerras y la sorprendentemente exitosa forma de dar a conocer
su mercadería en todo el planeta, ¿no es tiempo de que los cada vez más
grandes poderes bélicos del comandante en jefe sean traducidos en una
versión militar de patrocinio?
¿No debería acaso
dársele el debido mérito a Raytheon, el fabricante de los 59 misiles que
hace poco utilizó Donald Trump, de modo que la cobertura mediática del
ataque pudiera hablar de ‘la molienda siria Raytheon Tomahawk’? ¿No
debería acaso el próximo conjunto de ataques con drones en Yemen ser
llamado ‘la cosecha del Reaper MQ-9 de General Atomics’? ¿No deberían
acaso los futuros ataques con los sistemas de armas más caros de este –y
cualquier otro– planeta ser rotulados ‘asalto conjunto del Caza
Lockheed F-35 Lightning’? Estamos en una nueva era de realce
corporativo. ¿No es tiempo ya de que la guerra se adapte a ella y de que
al complejo industrial-militar se le conceda el crédito que tanto
merece?
--ooOoo--
Las fuerzas armadas de Estados Unidos primero y segundo y tercero
¿Qué
aspecto tiene la política exterior “Estados Unidos primero” bajo el
gobierno de Donald Trump? Para empezar, olvidemos el antiguo rótulo del
‘aislacionismo’. Después de los primeros 100 días de Trump, esa política
se parece más a una llamada “las fuerzas armadas primero”, cuyo
objetivo sería conseguir la hegemonía mundial, lo que significa que se
trata de una máquina que quizá precipite la catástrofe total.
El
candidato Trump juró que reforzaría de tal manera las fuerzas armadas de
Estados Unidos que ya no tendría necesidad de utilizarlas, dado que
nadie se atrevería a atacarnos... en una palabra; la disuasión. La
realidad sobre el terreno (o en el aire) es muy diferente. Los generales
del presidente Trump han comenzado a quitar el freno a esas fuerzas
armadas de un modo que la administración Obama, muy poco tímida cuando
se trató de bombardear o intervenir, que considera excesivo y arriesgado
para los civiles. La semana pasado, 59 misiles de crucero
estadounidenses (a un costo de 60 millones de dólares) golpearon una
base aérea de Siria, un despilfarro de respuesta a un ataque con armas
químicas realizado en ese país que podría llevar a una todavía mayor
intensificación bélica. Mientras tanto, están a punto de venderse armas a
las monarquías sunníes del golfo Pérsico con total despreocupación por
la violación de los derechos humanos; así, se proporcionará a los
saudíes aún más apoyo por el que claman para seguir su devastadora
guerra contra los civiles de Yemen. Sin duda alguna, una escalada en las
intervenciones militares en todo el Gran Oriente Medio está sobre la
clásica “mesa” de Washington donde –supuestamente– se tienen en cuenta
“todas las opciones”.
La mayoría de los estadounidenses cree que
la intención de las fuerzas armadas de Estados Unidos es disuadir e
impedir que se produzcan ataques en territorio estadounidense, sobre
todo aquellos organizados por el “terrorismo islámico”. De hecho,
vendido como disuasivo, de repente el sistema de la seguridad nacional
de Washington se ha mostrado como algo que se parece cada vez más a un
dispositivo para la guerra permanente. Impulsiva y grandilocuentemente e
ignorando lo principios básicos de la estrategia militar, su actual
comandante en jefe ha sido habilitado por sus belicosos asesores y el
equipo al que él llama “mis generales”, quienes sueñan con una
asignación presupuestaria de ilimitado crecimiento (ni siquiera la
promesa de Trump de 54.000 millones de dólares para incrementar el gasto
del Pentágono en el próximo año fiscal fue suficiente para algunos
altos jefes militares).
Las realidades de la nueva era triunfal de Trump
Bienvenidos
a la nueva era triunfal de Trump. En realidad no tiene nada que ver con
terminar alguna guerra sino con el ejercicio pleno de la situación de
“potencia mundial de alcance global” al mismo tiempo que se venden
montañas de armamento. Esto promete extender o prolongar el caos en
Iraq, Yemen y –posiblemente– Irán, entre otros países. En el Gran
Oriente Medio las acciones bélicas conducidas por Estados Unidos han
producido a un desmembramiento de Iraq que está rompiendo las costuras.
