Raúl Zibechi
La desarticulación
geopolítica global se traduce en nuestro continente latinoamericano en
una creciente ingobernabilidad que afecta a los gobiernos de todas las
corrientes políticas. No existen fuerzas capaces de poner orden en cada
país, ni a escala regional ni global, algo que afecta desde las Naciones
Unidas hasta los gobiernos de los países más estables.
Uno de los problemas que se observan sobre todo en los medios, es que
cuando fallan los análisis al uso se apela a simplificaciones del
estilo:
Trump está loco, o conjeturas similares, o se lo tacha de
fascista(que no es una simple conjetura). Apenas adjetivos que eluden análisis de fondo. Bien sabemos que la
locurade Hitler nunca existió y que representaba los intereses de las grandes corporaciones alemanas, ultra racionales en su afán de dominar los mercados globales.
Del lado del pensamiento crítico sucede algo similar. Todos los
problemas que afrontan los gobiernos progresistas son culpa del
imperialismo, las derechas, la OEA y los medios. No hay voluntad para
asumir los problemas creados por ellos mismos, ni la menor mención a la
corrupción que ha alcanzado niveles escandalosos.
Pero el dato central del periodo es la ingobernabilidad. Lo que viene
sucediendo en Argentina (la resistencia tozuda de los sectores
populares a las políticas de robo y despojo del gobierno de Mauricio
Macri) es una muestra de que las derechas no consiguen paz social, ni la
tendrán por lo menos en el corto/mediano plazos.
Los trabajadores argentinos tienen una larga y rica experiencia de
más de un siglo de resistencia a los poderosos, de modo que saben cómo
desgastarlos, hasta derribarlos por las más diversas vías: desde
insurrecciones como la del 17 de octubre de 1945 y la del 19 y 20 de
diciembre de 2001, hasta levantamientos armados como el Cordobazo y varias decenas de motines populares.
En Brasil la derecha pilotada por Michel Temer tiene enormes
dificultades para imponer las reformas del sistema de pensiones y
laboral, no sólo por la resistencia sindical y popular sino por el
quiebre interno que sufre el sistema político. La deslegitimación de las
instituciones es quizá la más alta que se recuerda en la historia.
El economista Carlos Lessa, presidente del BNDES con el primer
gobierno de Lula, señala que Brasil ya no puede mirarse al espejo y
reconocerse como lo que es, perdido el horizonte en el marasmo de la
globalización (goo.gl/owd24y).
El aserto de este destacado pensador brasileño puede aplicarse a los
demás países de le región, que no pueden sino naufragar cuando las
tormentas sistémicas acechan. En los hechos, Brasil atraviesa una fase
de descomposición de la clase política tradicional, algo que pocos
parecen estar comprendiendo. Lava Jato es un tsunami que no dejará nada
en su sitio.
El panorama que ofrece Venezuela es idéntico, aunque los actores
ensayen discursos opuestos. De paso, decir que atender a los discursos
en plena descomposición sistémica tiene escasa utilidad, ya que sólo
buscan eludir responsabilidades.
Decir que la ingobernabilidad venezolana se debe sólo a la
desestabilización de la derecha y el imperio, es olvidarse que en la
prolongada erosión del proceso bolivariano participan también los
sectores populares, mediante prácticas a escala micro que desorganizan
la producción y la vida cotidiana. ¿O acaso alguien puede ignorar que el
bachaqueo (contrabando hormiga) es una práctica extendida entre los sectores populares, incluso entre los que se dicen chavistas?
El sociólogo Emiliano Terán Mantovani lo dice sin vueltas: caos,
corrupción, desgarro del tejido social y fragmentación del pueblo,
potenciados por la crisis terminal del rentismo petrolero (goo.gl/DW8wkQ).
Cuando predomina la cultura política del individualismo más feroz, es
imposible conducir ningún proceso de cambios hacia algún destino
medianamente positivo.
En suma, el panorama que presenta la región –aunque menciono tres
países el análisis puede, con matices, extenderse al resto– es de
creciente ingobernabilidad, más allá del signo de los gobiernos, con
fuertes tendencias hacia el caos, expansión de la corrupción y
dificultades extremas para encontrar salidas.
Tres razones de fondo están en la base de esta situación crítica.
La primera es la creciente potencia, organización y movilización de
los de abajo, de los pueblos indios y negros, de los sectores populares
urbanos y los campesinos, de los jóvenes y las mujeres. Ni el genocidio
mexicano contra los de abajo ha conseguido paralizar al campo popular,
aunque es innegable que afronta serias dificultades para seguir
organizando y creando mundos nuevos.
La segunda es la aceleración de la crisis sistémica global y la desarticulación geopolítica, que pegó un salto adelante con el Brexit,
la elección de Donald Trump, la persistencia de la alianza Rusia-China
para frenar a Estados Unidos y la evaporación de la Unión Europea que
deambula sin rumbo. Los conflictos se expanden sin cesar hasta bordear
la guerra nuclear, sin que nadie pueda imponer cierto orden (aún injusto
como el orden de posguerra desde 1945).
La tercera consiste en la incapacidad de las élites regionales de
encontrar alguna salida de largo aliento, como fue el proceso de
sustitución de importaciones, la edificación de un mínimo estado del
bienestar capaz de integrar a algunos sectores de los trabajadores y
cierta soberanía nacional. Sobre este trípode se estableció la alianza
entre empresarios, trabajadores y Estado que pudo proyectar, durante
algunas décadas, un proyecto nacional creíble aunque poco consistente.
La combinación de estos tres aspectos representa la
tormenta perfectaen el sistema-mundo y en cada rincón de nuestro continente. Los de arriba, como dijo días atrás el subcomandante insurgente Moisés, quieren convertir el mundo en
una finca amurallada. Probablemente, porque nos hemos vuelto ingobernables. Tenemos que organizarnos en esas difíciles condiciones. No para cambiar de finquero, por cierto.
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