El Triángulo Norte, la zona del istmo centroamericano con mayor
integración regional y el destinatario de la Alianza para la
Prosperidad propuesta por Washington, está en situación crítica y
seguirá produciendo acontecimientos imprevistos y lecciones inusitadas.
En Guatemala como en Honduras, la casta empresarial y política
dominante desbordó las dimensiones y el cinismo habituales de sus
prácticas corruptas y desató reacciones sociales no solo masivas sino
inusualmente tenaces. Anteriores abusos no habían ocasionado reacciones
tan notorias. Eso reconfirma el agotamiento del sistema político
establecido y abre posibilidades no solo de adecentarlo, sino incluso
de quitarle a esas camarillas el control del país y emprender mejores
caminos.
Detrás hay una constante que varios otros países comparten:
se ha vuelto insoportable e insostenible la extrema privatización
neoliberal de la política, donde ya no se enfrentan distintos proyectos
nacionales sino grupos de interés que financian la disputa entre sus
respectivos operadores políticos. Por consiguiente, cuando estas
protestas colectivas exigen combatir la corrupción y reclaman
transparencia, rendición de cuentas y llevar a los bandidos ‑‑públicos
y privados‑‑ a los tribunales, lo que reclaman es ponerle fin a esa
degradación de la política, buscando que ella exprese a las diversas
corrientes sociales y no a quienes la mangonean.
Por lo
tanto, esta lucha por la autenticidad cívica no es un fin en sí misma,
sino un medio necesario y una etapa intermedia de un proceso mayor.
Cuando logren vencerla, abrirán otra etapa donde luchar por los
objetivos de un quehacer político e ideológico de superiores
proyecciones. Más allá de sus actuales demandas inmediatas, estas
jornadas ciudadanas son oportunas para educar y organizar fuerzas que
en esa siguiente etapa podrán ser decisivas. Por ello, hoy quienes
procuran desarrollar esta posibilidad mientras otros quieren limitarla
o descalificarla, desde uno u otro flanco.
En El Salvador, a
su vez, donde el problema de la corrupción y la impunidad ahora está
mejor resuelto que en la mayor parte del continente americano, otro
reto se ha levantado. Uno que también Guatemala y Honduras deberán
enfrentar, tan pronto logren resolver sus actuales desafíos: el
reto de las organizaciones pandilleras y las dificultades adicionales
que ellas le contraponen a la lucha por el desarrollo. Más allá de
ganar la presente lucha también podrán plantearse mayores objetivos.
- Los crímenes según el color del cuello
En los tres países esos procesos ocurren en un contexto de multiformes
violencias, que hacen del Triángulo Norte una de las zonas de peor
índice mundial de homicidios. Los observadores foráneos, por razones de
diferentes signos, suelen reducir sus causas al tamaño de las
pandillas, el impacto del narcotráfico y sus posibles complicidades.
Omiten examinar la violencia en las relaciones de poder ‑‑como la
criminalidad política y la de los terratenientes‑‑ y obvian el hecho de
que en estos países, como en muchas partes, también se computan
asesinatos que tienen otras causas y formas, como los crímenes
pasionales, las reyertas de cantina o los delitos personales, y dejan
de prever que enseguida de esta coyuntura empieza otro capítulo de la
historia regional.
En estas páginas no cabe abarcar todo el
complejo de la violencia y criminalidad en el área ni todas sus
implicaciones, y solo nos ocuparemos de lo que actualmente es la
cuestión principal en estos tres países, para extraer unas conclusiones
más generales.
El Salvador vive un ambiente histórico y
geográfico similar al de sus vecinos, pero no tiene costa en el Caribe,
por donde fluye el mayor corredor del narcotráfico. Además, allí la
corrupción político‑empresarial y el narcotráfico no son ahora el
problema principal, pues los acuerdos de paz de 1992 y la fortaleza del
FMLN posibilitaron imponerle límites más rigurosos a la voracidad
oligárquica. Aunque la derecha política y económica no abandona sus
viejas mañas ‑‑como lo demuestran las que pusieron en prisión al
expresidente Francisco Flores‑‑, desde que el partido de las izquierdas
entró al gobierno en 2009, los dueños del derechista ARENA están
privados de la impunidad que antes se dieron.
El mayor
problema salvadoreño es otro que, aunque también aflige a Honduras y
Guatemala por el momento lo hace de forma menos prioritaria: el
de la delincuencia organizada no‑oligárquica, de extracción popular.