Los ataques estadounidenses con drones y el apoyo a una incesante
campaña aérea de Arabia Saudí están poniendo a Yemen al borde de la
hambruna. Siria sigue siendo un desastre humanitario, desgarrada por una
guerra aunque se han desplegado allí más soldados estadounidenses (el
Pentágono no especifica cuántos y en cambio nos dice que está centrado
en la “capacidad” antes que en las botas sobre el terreno). Más hacia el
este, la eterna guerra de Afganistán está –en la jerga del Pentágono–
“paralizada”, lo que quiere decir que en realidad el Talibán está
ganando terreno mientras las nuevas acciones de Washington amenazan ser
un viaje a ninguna parte. Si miramos hacia el oeste o hacia el sur,
África es el último campo de juego de la comunidad de unidades
estadounidenses de operaciones especiales mientras la administración
Trump se prepara para, entre otras cosas, actuar en Somalia.
Para
Trump y sus generales, un enfoque “Estados Unidos primero” a esta
suerte de problemas en realidad significa poner a las fuerzas armadas en
el primero, segundo y tercer lugar. A esto ayuda el hecho de que son
incapaces de imaginar que las acciones de esas fuerzas armadas puedan
ser desestabilizadoras (un posible titular futuro: “Para salvarla, Trump
destruye Siria”). Por ejemplo, según el general Joseph Votel, jefe del
Comando Central de Estados Unidos, el país de Oriente Medio que “plantea
la mayor amenaza de desestabilización en el largo plazo” es Irán, una
impresión que es compartida por el general retirado James Mattis,
secretario de Defensa.
Puede usted disculpar a los iraníes, a los
rusos y a los chinos, por pensar diferente. Para ellos, Estados Unidos
es claramente la mayor entidad desestabilizadora del mundo. Si usted
fuese chino o ruso o un musulmán chií, ¿qué otra percepción podría tener
de las actividades de las fuerzas armadas de Estados Unidos?
* ¿Expansionistas? Acertó.
* ¿Consagradas a la dominación mediante un colosal gasto Militar y un intervencionismo a escala global? Acertó.
*
¿Comprometidas en una hegemonía económica e ideológica por medio de
poderosos intereses en la banca y las finanzas que tratan de controlar
los mercados internacionales invocando su “libertad”? Acertó.
Si
bien resulta desagradable, ¿no sería esta una evaluación lógica? Para
muchas personas ajenas a la situación, los líderes estadounidenses
parecen los principales entrometidos armados (y traficantes de armas),
una percepción respaldada por acciones militares en alza y el desplome
de la diplomacia bajo Trump. Importantes recortes presupuestarios en el
departamento de Estado, al mismo tiempo que se aumenta –una vez más– la
asignación de dinero para el Pentágono. Para los observadores de fuera,
las ambiciones de Washington son claras: dominación global, lograda y
reforzada por esas “tan, tan, poderosas” fuerzas armadas que según el
candidato Trump, jamás tendría que utilizar, pero ya está utilizando con
entusiasmo, por no decir desenfreno.
Nunca subestimes el poder del complejo militar-industrial
¿Por
qué la política “Estados Unidos primero” formulada por Trump desemboca
en la de ‘las fuerzas armadas primero’? ¿Por qué el presupuesto del
Pentágono, junto con el de las operaciones militares reales, aparece en
el momento Trump?
Hace más de medio siglo, el sociólogo C. Wright
Mills dio algunas respuestas que siguen siendo tan actuales como las
noticias de esta mañana. En su ensayo La elite del poder*,
diseccionó el “triángulo de poder” de la sociedad estadounidense. En
ella estaban, explicó, los líderes corporativos, los más altos jefes
militares y los políticos; todos ellos trabajando de consuno, pero
también de un modo que fusionaba las agendas corporativas con los
designios de las fuerzas armadas. Esa combinación, sugería Mills, estaba
degradando la capacidad de los políticos de moderar y controlar las
exigencias corporativo-militares (en el supuesto de que estos siempre
quieren intentarlo).
