Eric Nepomuceno
Hasta la mañana del
pasado viernes el número de asesinatos en el estado brasileño de
Espíritu Santo era de 121 en siete días. Casi una víctima fatal por
hora. En aquella misma mañana el gobierno local comunicaba oficialmente
que no hubo acuerdo con la policía militar, que cumplía la séptima
jornada de una huelga que transformó el estado en una tierra sin ley. La
policía militar es la responsable de la seguridad pública y el
patrullaje de las calles. Sin aumento salarial en los recientes cuatro
años, sus integrantes decidieron entrar en huelga. Al paralizar
actividades, Victoria, la capital, entró en colapso. Autobuses no
circulaban, escuelas permanecen cerradas, y por las calles se repiten
imágenes de saqueo a comercios, robos y asaltos por doquier,
depredaciones, familias confinadas en sus casas. Poco antes de la una de
la tarde el gobernador Paulo Hartung anunció que había interpuesto un
juicio contra unos 700 policías militares, acusándolos de amotinamiento y
rebelión.
Mientras, se elevó mucho la tensión en el vecino estado de Río de
Janeiro, donde la policía militar amenaza con seguir el ejemplo de sus
colegas de Espíritu Santo. La situación de Río es de penuria absoluta.
Los funcionarios públicos del estado no han recibido el sueldo íntegro
de enero ni el aguinaldo. Los hospitales están cerrados. El gobierno
nacional impone condiciones rígidas para conceder ayuda. Sabe que el
caso de Río es ejemplar y que hay otros estados importantes al borde de
un colapso similar.
Entre las condiciones exigidas a Río está la privatización de la
empresa estatal de suministro de agua. Aplicando de manera radical un
neoliberalismo fundamentalista, la contraparte a la eventual ayuda
federal es que los estados privaticen
todo lo que sea privatizable, dice Michel Temer y repite el ministro de Hacienda, Henrique Meirelles. ¿Y qué es
privatizable? Todo.
Resultado: se suceden por las calles de Río verdaderas batallas
campales entre los que se oponen a que se privatice el agua y las
fuerzas de seguridad pública. Que, a propósito, también reivindican
condiciones mínimas de trabajo, mientras la violencia urbana registra
fuerte incremento.
Hay amarga ironía en todo eso: el gobernador de Espíritu Santo era
loado, hasta ahora, por cumplir estrictamente la receta neoliberal del
gobierno nacido a raíz del golpe institucional que destituyó a la
presidenta Dilma Rousseff. Tal receta incluye, entre otras medidas, un
ajuste fiscal extremo, con cortes en el presupuesto, eliminación de
subsidios y beneficios del servicio público y el congelamiento de los
sueldos. Resultado: aplausos del equipo de Temer y una huelga de
policías que convulsionó a la población.
Mientras todo eso ocurre, en la lejana Brasilia las
prioridades son otras. Por estos días de turbulencia callejera, Temer
tardó una semana para proferir un comentario. Dijo lo obvio: que el
amotinamiento era ilegal. Antes, de su ministro de Justicia hubo, sí,
palabras caudalosas. Ninguna de ellas, sin embargo, se refiere al riesgo
de que se eleve una ola de convulsión social de dimensiones
imprevisibles: propuesto por Temer para asumir una plaza en el Supremo
Tribunal Federal, Alexandre de Moraes habla sin parar con los senadores
responsables de evaluar las condiciones para cumplir con sus nuevas
responsabilidades. Conocido por defender medidas truculentas contra
manifestantes –mientras ocupó la Secretaría de Seguridad Pública del
estado de San Pablo se hizo famoso por elogiar la violencia de la
policía militar contra estudiantes de secundaria, especialmente las
muchachas quinceañeras que eran arrastradas por el piso o golpeadas en
el rostro–, busca votos en la Comisión de Constitución y Justicia, la
más importante del Senado.
Su trayectoria mediocre y su evidente falta de estatura para integrar
la más alta corte de justicia del país no serán obstáculo: 10 de los 13
senadores que integran la comisión están denunciados por corrupción. Su
presidente, el senador Edison Lobão, responde a dos investigaciones en
la misma corte suprema que pasará a contar con Alexandre de Moraes, cuya
misión será exactamente proteger a los muchísimos sospechosos y
denunciados que integran el gobierno, empezando por el mismo Temer,
quien en una sola –una– de las 77 denuncias es nombrado nada menos que
43 veces. Igualmente están denunciados el presidente de la Cámara de
Diputados y el del Senado.
Todo eso es solamente parte de la desolación que encubre a mi país.
Un país a la deriva, un país que naufraga poco a poco, frente a la
ausencia total de acción de un gobierno nacido de un golpe y cuya única
función, hasta ahora, ha sido la de destituir a una presidenta electa
democráticamente, intentar arrasar a su partido, el PT, e inhabilitar al
más importante líder popular de las últimas muchas décadas, el ex
presidente Luiz Inacio Lula da Silva.
Un gobierno ilegítimo que cuenta, a su favor, con una oposición que
no logra estructurarse, con movimientos sociales desarticulados, con el
silencio cómplice de los medios de comunicación que contribuyeron para
idiotizar a la opinión pública. Son tiempos de bruma, tiempos de
naufragio.
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