Esta diferenciación es indispensable. El saqueo de los fondos del
Seguro Social durante los gobiernos de Porfirio Lobo y Juan Orlando
Hernández, en Honduras, o la operación de la Línea en el de Otto Pérez
Molina, en Guatemala, igualmente fueron operaciones de delincuencia
organizada, pero de un género mucho más lucrativo, que las cúpulas
empresariales y políticas instrumentan a través del Estado que ellas
controlan. De esta modalidad de delincuencia ‑‑la de cuello blanco‑‑ el
Salvador ha logrado zafarse, aunque quienes la disfrutaron siguen
activos y esperan la oportunidad de reinstalarla.
La modalidad
que hoy agobia a El Salvador es otra ‑‑la de cuello sudado‑‑, que por
el origen social de sus actores y su tipo de actividades suele
calificarse de pandillera. Ante menor presencia del narcotráfico y
refrenada la delincuencia oligárquica, esta esta otra modalidad
predomina en el escenario. En Honduras y Guatemala, donde quienes
operan la corrupción oligárquica controlan el Poder, hoy el modo de
enfrentarla son las grandes movilizaciones populares que reclaman poner
a sus responsables ante los tribunales. En El Salvador, la forma de
combatir la variante pandillera es la acción judicial y policial,
combinada con las inversiones sociales que ofrecen opciones para
recuperar a los pandilleros que no sean culpables de crímenes mayores.
Comparar los tres casos evidencia que un Estado corrompido no puede
combatir al crimen organizado ni desintegrar las pandillas mediante
instrumentos asimismo corruptos o corruptibles. Para alcanzar ese
objetivo es preciso empezar por sacar a la casta corrupta de la cabeza
del Estado.
- La excepción salvadoreña
Aparte de los aspectos morales y cívicos del problema, la actividad
pandillera dificulta y encarece la gestión económica de cualquier
sociedad. Las maras ‑‑contracción de “marabuntas” que en
Centroamérica designa a esas organizaciones delictivas‑‑ vienen del
pobrerío urbano y se dedican a extorsionar a la gente modesta y los
pequeños y medianos negocios. Le cercenan ingresos y le encarecen sus
consumos corrientes a gente humilde, restringen sus actividades y
generan inseguridad. Las grandes empresas y las familias adineradas
cuentan con medios y servicios de seguridad privada pero, aun así, ello
incide sobre su mano de obra y causa inconvenientes y gastos
adicionales, puesto que solo quienes venden esos medios y servicios
lucran con ese problema. En otras, el pandillerismo perjudica el
desenvolvimiento de cualquier tipo de economía y sociedad.
Aunque también hay maras en Honduras y Guatemala, el caso salvadoreño
sobresale por el alto volumen de la población involucrada. Se estima
que allí las pandillas tienen más de 60 mil miembros ‑‑incluidos unos
13 mil ya encarcelados‑‑, cuantía que al sumarle sus dependientes y
asociados, sube a más de 250 mil personas. Pero, como dice una canción
antillana, “no hay cama pa’tanta gente”. El tamaño de la economía y la
sociedad salvadoreñas no puede sostener una carga proporcionalmente tan
enorme. Corregir esa distorsión se vuelve una responsabilidad de todos.
¿De dónde surgió semejante fenómeno? Viene de los años 80, cuando los
gobiernos de ARENA adoptaron las recetas neoliberales, descartando las
políticas rurales que históricamente habían sostenido y caracterizado
al país, lanzándolo sin transición a la economía de servicios. Si poner
dinero a plazo fijo pagó hasta el 24% en intereses, no quedó quien
aceptara invertir en el agro. Eso causó el desplazamiento de millares
de familias campesinas depauperadas hacia las periferias urbanas y a la
emigración. Entre esa población proliferó la delincuencia menor.
A su vez, muchos de los jóvenes que emigraron ‑‑mayormente a
California‑‑, allá hicieron parte de bandas, tanto para protegerse en
un medio hostil como para darse una identidad. No pocos delinquieron,
purgaron condenas y fueron deportados, retornando al país sin más
calificación ni alternativas que ese acervo cultural y delictivo, que
pronto contribuyó al salto de la delincuencia menor al poder de las
maras, y la ostentación de sus símbolos en las paredes de sus
territorios y el tatuaje de sus cuerpos. A su vez, al recrudecer la
lucha entre las pandillas por controlar territorios, se multiplicaron
sus enfrentamientos armados que, agregados al asesinato de quienes
rechazan las extorsiones, convirtieron al país en el tercero del mundo
por su tasa anual de homicidios.