“El orden de las fuerzas armadas [de
Estados Unidos]”, escribió Mills, “que una vez había sido un estamento
menor [funcionando] en un contexto de desconfianza del sector civil, se
ha convertido en la parte más importante y dispendiosa del Estado;
detrás de sus sonrientes oficiales de relaciones públicas está la oscura
y tosca eficiencia de una enorme y descontrolada burocracia. El sector
de mando de las fuerzas armadas ha adquirido una decisiva relevancia
política y económica. La amenaza aparentemente permanente de las fuerzas
armadas les concede un valor suplementario; en estos momentos,
prácticamente todas las acciones políticas y económicas son juzgadas en
términos de las definiciones militares de la realidad.”
Para él,
el peligro era bastante sencillo: “la relación entre el poder militar y
el sector corporativo es del tipo simbiótico: en ella, ambos términos se
refuerzan mutuamente. El hombre o mujer meramente políticos acaban
subordinados a ellos. No es el político partidario sino el ejecutivo
corporativo el que más probablemente se siente con los militares para
responder a la pregunta: ¿qué debe hacerse?”.
Pensemos en la
composición de la administración Trump, una cuadrilla de milmillonarios y
multimillonarios. Su secretario de Estado, el ex jefe ejecutivo de
ExxonMovil Rex Tillerson, es posible que no tenga mucho de diplomático.
Ciertamente, parece escasamente interesado en los consejos que pueda
darle el personal de carrera del departamento de Estado, sin embargo
conoce bien los caminos que llevan a las salas de junta corporativas.
Tanto el asesor de Trump en materia de seguridad nacional como sus
secretarios de Defensa y Seguridad Interior son generales en servicio o
retirados hace muy poco tiempo. Por cierto, en el círculo íntimo de
Trump, los ejecutivos corporativos se sientan codo a codo con los altos
jefes militares para decidir qué es lo que se hará.
Muy pronto
después de que Mills publicara su profética crítica de la elite del
poder en Estados Unidos, el presidente Dwight D. Eisenhower advirtió del
cada vez más peligroso complejo militar-industrial. Desde entonces, el
complejo Ike no ha hecho más que extenderse. Con la creación, después
del 11-S, del departamento de Seguridad Nacional y algunas agencias de
inteligencia más (el último recuento dice que las más importantes ya son
17), el complejo continúa creciendo sin control ciudadano alguno. Su
posición dominante en la estructura del Estado es prácticamente
incuestionable. Metafóricamente hablando, es quien reina en Capitol
Hill.
Es posible que el candidato Trump se haya quejado del
despilfarro de billones de dólares en los últimos conflictos bélicos,
invasiones y ocupaciones en el extranjero, pero muchas de las
corporaciones estadounidenses se beneficiaron de esos “cambios de
régimen”. Después de convertir en ruinas a países como Iraq, es posible
rearmarlos. Y si no se les vende armas o se reconstruye sus destruidas
infraestructuras, es posible explotar sus recursos. Las aparentemente
interminables guerras de Iraq y Afganistán son la demostración de lo que
acontece cuando los intereses corporativos se mezclan con los
imperativos de las fuerzas armadas.
Aunque tanto Mills como
Eisenhowr advirtieron acerca de esa evolución, incluso ellos se habrían
asustado ante el Estados Unidos de 2017. Hoy por hoy, las fuerzas
armadas profesionales posteriores al servicio militar obligatorio, es
decir, las integradas exclusivamente por “voluntarios”, se han
transformado en algo notablemente alejado –si no divorciado– de la
población, una separación que se agrava por el actual culto al guerrero
entre los soldados rasos. Los estadounidenses no solo están cada vez más
desligados de “sus” soldados sino también de las guerras de Estados
Unidos. Esas guerras siguen siendo libradas sin una declaración formal
de guerra del Congreso y casi sin su supervisión. Si combinamos esto con
la decisión del Tribunal Supremo llamada Citizens United, que traslada
dinero directamente de las corporaciones al activismo político, y
tenemos cada vez más el sistema de gobierno del 1 por ciento en el que
un presidente milmillonario está al frente del gabinete más rico de la
historia de este país en la que hoy es la capital de la guerra al mismo
tiempo que el nexo corporaciones-fuerzas armadas –en continua expansión–
da forma al más funesto de los temores de Mills y Eisenhower.
