Alfredo Serrano Mancilla*
Disculpen el
baile de números. Son 25 elecciones presidenciales en los pasados 15
años en siete países (Venezuela, Bolivia, Uruguay, Nicaragua, Argentina,
Brasil y Ecuador), y sólo una vez, una única vez, la oposición
neoliberal ganó en las urnas. Una de 25; 4 por ciento es el porcentaje
alcanzado por la restauración conservadora cuando se trata de elegir en
las urnas al nuevo presidente en un país gobernado por un proyecto
progresista. Lo logró Mauricio Macri en Argentina en 2015. La única
excepción que confirma la regla. Lo de Brasil no cuenta, porque fue
mediante un golpe de Estado parlamentario. Y en el resto de ocasiones,
Capriles, Doria Medina, Aécio Neves, Lacalle Pou –y así un listado
interminable de nombres– no lograron obtener los votos suficientes para
ser electos presidentes. El más reciente de esta serie ha sido el
Guillermo Lasso, en Ecuador, nuevo capítulo en esta larga lista de
derrotados. De hecho, este banquero ya sabía lo que era perder contra la
revolución ciudadana (en 2013).
Ecuador se decanta nuevamente por una opción no neoliberal. Lenín
Moreno, representante del Alianza País, ha sido el ganador en esta
segunda vuelta con 51.16 por ciento de los votos válidos. Esta vez le
sacó 2 puntos a su contrincante; en la primera vuelta fueron 11 puntos.
Una vez más, los exponentes de la restauración conservadora vuelven a
perder en las urnas frente a una propuesta progresista.
El fin de ciclo ha muerto en América Latina. De la misma manera que
lo hicieron los portavoces de la derecha, y otros tantos que tiraron la
toalla ante la mínima dificultad, ahora se debería afirmar, con
resultado en mano, que nunca jamás hubo fin de ciclo. Ecuador calló la
boca a todos aquellos que creyeron que el desgate, los errores y las
mismas contradicciones de los procesos de cambio se traducirían
inmediatamente en el ocaso de una época. No. De ninguna manera existen
vasos comunicantes tan directos entre lo uno y lo otro. Nadie puede
dudar de que estamos en una nueva etapa en la que los gobiernos
progresistas han de reconducir los proyectos, sorteando nuevos
obstáculos procedentes de una severísima restricción económica mundial.
No son tiempos para posponer la necesidad de identificar
cuáles son las nuevas demandas de las mayorías para volver a sintonizar
con ellas mirando más hacia el futuro en lugar de continuar recordando
excesivamente todo lo logrado en el pasado. Estos y otros tantos dilemas
de épocas son fruto de las transformaciones políticas, económicas,
culturales y sociales que se han producido en un tiempo histórico muy
reducido. Sin embargo, esto no significa que el ciclo progresista en
América Latina haya muerto.
La victoria de Macri en Argentina, la derrota en las legislativas en Venezuela y el No
en el referendo en Bolivia provocaron una catarata de sentencias
apresuradas sobre el fin de ciclo. Lo que debía haber sido interpretado
como un socavón, con un alto grado de incertidumbre hacia lo que podría
venir en el futuro, fue rápidamente considerado como un punto final
concluyente. Estos traspiés coyunturales fueron concebidos como
crepúsculo de una época sin más criterio que el deseo de que se
cumpliera una profecía autocumplida. Pues en Ecuador se ha demostrado lo
contrario.
Con un contexto económico adverso, con un candidato que le tocaba
suceder a un líder histórico, como lo es Rafael Correa, con todos los
expertos en campaña sucia aterrizados en el país, con 10 años a cuestas
que impiden presentarse electoralmente como lo nuevo, con todo eso en
contra, Ecuador ha dicho no al fin de ciclo. Ha optado por la
continuidad de la revolución ciudadana como proyecto político para
cambiar el país en favor de su gente. Así que, Lenín presidente. La
historia, siempre tan caprichosa.
* Director del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (Celag)
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