Claudio Lomnitz
La respuesta es sí, y urge construirlo. Pero el
socialismo del siglo XXIno será aquella borrachera petrolera que se hizo llamar
bolivarianay que está agonizando en una cruda de estridente nacionalismo en la frontera de Venezuela con Colombia. No. El socialismo del siglo XXI no se podrá parecer al caudillismo mágico de Hugo Chávez, aun cuando el chavismo haya desarrollado proyectos éticos socialistas importantes a escala barrial.
El socialismo que se requiere hoy no será
bolivariano, simplemente porque lo que caracterizó siempre a ese movimiento fue la pobreza del imaginario económico. Había una inundación de plata. Era fácil confundir la munificencia de un caudillo con un verdadero pensamiento económico. Ahora que la nación comienza a dar de tumbos, y el
modeloeconómico hace agua por todas partes, los antiguos amigos se retiran sigilosamente. La bacanal aquella no fue socialismo simplemente porque se apoyaba en el rentismo como su esquema de riqueza. Eso significa que la riqueza se estaba generando en otra parte, con otra forma de trabajo. El rentismo no puede ser la base del socialismo del siglo XXI.
Pero si no era eso, ¿entonces cómo será? ¿Y por qué hace especialmente falta ahora?
Hoy hace falta socialismo, hay necesidad de socialismo –y es
realista comenzar a construirlo– por razones análogas a las que
impulsaron a Roosevelt a adoptar el keynesianismo del new deal. Estamos entrando a una época de depresión mundial para el empleo.
Así.
La economía china ha comenzado ya su desaceleración. Eso está ya
fuera de toda duda. Las importaciones que hace China decrecen mes con
mes, mientras el país hace lo que puede por pasar de un modelo de
desarrollo basado en el ahorro y la exportación a uno que se sostiene
de manera importante en el mercado interno. Como sea, las exportaciones
a China, que sostuvieron el crecimiento acelerado que experimentaron
muchas economías de Latinoamérica, están en crisis, y los precios del
petróleo, el cobre, la soya, etcétera, han ido a la baja.
Además de la recesión franca en países como Brasil, hay otro factor
que está en el horizonte mundial y que preocupa enormemente, y es el
futuro del trabajo frente a la revolución actual en la robótica. Existe
actualmente un debate acerca de qué tan catastrófica será para el
trabajo la revolución robótica, porque hay quien tiene fe en que habrá
nuevos trabajos que se abrirán al ritmo en que otros se cierran, pero
eso, hasta ahora, parece ser más bien un artículo de fe que un cálculo
empírico sólido.
Lo
que sabemos ya de seguro es que la automatización va a desplazar muchos
trabajos. En pocos años se espera que los autos de Google –sin chofer–
sean un producto ya comercial, por ejemplo. En su libro Humans need not apply,
Jerry Kaplan alega que los robots desplazarán labores en muchas áreas,
no únicamente las de los trabajos manuales. Hay ya en elaboración
robots que recogen fresas y jitomates. Sabemos lo de la robotización de
los choferes. Pero hay también robots que hacen otros servicios. Los
japoneses –que tienen mucho interés por los robots– lanzaron este mes
un robot que parece un personaje de la película de Woody Allen, Sleeper, que sirve para atender y acompañar a los ancianos de esa sociedad. El robot se llama Pepper, y parece que la primera edición se agotó en cuestión de semanas.
El libro de Kaplan describe una pareja de robots cuyo prototipo
masculino se llama Rocky (la contraparte femenina se llama Roxxxie, con
la tripe equis), que son robots interactivos para dar placer sexual.
Podría haber automatización de sexoservidoras y servidores. Hay también
partes importantes de trabajos de escritorio –de abogados, por ejemplo–
que se están automatizando. El New York Times de esta semana
tiene una reseña de una cadena de restaurantes en San Francisco que
está casi 100 por ciento automatizado, no tiene ya meseros ni
cobradores en las cajas, únicamente algunos cocineros en la cocina.
No sabemos aún cuál será el impacto de la robótica en el futuro del
trabajo. Hay economistas que calculan que más de 40 por ciento de los
trabajos de Estados Unidos podrían desaparecer en los próximos años
debido a esta clase de desarrollo tecnológico, y no sabemos cuántos ni
qué clase de trabajos nuevos vendrán a sustituirlos.
En un contexto así, el socialismo se vuelve un asunto de vida o
muerte. No es quizá por nada que personajes que tienen poco de
socialistas, como Carlos Slim, por ejemplo, han sugerido que importaría
reducir la semana laboral por al menos uno o dos días, para distribuir
mejor el empleo. Otros economistas –tampoco particularmente de
izquierdas–, por ejemplo Santiago Levy, han desarrollado proyectos para
universalizar el seguro médico, porque alegan que sin establecer un
piso básico, la capacidad de trascender la baja productividad y la
corrupción que conlleva la economía informal será imposible.
Hay, en otras palabras, una necesidad objetiva, colectiva, de pensar
en el socialismo como un proyecto productivo. Es una necesidad que no
tiene nada que ver ya con los nacionalismos, sino con algo que había
visto Marx hace ya siglo y medio.
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