En
estos momentos, la descontrolada maquinaria militar de Estados Unidos
tiene muy poco que ver con la disuasión y mucho con la continuación de
un estado de guerra permanente. Combinemos todo esto y tenemos la
fórmula para el desastre.
Disuadiendo nuestro camino al fin del mundo
¿Quién
puso el petróleo de Estados Unidos debajo de esos desiertos de Oriente
Medio? Esta era la pregunta que los manifestantes contra la guerra con
un poco de humor negro coreaban antes de la invasión de Iraq. Según la
muy citada opinión de Trump, Estados Unidos debería haberse hecho con el
petróleo iraquí una vez consumada la invasión de 2003. Sencillamente,
dijo lo que muchos estadounidenses creían y lo que varias empresas
petrolera multinacionales estaban tratando de hacer.
Pensemos en
la difícil situación del ex presidente Jimmy Carter. Hace cerca de 40
años, instó a los estadounidenses a que moderaran sus apetitos,
empezaran a ahorrar energía y se libraran de una paralizante dependencia
del petróleo extranjero y el desenfrenado consumo de bienes materiales.
Después de que algunas críticas calificaron su discurso de “enfermizo”,
Carter cambió radicalmente de postura, aumentó el gasto militar y
estableció la Doctrina Carter para proteger el crudo del golfo Pérsico
por constituir un interés nacional vital de Estados Unidos. De todos
modos, el pueblo estadounidense respondió eligiendo a Ronald Reagan. Y
siguió disfrutando de un estilo de vida basado en el consumismo que
devora aproximadamente el 25 por ciento de la producción mundial de
combustibles fósiles (cuando apenas representa el 3 por ciento de la
población global), y los entendidos de la Casa Blanca están trabajando
febrilmente para abrir aun más grifos de combustible en el mundo.
Billones de dólares están en juego.
Asombra poco que, al llegar a
presidente, Trump se apresurara a urgir la construcción de nuevos
oleoductos –que el presidente Obama había retrasado o rechazado– al
mismo tiempo que destrozaba las protecciones ambientales relacionadas
con la extracción de combustibles fósiles. La aceleración de la
producción nacional y la cooperación de los saudíes –la reciente
prohibición de entrada de musulmanes al territorio estadounidense se
salteó cuidadosamente a un país del que provenían 15 de los 19
terroristas de los ataques del 11-S– harán que continúe el flujo de
petróleo, el crecimiento de los beneficios económicos y el aumento del
nivel del mar en el mundo.
Aquí va una información puntual: las
fuerzas armadas de Estados Unidos, ellas solas, consumen más
combustibles fósiles que toda Suecia. En relación con el consumo de
energía, nuestras fuerzas armadas están en el segundo lugar de una lista
en la que solo están ellas.
Con sus enormes reservas de crudo,
Oriente Medio continúa siendo el caldo de cultivo de las actuales
guerras por los recursos, como también de los conflictos religiosos y
étnicos, todo ello exacerbado por el terrorismo y los desestabilizadores
ataques de las fuerzas armadas de Estados Unidos. En estas
circunstancias, cuando hablamos de un futuro desastre global es fácil
imaginar que el Oriente Medio de hoy podría ser el equivalente de los
Balcanes de la infamia que fue la Primera Guerra Mundial.
Si
Gavrilo Princip**, el terrorista serbio de la “Mano negra” que actuaba
en una muy disputada y desgarrada región, pudo incendiar el mundo en
1914, ¿por qué no podría hacerlo un terrorista del Daesh un siglo
después? Pensemos en las innumerables líneas de fractura que hoy existen
en esa región y en las potencias en ellas implicadas, entre otras
Rusia, Turquía, Irán, Israel, Arabia Saudí y Estados Unidos, todas ellas
ostensiblemente trabajando juntas para combatir al terrorismo aunque
cada una se posiciona para maximizar su propia ventaja y menoscabar las
del resto. En esas circunstancias, una sacudida política seguida de un
sismo geopolítico –aunque indeseable– parece posible. Y si no fuera un
sismo provocado por el Daesh seguido por un terremoto mayor en Oriente
Medio, en un mundo cada vez más tenso no escasean otras posibles líneas
de fractura –desde una respuesta a las bravuconadas de una belicosa
Corea del Norte hasta un enfrentamiento por la islas artificiales
construidas por los chinos en el mar Meridional de China.