En 2012, el primer gobierno
con participación del FMLN consintió negociar con los jefes mareros una
tregua que detuviese los choques entre pandillas. Aunque eso redujo la
tasa local de homicidios de 14 a “solo” 5 semanales ‑‑lo que deslumbró
a ciertos organismos internacionales‑‑, tuvo dos efectos perversos:
primero, que ello en nada mejoró la vida de los ciudadanos comunes, que
siguieron siendo igualmente extorsionados. Y, además, que la tegua
facilitó a las maras consolidar sus zonas de dominio territorial, dejó
a los jefes pandilleros presos dirigir operaciones desde la cárcel y
les dio una equívoca visión de que podían negociar de poder a poder con
el Estado, como antaño pudieron lograrlo las organizaciones
guerrilleras.
Por consiguiente, el actual gobierno del FMLN,
presidido por Salvador Sánchez Cerén, optó por la política de
aplicación de la ley, lo que ha vuelto a incrementar las acciones de la
policía nacional, ahora respaldada por el ejército.
Ofuscada
por dicha equívoca visión, un sector de la Mara Barrio 18 ideó
contragolpear al gobierno imponiendo, a fines de julio pasado, un paro
forzoso del transporte público, con la amenaza de matar a los
conductores de vehículos, nueve de los cuales fueron asesinados. El
paro causó serias molestias a la población y poco después fue
controlado por la policía. Acto seguido, esa organización pandillera
fue intensamente perseguida y sufrió importantes bajas entre jefes
apresados y miembros abatidos, mientras algunos de sus jefes pudieron
fugarse a Honduras.
Este año el número de enfrentamientos
armados entre la policía nacional y las pandillas creció en más de un
170 por ciento y triplicó la cifra de pandilleros muertos. Con eso, en
agosto pasado la tasa de homicidios fue 90 por ciento mayor que el año
anterior; aún así, la tasa de muertes generada por los tiroteos entre
las maras fue mayor que la causada por los combates entre estas y la
policía.
El gobierno salvadoreño ha logrado constituir el
Consejo Nacional de Seguridad y Convivencia Ciudadana, en el que
participan organizaciones sociales, religiosas, empresariales y
representantes de la oposición política. Este Consejo aprobó un plan
que integra varios ejes y acciones a corto, mediano y largo plazos para
coordinar y financiar el combate a la criminalidad, garantizar el
acceso a la justicia y atender a las víctimas, y ratificó la decisión
de no negociar con las pandillas.
A su vez, la Corte
Constitucional acordó declarar grupos terroristas a las maras
Salvatrucha y Barrio 18 “y cualquier otra pandilla u organización
criminal que busque arrogarse el ejercicio de las potestades
pertenecientes al ámbito de la soberanía del Estado", o que actúen
"atemorizando, poniendo en grave riesgo o afectando sistemática e
indiscriminadamente los derechos fundamentales de la población o de
parte de ella", o realicen atentados contra la vida, seguridad e
integridad personal de la población y la propiedad, o “extorsión a
personas naturales o jurídicas; vulneraciones al derecho de […]residir
en cualquier lugar del territorio [u obligándolas] a abandonar sus
residencias mediante amenazas".
Esas decisiones del Consejo y
de la Corte le dan al gobierno suficiente respaldo político y el medio
legal para ampliar sus acciones y obtener apoyos técnicos y económicos
internacionales. Con todo, las grandes empresas y los legisladores de
derecha obstaculizan crear tributos que ayuden a financiar el combate a
las maras y la rehabilitación de pandilleros.
Algunos
dirigentes del FMLN sostienen que la extrema derecha solivianta a las
maras para incrementar un clima de inseguridad y violencia que
desacredite al gobierno, como parte de su estrategia de “golpe blando”
contra el gobierno. La actitud de la derecha en la Corte Constitucional
‑‑donde bloquea toda iniciativa económica gubernamental‑‑, en el
parlamento y en sus medios de comunicación es consistente con esa
opinión. Aun así, carece de base el supuesto de que Estados Unidos
incrementó la deportación de pandilleros de origen salvadoreño para
desestabilizar al gobierno. Según datos oficiales, las mayores
deportaciones de mareros ocurrieron en los años 90 y actualmente ellos
son expulsados a medida que cumplen sus condenas. Lo que faltaba es un
sistema salvadoreño de reinserción de los retornados, que ahora es
preciso financiar.
