Autor: Centro de Colaboraciones Solidarias
Carlos Miguélez Monroy*/Centro de colaboraciones Solidarias
No me enteré de los atentados del 11 de
septiembre de 2001 hasta que se estrelló el segundo avión en el World
Trade Center. No entendía por qué nos preguntaba el profesor Burt
Woodruff, en su clase de sicología experimental, cómo nos sentíamos.
“Asustado”, “enfadado”, “lleno de ira”, etcétera. Un barullo en los
pasillos rompió mi adormilamiento de esa mañana. Se había estrellado el
segundo avión.
Recuerdo esos días como una nebulosa. Los
discursos de George W Bush de “estás con nosotros o contra nosotros”,
los misteriosos sobres con ántrax, las imágenes de los supuestos
enemigos en unas montañas que nunca había visto, la invasión de
Afganistán, la autocensura de los medios y de muchos profesores…
Ese estado de confusión facilitó la
aprobación del Acta Patriótica y la puesta en marcha de un espionaje
contra los propios ciudadanos estadunidenses, como han desvelado lobos
solitarios en el periodismo, como Seymour Hersh. Los ciudadanos estaban
dispuestos a dejar la presunción de inocencia en una extravagancia para
tiempos de tranquilidad, no momentos de constante amenaza terrorista.
Esa supuesta amenaza dejaba vía libre a los ideólogos del Nuevo Siglo
Estadunidense para librar guerras preventivas, aunque luego no
aparecieran las supuestas armas de destrucción masiva.
El 11 de marzo de 2004 me encontraba en
Madrid tras volver de un viaje a Marruecos con 50 estudiantes de
periodismo y un profesor universitario para convivir con la cultura
árabe, una desconocida para muchos estudiantes de periodismo en España a
pesar de los 14 kilómetros que separan a ambos países y de la
importancia que tiene la cultura árabe en la vida occidental.
Durante días, los dirigentes del Partido
Popular (PP) repitieron que había sido obra del Euskadi Ta Askatasuna
para impedir que los ciudadanos, en vísperas de las elecciones,
asociaran los atentados con Al Qaeda. Los millones de ciudadanos que
salieron a la calle para protestar no habían podido impedir que José
María Aznar apoyara a Bush y a Tony Blair en su montaje para invadir
Irak. Pero se supo la verdad, y la mentira le costó las elecciones al
PP.
Cuando recibía mi título de licenciado en periodismo, Time publicó los selfies
de soldados que abusaron de los prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib.
Hasta entonces, mucha gente había creído que la invasión y la
deposición de Sadam Husein servirían para extender la libertad a Irak.
Pero llegó una democracia de papel que sirvió de caldo de cultivo para atentados terroristas contra objetivos occidentales y por el enfrentamiento entre chiítas y sunitas.
En ese estado de caos proliferaron las
empresas militares y de seguridad “privadas” que le costaron millones al
ciudadano estadunidense y que se convirtieron en cómplices de abusos
del Ejército que quedaron impunes. La ingeniería jurídica y la
manipulación del lenguaje dieron pie a términos como “combatientes
ilegales”, “rendición extraordinaria”, “métodos agresivos de
interrogación”, etcétera.
Esas empresas, junto con otras
constructoras y de servicios, se beneficiaron del caos y del dinero
público de los contratos con el Ejército y la Agencia Central de
Inteligencia estadunidenses. El gobierno tardó varios años en investigar
la inflación de presupuestos y las prácticas fraudulentas de muchas de
esas empresas para la reconstrucción del país que habían destruido.
Perduran las consecuencias de “lucha
global contra el terror”, que han pretendido justificar con los ataques
del 11 de septiembre de 2001. Un 12 por ciento de los inmigrantes que
llegan a Europa por el Mediterráneo provienen de Afganistán. “Huimos de
nuestras guerras, que en su origen fueron vuestras”, decía el Roto
en una de sus brillantes viñetas. El llamado Occidente no puede eludir
su responsabilidad en los conflictos en Oriente Medio y en el
surgimiento de grupos terroristas.
El 11 de septiembre de 2001 reforzó la
utilización de la democracia como excusa para invadir y para consentir
la violación de derechos humanos. Las torturas en la prisión de
Guantánamo y en las cárceles secretas repartidas por distintos países,
la muerte de casi 1 millón de iraquíes desde la invasión en nombre de la
“economía de mercado” deshonran a las 3 mil víctimas de los atentados
de las Torres Gemelas. En su nombre han sembrado el caos y el mismo
terror que decían combatir.
Carlos Miguélez Monroy*/Centro de colaboraciones Solidarias
*Periodista y editor en el Centro de Colaboraciones Solidarias
[BLOQUE: OPINIÓN] [SECCIÓN: ARTÍCULO]
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