Como
historiador, he pasado mucho tiempo estudiando las fuerzas armadas de
Alemania durante el siglo XX. En los años en los que se preparaba la
Primera Guerra Mundial, Alemania estaba emergiendo como la superpotencia
de la época, si bien –paradógicamente– se veía a sí misma cada vez más
rodeada de enemigos, una nación circundada y oprimida. El temor de sus
líderes se centraba especialmente en la emergente Rusia. Este temor les
impulsaba a lanzar una ataque preventivo contra ese país (hay que
reconocer que en 1914, el primer país atacado por Alemania fue Francia,
pero esa es otra historia). Esa increíblemente peligrosa y costosa
guerra, desencadenada en los Balcanes, fue un desastroso fracaso; aun
así, 25 años más tarde, sería repetida a un nivel horriblemente mayor.
Las consecuencias: decenas de millones de muertos en todo el planeta y
una derrota total que puso un punto final a las aspiraciones alemanas de
dominación mundial. Las fuerzas armadas alemanas, elogiadas por sus
jefes como las “mejores del mundo” y vendidas a su pueblo como una
fuerza disuasoria, durante esas dos contiendas mundiales se
transformaron en una maquinaria para el fin del mundo que desangró a su
país al mismo tiempo que procedía a la destrucción de importantes partes
del planeta.
Hoy, del mismo modo, las fuerzas armadas de Estados
Unidos se elogian ellas mismas como las “mejores del mundo”; incluso se
sienten rodeadas de poderosas amenazas (China, Rusia, la nuclearizada
Corea del Norte, y el terrorismo mundial, para comenzar la lista).
Vendidas –durante la Guerra Fría– al pueblo estadounidense como una
fuerza de disuasión, un baluarte de estabilidad frente el efecto dominó
del comunismo, hoy en día se han transformado en una fuerza capaz de
provocar su propia caída.
Recordemos que la administración Trump
ha revalidado el objetivo de Estados Unidos de poseer una abrumadora
supremacía nuclear. Esto requiere un “nuevo enfoque” de Corea del Norte y
su programa de armas nucleares (más allá de lo que eso pueda
significar, nada tiene que ver con la diplomacia). Sin preocuparse por
la acumulación ni por lo arriesgado de su política, Washington continúa
diseminado armas –es el mayor traficante de armas del siglo XXI por un
amplio margen– y caos en todo el mundo como parte de la “guerra contra
el terror” y las vende como la única forma de “ganar”.
En mayo
de 1945, cuando cayó el telón sobre las últimas boqueadas de la
dominación mundial de Alemania, el mundo tenía la fortuna de ser ajeno a
las armas nucleares. Ahora es distinto. De ser algo, el mundo de hoy
está excesivamente dotado de máquinas que pueden acabar con él; desde
los artilugios nucleares hasta las emisiones de gases de efecto
invernadero que provocan el calentamiento global.
Por eso es de
vital importancia darnos cuenta de que las políticas de “Estados Unidos
primero” no son otra cosa que el viejo y conocido aislacionismo del
siglo XX; que su discurso de “volver a ganar” es la receta que garantiza
guerras prolongadas creadoras de más caos y más países fracasados en el
Gran Oriente Medio e incluso más allá; y que una de por sí peligrosa
política de disuasión propia de la Guerra Fría, sea contra ataques
convencionales o nucleares, podría haberse convertido en una máquina de
eternización de la guerra que lograría –dada la belicosidad de Trump–
conducirnos hacia algo semejante al fin del mundo.
O, planteada
de otra manera, piense el lector en esto: en este momento, ¿es el
norcoreano Kim Jong-un el único líder inestable con trastornadas
ambiciones nucleares que actúa en el escenario mundial?
* Fondo de Cultura Económica de España, 1957. (N. del T.)
**
El 28 de junio de 1914, Gavrilo Princip asesinó en Sarajevo al
archiduque Ferdinando de Austria y a su esposa. Este hecho fue el
comienzo de una sucesión de acontecimientos que acabarían desencadenando
la Primera Guerra Mundial. (N. del T.)
William Astore es teniente coronel retirado de la fuerza aérea de Estados Unidos y profesor de historia; colabora habitualmente en TomDispatch. Su blogs es Bracing Views.
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