Aún está por verificarse si la nueva
estrategia contra el pandillerismo seguirá ocasionando tan alto número
de muertes. De hecho, la reducción del campo de actividades de las
maras, del número de miembros que ellas pueden reclutar y movilizar, y
de su disponibilidad de armas, en el próximo período se traducirá en
una disminución de sus delitos y víctimas.
- La rebelión hondureña
Por decenios, en Honduras han convivido tres formas principales de
criminalidad organizada. Primero, la delincuencia de cuello blanco de
la oligarquía dominante y sus asociados, cuya cara más visible es la
corrupción de altos funcionarios gubernamentales ‑‑afiliados a uno y
otro de los dos partidos tradicionales‑‑ que operan en complicidad con
empresarios privados, lo que deriva en la corrupción de múltiples
instituciones, entre ellas la policía. Su sede principal es
Tegucigalpa. Segundo, las mafias transnacionales del narcotráfico y sus
asociados locales, con asiento principal a lo largo de la costa del
Caribe y en San Pedro Sula, con abundante penetración en las
instituciones gubernamentales y las actividades políticas. Y tercero
las maras, menores que las salvadoreñas, que eventualmente pueden
prestar servicios a las dos anteriores.
El detonador inicial
de las actuales manifestaciones de masas fue la revelación del enorme
desfalco por más de 300 millones de dólares a los fondos del Instituto
Hondureño de Seguridad Social. Este fue cometido por políticos y
empresarios durante el pasado gobierno del partido Liberal, quienes
dedicaron una parte de ese atraco a financiar la candidatura
presidencial de Juan Orlando Hernández, del partido Nacional. La
noticia disparó las alarmas sociales: era una suma demasiado
grande, robada de forma demasiado cínica a una institución demasiado
sensible, incluso para una población anteriormente resignada a la
corrupción de la clase dominante, pero que ahora venía del sismo
político‑cultural causado por el golpe militar de 2009 y la
subsiguiente quiebra del tradicional sistema político bipartidista.
Ese desfalco incapacitó a la institución para prestar servicios por
cuya falta fallecieron numerosos pacientes. Su revelación desató un
amplísimo movimiento cívico que, tras varios meses de estar en marchan
sigue activo. Cada semana las manifestaciones han reiterado su
naturaleza multitudinaria, pacífica, plural y ordenada, pese a no
responder a algún liderazgo definido sino a una consigna incluyente y
unitaria: ¡basta de corrupción!, ligada a la certeza de que lograrlo
exige cambios de fondo del sistema político y la justicia.
Aunque el ahora presidente Juan Orlando Hernández ‑‑que dispone un
partido y una importante bancada parlamentaria‑‑ maniobra políticamente
para enfriar la crisis y dividir a quienes protestan, los indignados
exigen constituir un organismo similar a la Comisión Internacional
Contra la Impunidad que existe en Guatemala (la CICIG), donde esa
entidad se constituyó con apoyo de la ONU como una secuela de los
Acuerdos de Paz de 1996, que allá terminaron la guerra civil.
De instalarse una entidad con facultades similares a las de la CICIG el
presidente Hernández podría quedar en una situación parecida a la que
sufrió su encarcelado colega guatemalteco Otto Pérez Molina. Para
eludir esa posibilidad, ideó crear un llamado Sistema Integral
Hondureño de Lucha Contra la Corrupción y la Impunidad, integrado por
organizaciones locales, e invitó a la OEA y la ONU a asesorar su
creación. Fiel a sus antecedentes, la OEA designó al diplomático
chileno John Biehl, mismo que en 2009 envió a Tegucigalpa ante la
crisis causada por el golpe de Estado, gestión que no detuvo sus
consecuencias ni sugirió sancionar a sus responsables.
Los
indignados rechazan el remedo que Hernández intenta cortar a su propia
medida para investigarse a sí mismo. Tampoco aceptan el diálogo
convocado por él para eso, porque “para nosotros es una mentira, es dar
más de lo mismo, no resolver los casos, ni enjuiciar a los corruptos y
seguir en un clima de impunidad”, aclaró uno de sus voceros. En el
ínterin, las manifestaciones continúan en todas las ciudades del país,
reiterando que ningún diálogo vale si no garantiza anular la sentencia
judicial que permite la reelección de Hernández, concertar una nueva
ley electoral y crear en Honduras un órgano similar a la CICIG que
asegure erradicar la corrupción y la impunidad, como lo demandan todos
los partidos de oposición.
