El pasado viernes el
ministro brasileño de Hacienda, Henrique Meirelles, anunció, con su
habitual aire circunspecto, que se revisó el déficit fiscal proyectado
para 2018: en lugar de 79 mil millones de reales (25 mil 450 millones de
dólares), ahora se prevén 129 mil millones de reales (algo así como 41
mil 600 millones de dólares).
Eso significa que entre lo que el gobierno recaude y sus gastos
–antes de pagar los intereses de la deuda pública– habrá un agujero
sideral, de casi 42 mil millones de dólares. Con los intereses, mejor ni
pensar. Como es usual que proyecciones oficiales sean dramáticamente
contrariadas por la realidad, la noticia es pésima: ya se espera una
nueva revisión, para peor, claro.
Los números son siempre aburridos. Y los de ahora pueden ser traducidos así: la tan mencionada
retomada de la economíaestá más distante de Brasil de lo que estoy yo del patio de la casa de Julieta Venegas.
Economistas explican que la razón del crecimiento del déficit fiscal
está, por supuesto, en la abrupta caída de la recaudación. Y que ese
desplome se debe a la recesión. La cual es resultado no sólo de errores
cometidos por la entonces presidenta Dilma Rousseff, sino
–principalmente– por los desastres que desembocaron en el golpe
institucional que liquidó su gobierno e impuso un presidente frágil,
altamente impopular, que se hizo cercar de una especie de sindicato de
bandoleros mientras decía que su misión central sería unir a los
brasileños y salvar la nación.
Pasados casi 12 meses del alejamiento de la presidenta electa, ¿qué
hizo Michel Temer? Aumentó considerablemente los sueldos de secto-res
del funcionariado público, anunció reformas dictadas por los dueños del
capital, y nada más. Todo el resto quedó reducido al eterno canje que
consiste en atender los intereses parroquiales de sus excelencias,
diputados y senadores, con sustancial reparto de cargos, puestos y
presupuestos, a cambio de votos para aprobar medidas que, entre otras
cosas, destrozarían décadas de conquistas sociales, laborales,
educacionales, y por esa senda vamos todos al despeñadero.
La verdad es que, a estas alturas del desastre, la impopularidad y el
rechazo a Michel Temer no se limita a la izquierda, a los movimientos
sociales y a los millones de brasileños que serán duramente alcanza-dos
por sus drásticas y perversas
reformas. También entre los patrocinadores del golpe, especialmente entre empresarios y dueños del capital, es evidente que la frustración crece día tras día.
El pilar central de sus
reformas, el sistema de prevención social (que trata de jubilaciones y pensiones), padece ataques de las más variadas direcciones. Los tecnócratas del equipo económico fueron de tal forma radicales en el corte de beneficios que la votación, en el Congreso, de una enmienda a la Constitución se convirtió en algo absolutamente inviable. Temer, desmintiendo la imagen de
hábil negociador, tuvo que ceder en puntos considerados por el empresariado como esenciales.
La razón de semejante resistencia de diputados y senadores se debe,
mucho más que a una cuestión de conciencia social, a algo bastante
concreto: en 2018 habrá elecciones generales. Y defender la guillotina
de derechos sería el suicidio político de quien votase de manera
favorable a lo que el empresariado y el gran capital tratan de imponer
al presidente inventado por ellos.
Al no corresponder a las expectativas del poder económico, Temer pasa
a ser cada vez más prescindible. El problema es la falta absoluta de
alternativa política y económica. Para eliminar el impacto del supuesto
déficit del sistema de jubilaciones sobre las finanzas públicas, se
podría, desde luego, recurrir a otras fuentes de recursos, como el
combate a la evasión fiscal, la eliminación de beneficios que sólo
reditúan a los especuladores, el fin de exenciones injustificadas. Pero
eso, claro, sería atentar contra los intereses de quienes siguen siendo
los principales sostenes del gobierno.
La alternativa política sería deshacerse del presidente ilegítimo y
convocar elecciones. Se trata, por supuesto, de algo inviable por la
sencilla razón de que, pese a todo el bombardeo sin treguas, de una
justicia altamente politizada y arbitraria, y de los medios hegemónicos
de comunicación, el franco favorito sigue siendo Lula da Silva.
Frente a semejante cuadro, la economía sigue deteriorándose, la
política es contaminada de manera incesante por el fango de corrupción,
el desempleo ya alcanza a casi 14 millones de brasileños –más que la
población de Bolivia, casi la de Guatemala, más que las de Uruguay y
Paraguay sumadas –sin dar muestras de retroceder, y no hay salida a la
vista.
El creciente malestar se hace notar en multitudinarias
manifestaciones callejeras. Para el viernes 28 de abril está previsto
que se convoque a una huelga general.
Y lo peor de todo es que no hay manera de lograr que Julieta Venegas me invite a su patio.
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