El presidente estadunidense, Donald Trump, insistió ayer en la idea de aumentar el arsenal nuclear de su país porque debe garantizarse
que sea el mejor de todosy porque, según él, Washington se ha quedado rezagado en el desarrollo de armas atómicas. Asimismo, el magnate republicano se quejó por los avances logrados por Rusia en esta clase de armamento. Se dijo
muy molestopor los ensayos de misiles que lleva a cabo Corea del Norte y responsabilizó a Pekín por el armamentismo atómico de Pyongyang porque, a su juicio, China no ha ejercido sobre su vecina la suficiente presión para disuadirla de su belicosidad.
Por principio de cuentas, semejantes declaraciones confirman que Trump no cuenta con información ni claridad sobre el balance nuclear en el mundo moderno, que no conoce las capacidades atómicas de su propio país y que, en general, ignora la dinámica de los procesos armamentistas.
Aunque las cifras actualizadas sobre cabezas nucleares distan de ser precisas y confiables, y por más que esos números no digan toda la verdad sobre la capacidad de destrucción de una potencia atómica –porque, además de las bombas propiamente dichas, deben tomarse en cuenta los vectores o misiles utilizados para lanzarlas–, la mayor parte de las fuentes coincide en que los arsenales nucleares de Rusia y Estados Unidos –los mayores del mundo– son numérica y cualitativamente similares: entre siete y ocho mil cabezas atómicas cada uno. Tales números terroríficos reducen al absurdo cualquier alegato orientado a justificar el aumento o la mejora de tales artefactos, porque con una pequeña fracción de ellos bastaría para acabar con la civilización y acaso hasta con la vida en el planeta.
Asimismo, yerra Trump al suponer que bastaría con presiones chinas para disuadir al régimen norcoreano de desarrollar armas atómicas. Por lo visto, el presidente estadunidense ignora que fue el belicismo de George W. Bush –que provocó la invasión y destrucción de Afganistán e Irak– el que incitó a Pyongyang a desarrollar un programa de producción de armas de destrucción masiva, cuya posesión fue vista como único elemento de disuasión frente al intervencionismo armado y devastador de Washington. Con ese hecho en mente, sería mucho más lógico buscar el desarme de Corea del Norte suprimiendo la sempiterna amenaza militar estadunidense contra ese país.
Pero lo más aterrador es que, con todo y esa falta de información y de criterio, Trump tenga en la mano los códigos para desatar un ataque nuclear en contra de cualquier país del mundo en el momento que sea. Tal parece que el temor de que un desequilibrado –como numerosas voces caracterizan al actual mandatario estadunidense– tenga el dedo puesto en el botón atómico, un tema manido de las películas hollywoodenses, podría haberse hecho realidad.
Lo que hoy ocurre en Estados Unidos podría pasar también en Rusia, Francia, Gran Bretaña, China, India, Israel y Pakistán, y cabe dudar de que esos países cuenten con mecanismos legales, políticos y tecnológicos capaces de prevenir la concreción de una circunstancia tan peligrosa como la que hoy se presenta en la Casa Blanca.
La moraleja es evidente: la mejor forma de impedir que los arsenales nucleares sean utilizados es destruirlos y proscribirlos. Por desgracia, aún se requiere de mucho avance ético para que esa convicción se generalice entre los gobernantes de las potencias atómicas. De modo que, en lo inmediato, cabría exigir, al menos, que tengan más cuidado al seleccionar a quién le entregan los códigos atómicos.
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