Al concluir la primera etapa de su
tarea, Biehl reconoció que “hace falta mucho para generar la confianza
de la gente de Honduras en su gobierno y la institucionalidad”. Elogió
al presidente Hernández por “su voluntad de trabajar con todos lo
sectores pero admitió que “él es víctima de la falta absoluta de
credibilidad” que persiste en ese país.
Aunque prometió traer
enseguida una propuesta “superior” a la de los indignados, de regreso
presentó un proyecto para reformar el sistema hondureño de justicia
mediante asistencia técnica del Centro de Estudios de Justicia de las
Américas (CEJA), de la misma OEA, que antes realizará estudios y
diagnósticos sobre la situación de este sistema. El proyecto no dice
cuánto eso podrá demorar, ni cuánto le costará al país, pero establece
que expertos escogidos por ese Centro dirigirán esta reforma y le
asignarán jueces y fiscales de “altísimo nivel” que dependerán del
secretario general de la OEA, quien se encargará de “dar las tareas que
tienen que hacer”. La ONU declinó ser parte de esta proposición.
La crisis hondureña ‑‑que incluye una profusa penetración del
narcotráfico en las estructuras públicas y privadas‑‑ afecta a todos
los órganos del Estado. La corrupción no se limita al poder judicial ni
cabe pensar que con sanearlo ni tecnificarlo se resolverá la grave
descomposición de las demás instituciones del país. Pasa de extraño que
los “expertos” de la OEA se muestren tan incapacitados para percibirlo.
En todo caso, es previsible que un prolongado flujo de
asesores y funcionarios panamericanos se tomará generoso tiempo en
consumir el fondo que ad hoc aporten el erario hondureño y
determinados donantes. No cabe duda de que a ese sistema judicial hay
que remecerlo sin demoras y enérgicamente. Pero sí cabe dudar que el
parto de los montes traído por Biehl ayude a restablecer la
credibilidad del gobierno, ni la confianza que el pueblo indignado
pueda tener en la OEA. En el ínterin, la cúpula encabezada por
Hernández gana tiempo.
- Guatemala ante sus próximas disyuntivas
Guatemala vive la emersión de una nueva etapa histórica cuyas
perspectivas aún es difícil prever. País mayoritariamente indígena, con
larga historia de injusticias, pobreza, desigualdades y marginaciones,
donde décadas de cruenta represión, guerra contrainsurgente y paz
mezquina implantaron una resignación nacida del terror, de pronto abrió
paso a una amplísima rebelión cívica que devolvió voz y esperanza a los
ciudadanos.
La revelación de varios casos de corrupción de
escandalosas dimensiones, que involucran a gran parte del grupo
gobernante y a centenares de empresarios, disparó la salida de
multitudes a las calles, conglomerando gente de todas las edades y
orígenes étnicos y sociales, niveles educacionales y preferencias
políticas y religiosas. La convocatoria nació principalmente de los
jóvenes de la clase media urbana, a partir de consignas sencillas e
incluyentes: basta de funcionarios corruptos, queremos justicia.
Las demostraciones empezaron en la capital, mientras el medio rural aún
siguió paralizado por la memoria del terror contrainsurgente; luego
fueron extendiéndose por todo el país. Desde abril en las marchas
participaron semanalmente decenas de miles de personas, de forma
inusitadamente pacífica, ordenada, respetuosa de la propiedad pública y
privada. Las movilizaciones rompieron la compartimentación histórica de
la población guatemalteca; pusieron a dialogar la gente de la ciudad
con los hombres y las mujeres de las distintas etnias, a los activistas
de diferentes clases sociales, a los estudiantes de las universidades
públicas y privadas, a entretejer sociedad nacional.
Las
investigaciones fueron posibles por el trabajo de la Comisión
Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), organismo
internacional auspiciado por la ONU y constituido en 2007 por efecto de
los Acuerdos de Paz de 1996. La CICIG, que goza de la confianza
ciudadana, procura evitar que las falencias del sistema judicial
permitan burlar la justicia. Anteriormente, ya había logrado la
investigación y enjuiciamiento del expresidente Alfonso Portillo y
resolver otros casos importantes.
En colaboración con el
Ministerio Público, la CICIG ahondó pesquisas sobre la defraudación
fiscal que finalmente alcanzaron al presidente Otto Pérez Molina,
dieron pie a su desafuero y, finalmente, a su renuncia, sin esperar por
las elecciones generales del 6 de septiembre, ni menos hasta el cambio
de mando presidencial, fijado para el 14 de enero.
