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martes, 25 de abril de 2017

OEA: aislar y tutelar a Venezuela



Carlos Fazio /II
La Jornada 
Tras ser exhibida la participación orgánica del se­cretario general de la Or­ganización de Estados Ame­ricanos (OEA), Luis Alma­gro, en los planes del Pentágono para desestabilizar Venezuela y aplicar la Carta Democrática Interamericana como coartada para una intervención militar humanitaria, el 10 de junio de 2016 el ex presidente y actual senador uruguayo José Mujica hizo pública una carta que le envió a su ex ministro del Exterior el 18 de noviembre del año anterior, donde le decía que los reiterados hechos le habían demostrado que se había equivocado al apoyarlo en su candidatura a la OEA, y que frente a tus silencios sobre Haití, Guatemala y Paraguay, entiendo que sin decírmelo, me dijiste adiós.
Mujica le enfatizaba a Almagro que había que servir de puente entre todos los venezolanos: Venezuela nos necesita como albañiles, no como jueces, y le advertía que otra vía a la autodeterminación podría tener fines trágicos para la democracia real venezolana. Culminaba su misiva, señalando: Lamento el rumbo por el que enfilaste y lo sé irreversible, por eso ahora formalmente te digo adiós y me despido.
Sobre ese diferendo con Pepe Mujica, Almagro ha guardado silencio. Elípticamente ha dicho que ha sido coherente y que no ha cambiado sus posiciones ni medio milímetro. Durante años militó en el Partido Nacional (o Blanco), y en 1999 se sumó al Movimiento de Participación Popular (MPP), el frente de masas de los tupamaros a la salida de la dictadura militar, donde se fue acercando a las posiciones mujiquistas. No obstante, en su ADN político Almagro nunca dejó de ser blanco. Y tras su llegada a la OEA se ha refugiado en el nacionalismo principista, liberal, y en el respeto a las leyes para reforzar la democracia. El mismo principismo y respeto a las leyes que en enero de 1962 llevaron a los dirigentes del gubernamental Partido Nacional, Benito Nardone y Eduardo Víctor Haedo, a vender el voto de Uruguay al entonces secretario de Estado estadunidense, Dean Rusk, para expulsar a Cuba del organismo.
Entonces, como ahora, Estados Unidos sólo aceptaba la obediencia ciega de los presidentes de los países del área. Con la zanahoria de los recursos de la Alianza para el Progreso de la administración Kennedy, en la conferencia de San Rafael, en Punta del Este, tras varios meses de poner en cuarentena al gobierno de Fidel Castro, Washington logró expulsar a Cuba de la OEA con los mismos medios de persuasión que en el presente: con espionaje, amenazas, sobornos y chantajes. El voto de Haití, bajo la dictadura de Duvalier, costó 15 millones de dólares y un hospital. Y a última hora, después de reunirse con Haedo y Nardone y negociar préstamos y modalidades, mister Rusk consiguió el voto decisivo. Como señaló la prensa de entonces, el gobierno uruguayo vendió el voto del país a cambio de un puñado de dólares en un año electoral (Diario Acción, 31/1/1962).
Ya entonces, la OEA era una farsa jurídica piadosamente aceptada por algunos países y tolerada forzosamente por otros. A diferencia del presente −cuando el presidente Enrique Peña Nieto y su canciller, Luis Videgaray, se han convertido en la punta de lanza de la administración Trump en la OEA para intervenir a Venezuela−, México, representado dignamente por Manuel Tello, fue el único país que no se sometió a los dictados de Washington y siguió manteniendo relaciones diplomáticas con Cuba ­revolucionaria.
En la actualidad, la diplomacia de guerra de Washington al servicio de las corporaciones petroleras ha logrado articular a Almagro con Peña Nieto y Videgaray, quienes han puesto a México como centro de operaciones de la contrarrevolución cubana y venezolana. En la coyuntura, la misión encomendada a Videgaray y al representante mexicano en la OEA, el protagónico Luis de Alba, ha sido desplazar la mesa de diálogo entre el gobierno de Maduro y la opositora Mesa de Unidad Democrática (MUD), auspiciada por la Unasur y el Vaticano –y bajo la observancia de los ex presidentes de Estado y de gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, Leonel Fernández y Martín Torrijos−, y poner en escena lo que Estados Unidos denominó grupo de amigos, como vía para abrir una etapa de tutelaje bajo los parámetros de la OEA, conducente a legitimar una resolución no constitucional y violenta del conflicto interno venezolano, ya sea a través de la guerra financiera o una invasión militar directa bajo disfraz humanitario.
Como dijo la secretaria de Re­laciones Exteriores venezolana, Delcy Rodríguez, recuperando una frase de Julio Cortázar, estamos en la hora de los chacales y las hienas. Los chacales van por el petróleo venezolano y las hienas por lo que sobre del festín.
Respecto a México, según señalaron Lorenzo Meyer, John Saxe-Fernández, Héctor Díaz Polanco y un grupo de intelectuales, ni siquiera el presidente Gustavo Díaz Ordaz −quien asumió la responsabilidad de la matanza de Tlatelolco en 1968− se sometió a los dictados de Washington, y hoy Peña Nieto en lugar de buscar enfrentar la construcción del muro de la ignominia, de manera servil encabeza en la OEA a un grupo de países que de manera sumisa se adhieren al golpeteo de Donald Trump, enemigo declarado de México, contra Venezuela.
El nuevo liderazgo de México en la OEA (Michael Fitzpatrick dixit) se complementa con el papel que Trump ha dado a las fuerzas armadas mexicanas como guardián militar de su patio trasero. Bajo los bastones de mando de la general Lori Robinson y del almirante Kurt Tidd, jefes del los comandos Norte y Sur del Pentágono, respectivamente, este lunes los secretarios de Defensa y de Marina, Salvador Cienfuegos y Francisco Soberón, serán anfitriones en Cozumel de la quinta Conferencia de Seguridad en Centroamérica (sic), con lo que se amplía y consolida el trabajo sucio y servil de México en función de los objetivos geopolíticos de Estados Unidos.

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