Eric Nepomuceno
En sus nueve meses como
presidente, desde la instauración del golpe institucional que destituyó
a la mandataria Dilma Rousseff, Michel Temer perdió ocho ministros.
Seis de ellos fueron fulminados por denuncias de corrupción. Otro,
acusado de cobrar diez millones de dólares sucios. Todos ellos alegaron
razones de salud al salir, y uno más se fue tras denunciar maniobras
ilegales de un colega.
Ahora, la pregunta es: ¿quién será el próximo?
El más reciente abandono ocurrió la noche del miércoles, cuando José Serra dejó de ser ministro de Relaciones Exteriores.
Hipocondriaco radical, Serra dijo que salía por cuestiones
relacionadas con su columna cervical. Parece que se trata de algo real:
con sus problemas en la espalda, la secuencia de viajes –indispensables
para un ministro de Relaciones Exteriores– se había transformado en un
tormento.
Cuando el golpe se consumó, en mayo del año pasado, Serra quiso ser
nombrado ministro de Hacienda. Al verse preterido, intentó serlo de
Planificación, ministerio que Temer optó por extinguir. Al final, Serra
tuvo que contentarse con el de Relaciones Exteriores, de baja
visibilidad electoral y escasísimo peso político.
Se esperaba que a la primera oportunidad saltara del barco. Insinuó
en varias ocasiones que lo haría. Los problemas en la columna cervical
permitieron que saliese del gobierno sin demostrar su malestar por
sentirse relegado a un puesto que no le dejó mucho espacio para
priorizar sus desmesuradas ambiciones.
Los nueve meses como canciller del gobierno de Temer, en todo caso,
le permitieron destartalar toda la política externa diseñada e
implantada durante las dos presidencias de Lula da Silva y mantenida,
mal que bien, por Dilma Rousseff. Si Lula llevó a cabo, mediante su
canciller Celso Amorim, diplomático de fértil y sólida carrera, una
política externa ‘activa y altiva’, José Serra no perdió un solo
instante a la hora de destrozarla.
El balance de sus nueve meses al frente de la cancillería es claro:
paralizó, con el claro respaldo del gobierno de Mauricio Macri, el
Mercosur, y de paso expulsó, literalmente, a Venezuela, un socio
incómodo para Brasil y Argentina. En un primer momento, y lo dejó claro
con palabras y acciones, la idea era abandonar bloques y uniones
regionales y sumarse a Washington, siguiendo lo que hacían Chile, Perú,
México y Colombia. La llegada de Donald Trump y su abandono de la nonata
Alianza del Pacífico lo dejaron sin norte ni rumbo.
En su periodo de canciller Michel Temer lo acompañó en algunos
viajes internacionales. La experiencia le sirvió para confirmar que,
con excepción de Mauricio Macri, ningún otro mandatario dio al
presidente brasileño la legitimidad tan aspirada.
¡Ah!, sí, claro: de paso, quitó casi totalmente la relevancia de
Brasil en el BRICS, el grupo integrado por países que no supo
identificar al asumir la cancillería. Fue necesario que el reportero le
aclarase que se trataba de Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica.
En todo caso, con su renuncia, Serra le hizo a Temer un favor
especial. Involucrado en denuncias de haber sido beneficiado con dinero
de la corrupción, al abandonar el gobierno cambia el foco de las
investigaciones: ya no se trata de otro ministro más acusado de
corrupción, sino de un senador más, entre tantos.
No se sabe quién será el indicado por el presidente para sucederlo.
En la cancillería existe la firme expectativa de que, luego de tantos
desastres creados por la voluntariosa e incontenible torpeza del que
sale, se nombre a un diplomático de carrera.
Tratándose de Michel Temer, sin embargo, lo único seguro es que nada
es seguro: podrá tranquilamente subastar la cartera de relaciones
exteriores a cambio de las interiores de su gobierno con el Congreso, el
de peor nivel político, moral y ético desde la retomada de la tenue
democracia en Brasil.
A propósito del gobierno de Temer, esta semana se conoció el sucesor
del truculento Alexandre de Moraes en el Ministerio de Justicia: el
diputado Omar Serraglio, de expresión casi nula en la Cámara, pero que
trae en su exiguo currículo haber sido un esforzadísimo defensor de
Eduardo Cunha.
El flamante ministro de Justicia –¡de Justicia!– luchó bravamente
hasta el final para que sus pares no expulsasen a Cunha de su escaño.
Hay que reconocer que hizo lo que pudo para impedir que su líder fuese a
parar en donde está: una celda en Curitiba, capital de Paraná, el mismo
estado de donde salió alguna vez el obscuro Serraglio para ocupar un
ministerio en un gobierno nacido de un golpe que contó con su discreta
(por insignificante) colaboración.
De una cosa nadie podrá acusar a Temer: ser imprevisible.
Nada más fácil de p
rever que, entre las peores alternativas, elegirá siempre la más mala.
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