La
descomposición de la rosca política dominante es tan grave que ni los
principales candidatos escaparon a las pesquisas. Jesús Barquín,
aspirante a la vicepresidencia en la fórmula encabezada por el
favorito, Manuel Baldizón, fue encausado por un presunto lavado
multimillonario de dinero urdido a través de 200 empresas fantasma. En
mayo, obtuvieron la renuncia de la vicepresidenta de la República,
Roxana Baldetti, implicada en la organización delictiva La Línea,
dedicada a evadir los pagos aduanales a cambio de pagos directos de
muchos empresarios.
Con todo, la presión popular no pudo
coronar su consigna de que ¡en estas condiciones no queremos
elecciones!, que intentó posponer los comicios ‑‑sin diferir el cambio
de mando presidencial‑‑ para que antes el Congreso aprobara la reforma
del sistema electoral. Dados los graves antecedentes de la historia
guatemalteca, a muchos, dentro y fuera del país, les pareció muy
riesgoso alterar el calendario electoral, pese a las conocidas
perversiones del sistema. Las otras dos reformas exigidas por el
movimiento popular son instaurar el servicio civil y depurar el sistema
judicial. Las tres quedaron estancadas en el Congreso, donde los
diputados evadieron darles curso.
Aun así, se espera que, más
allá de los efectos temporalmente distractivos y divisorios de estas
elecciones, el movimiento ciudadano se reanude. No solo porque el
malestar social y moral seguirá, sino porque el clientelismo electoral
aún facilita que cerca de un tercio de los diputados se reelija, y que
nada de fondo cambie mediante comicios si no se garantiza impulsar esas
tres reformas.
Sintomáticamente, al tomar posesión el
presidente interino, el conservador Alejandro Maldonado, alentó a
continuar el movimiento en las nuevas circunstancias, y prometió
convocar a los principales líderes del país a acordar una reforma
político‑electoral antes de la segunda vuelta, marcada para el 25 de
octubre. Sin calificar la sinceridad de ese llamado ni las
posibilidades reales de cumplir esa propuesta, que Maldonado lo hiciera
implicó reconocer que esas exigencias no cesarán.
El 6 de
septiembre tuvieron lugar lo que alguien llamó “unas extrañas
elecciones” entre candidatos que venían de la época anterior a las
movilizaciones sociales. Pese a la generalizada desconfianza en el
sistema electoral hubo una participación mayor que la usual
‑‑incentivada por el voto que rechaza, no por el que escoge‑‑ pero
ninguno de los principales candidatos presidenciales alcanzó siquiera
un 30% de la votación, quedando por definirse el ganador en la segunda
vuelta. Baldizón, quien fuera el mayor contrincante de Pérez Molina en
las anteriores elecciones y en estas largamente encabezó las encuestas,
quedó descartado al perder el segundo lugar ante Sandra Torres, líder y
candidata del partido Unión Nacional de la Esperanza (UNE), de origen
socialdemócrata.
En la recta final, ambos fueron superados
por el evangélico Jimmy Morales, comediante y empresario de la
televisión que, presentado como “no político” con el slogan de “ni
ladrón ni corrupto”, sobrepasó a sus contrincantes sin tener un partido
con estructura ni proyecto nacionales. Eso reflejó el repudio de los
electores a los políticos conocidos. Sin embargo Morales no cayó del
cielo: es apoyado por la Asociación de Veteranos Militares
‑‑organización de los oficiales que plagaron al país de atrocidades
durante la guerra contrainsurgente‑‑ y la derecha más radical.
Las votaciones alcanzadas mostraron que ninguno de esos candidatos
tiene peso político significativo. Cualquiera que en octubre resulte
ganador enseguida deberá buscar entendimientos con el movimiento
ciudadano para poder gobernar. Tanto el sistema político como el
tributario están en crisis y carecen de confiabilidad. Las cajas están
vacías. Además de la situación económica agravada por cinco meses de
protestas masivas, se avecina una crisis alimentaria, pues la sequía
malogró la cosecha de maíz y redujo las demás. Y en ese contexto el ese
gobierno deberá atender apremiantes exigencias y encauzar las reformas.
Además, deberá enfrentar al narcotráfico tras unas elecciones
en las que se afirma que este financió las campañas de no pocos
candidatos legislativos y municipales de diversos partidos.
- Algunas evidentes conclusiones
Algunos se preguntan si los grandes movimientos ciudadanos que han
surgido en Honduras y Guatemala constituyen una revolución, o
representan la posibilidad de una revolución y, en tal caso, qué género
de revolución.
Asimismo, ante la aparición de fenómenos de
esa envergadura y los procesos que a partir de ahí podrán desatarse (o
ser desviados, o dejarse de continuar) ¿cuáles son las reacciones de
Estados Unidos, el otro gran actor regional? Contestar tales preguntas
amerita una breve disquisición previa.
Los países del Triángulo
Norte, como la mayoría de sus vecinos, están entrampados entre un
conjunto de obstáculos al desarrollo. Sobre todo, las desigualdades y
rezagos de su estructura de relaciones sociales, de donde derivan las
deficiencias institucionales que hemos mencionado. Tanto la delincuenca
organizada –ya sea de cuello blanco o de cuello sudado‑‑
como la corrupción gubernamental y privada son indicios visibles de un
iceberg de mayor magnitud y complejidad que los genera. Sin embargo,
unos indicios capaces de provocar dinámicas adicionales e incidir sobre
otros aspectos de la realidad.
No cabe recapitular aquí la
acumulación histórica de formas de explotación y represión ‑‑así como
de resistencia y rebelión‑‑, ni sus efectos socioculturales, que están
tras las cifras regionales de desempleo e informalidad, pobreza,
insalubridad, etc. Pero sabemos que eso se corresponde con una
estructura de las relaciones de poder, del Estado, la política y la
gestión pública que no solo dejan de corregir de raíz esos males, sino
que viabilizan su existencia y reproducción, dado que son el poder, la
política y la gestión estatal que resuelven lo que le interesa a
quienes dominan esas estructuras.
En gran parte del mundo,
pero sobre todo en el subdesarrollo, esas desigualdades e injusticias
estructurales continuamente arrojan población fuera de las actividades
más rentables de la economía. Generan trabajo depreciado, desempleo e
informalidad, población desplazada y “sobrante” y, con ello, disgusto
social y emigración. Un estudio reciente del PNUD y la FAO en el
Triángulo Norte desdijo al acostumbrado discurso norteamericano, al
demostrar que el hambre es la mayor causa de emigración hacia Estados
Unidos, más que la violencia o la inseguridad. Antaño emigrar fue una
esperanza; hoy es el modo de fugarse para sobrevivir. Y su expresión
más dramática se presentó en 2014, cuando millares de menores sin
compañía de adultos intentaron llegar a ese país, en una zaga amarga
que a muchos nos recordó la medieval Cruzada de los niños.
No obstante, como lo advirtió Omar Torrijos: “no hay mal que dure cien
años ni pueblo que se lo aguante”. Por un lado, la sumisión de las
otras clases sociales tiene un límite, como los jóvenes, la clase media
y sectores populares aún desorganizados lo están demostrando. Por otro,
el desenvolvimiento del capitalismo ‑‑incluso en el subdesarrollo‑‑ no
puede repetir indefinidamente las formas primarias de acumulación
primitiva del capital. Su progreso y globalización requiere renovar las
fuerzas productivas ‑‑incorporar nuevas tecnologías, reactualizar
técnicas de gestión y crear otros mercados‑‑, donde no encajan las
viejas formas de explotación.
No solo el pueblo desposeído y
la clase media necesitan darle vuelta a la situación y encontrar
opciones programáticas y organizativas para lograrlo. En los países del
Triángulo del Norte, como en muchos otros, ese desarrollo también
desgaja al capital entre los explotadores aferrados a los viejos
métodos y quienes buscan invertir en alternativas de nueva eficiencia.
Se rivaliza entre rudos y técnicos por el control de las
manijas del gobierno y la ley. Los primeros, enfrentando creciente
resistencia popular; los segundos, reconociendo la necesidad de
capacitar y motivar trabajadores más calificados. Aunque esto excede el
tema de estas páginas, vale anotar que ello asimismo genera un
desgajamiento entre las respectivas opciones culturales y proyectos de
país.
En Guatemala y Honduras, esa disyuntiva entre antiguas
y nuevas formas del desarrollo capitalista también explican que algunos
grupos empresariales ‑‑tanto locales como transnacionales‑‑ secunden
las movilizaciones ciudadanas. Al efecto, juegan una carta de dos
caras. Una procura determinados cambios, como quitar el monopolio del
Estado a los sectores más atrasados y corruptos, buscar una gestión
gubernamental más racional y fiable, sanear los órganos del Estado e
instituciones para obtener servicios más eficientes y, en especial,
para lograr una administración de justicia donde litigar con
transparencia las querellas que interesan al capital nacional y foráneo
y, finalmente, establecer un sistema electoral y un parlamento
representativos donde quepa concertar acuerdos en los que el capital
pueda confiar a largo plazo.
A la par, su otra cara busca que
los acontecimientos no desborden los límites de la racionalidad
capitalista y evitar que puedan darse izquierdazos que
desborden ese objetivo o lleven al caos y el retorno al despotismo
militar. Aunque este progreso acotado es mucho menos de lo que los
dirigentes populares desean, o lo que algunos ideólogos pequeño
burgueses reclaman, aun quedarse en ese limitado punto sería un
progreso en países que hasta ahora tuvieron la condición de cotos de
caza de la acumulación primitiva del capital. Por supuesto, debemos
aspirar a mucho más, pero esto solo podrá realizarse si esta
oportunidad intermedia es aprovechada para formar las fuerzas
necesarias para ir más allá. Al cabo, ella no difiere mucho de lo que
antes del reinado neoliberal las izquierdas admitían como revoluciones
liberal‑democráticas, democrático‑burguesas o procesos de liberación
nacional.
Así las cosas, en el horizonte inmediato no estamos
ante revoluciones sino frente a rebeliones ciudadanas por el
saneamiento cívico de la nación. Procesos que, además, tienen lugar en
contextos de crecida inseguridad ciudadana y violencia criminal, tanto
delictiva como política, lo que implica no poco coraje moral. Ni ética
ni políticamente, ninguna opción progresista o de izquierda puede
sustraerse de un movimiento de masas contra la corrupción. Quienes
alegan que eso no basta deben asumir la responsabilidad de organizar y
darle viabilidad a algo mucho mayor.
- Las falencias del otro gran actor de este drama
El dominio norteamericano sobre la región no es retado por ninguno de
estos movimientos. Por lo demás, la óptica del gobierno estadunidense y
el manejo de sus medios de influencia no es muy diferente de dicho
reformismo empresarial. De hecho, la mayoría de las empresas
involucradas manejan franquicias norteamericanas o están asociadas a
transnacionales estadunidenses. Procurando darle al área la
racionalidad necesaria para que no colapse, además de la usual
preocupación de Washington por el combate al narcotráfico, ahora agega
otras dos cartas bajo el impacto de la marea migratoria que los países
del Triángulo siguen generando y, especialmente, ante el drama de los
niños migrantes. La primera, busca que los gobiernos del caso actúen
contra la corrupción, refuercen el cumplimiento de la ley, persigan al
crimen organizado, reduzcan la criminalidad y respeten la
institucionalidad democrática. Busca abatir la violencia como causa de
emigración. En ese contexto, algunos funcionarios norteamericanos han
criticado a ciertos personajes corruptos y, en Honduras, el embajador
estadunidense hizo acto de presencia en una marcha ciudadana.
La otra carta del gobierno norteamericano propone y promueve la Alianza
para la Prosperidad, proyecto de apoyo al progreso socioeconómico de
los países del Triángulo cuya lógica descansa, asimismo, en que mejorar
las condiciones de vida en esos países mitigará su emisión de
migrantes. Al igual que en la primera carta, esa lógica no está
equivocada sino erróneamente enfocada. Ciertamente, la violencia y la
inseguridad, así como la desesperación por las malas condiciones de
supervivencia y el hambre ‑‑en Centroamérica como en Puerto Rico,
México y otros países‑‑ incrementan la marea migratoria. Pero tales
cartas solo perciben los síntomas externos más visibles del fenómeno,
cuando para superar esos males hay que ir al núcleo del iceberg para
superar sus causas estructurales. Mientras eso no suceda, los males que
se quiere paliar seguirán multiplicándose.
El proyecto fue
anunciado y defendido personalmente por el vicepresidente Joe Biden y
la Casa Blanca ha solicitado al Congreso aprobar 1,000 millones de
dólares para implementarlo. Pero los repetidos escándalos morales y
legales de los gobiernos de Guatemala y Honduras erigen muros de
desconfianza sobre la posibilidad de que tantos millones vayan a tener
un uso aceptablemente racional y justificable. En el Senado de
Washington, su monto ya fue reducido a 673 millones, en la Cámara de
Representantes a 300 y en ambas instancias tiende a seguir a la baja.
Un alto dirigente del gobierno de uno de los países del Triángulo
pronostica que la Alianza para la Prosperidad simplemente se esfumará.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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