Guillermo Almeyra
El
largo y sostenido esfuerzo, durante décadas, de los hacedores de paz en
Colombia comienza a dar sus frutos, mediante el nuevo impulso recibido
con la mediación venezolana, cubana, noruega y papal. El apoyo de Raúl
Castro y el gobierno cubano, así como las recientes declaraciones del
papa Francisco ayudaron poderosamente a destrabar un largo proceso de
negociaciones que parecían interminables. Fueron decisivos los paros
campesinos y las movilizaciones de los indígenas de Colombia que,
simultáneamente al conflicto con Venezuela en la frontera debido al
contrabando de bienes subsidiados de este país y a la infiltración de
paramilitares colombianos en la República Bolivariana de Venezuela,
colocaron al presidente Juan Manuel Santos ante una presión social
interna y otra externa y lo obligaron a no ceder ante la presión y el
chantaje de la ultraderecha colombiana dirigida por el ex mandatario
Álvaro Uribe.
La división de las facciones burguesas colombianas sobre cómo
resolver la inestabilidad social –expresada en la disputa entre el
agente de Estados Unidos y ultrarreaccionario Uribe, que tiene fuerte
apoyo militar y paramilitar, y el conservador y derechista Santos,
perteneciente a una familia importante de la oligarquía tradicional–
debilita a las clases dominantes que gobiernan ligadas a Washington
(Estados Unidos tiene siete bases en Colombia y ha firmado con Bogotá
el Plan Colombia, que amenaza a Venezuela, Ecuador y Brasil). Las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo
(FARC-EP), por su parte, están debilitadas por la muerte o asesinato de
importantes dirigentes y por la pérdida de miles de miembros. Hugo
Chávez les dijo ya en 2010 que no tenían futuro como movimiento armado;
por lo tanto, en esta situación sin salida en la que todos están
desgastados no tienen otra opción que las negociaciones de paz que son
también vitales para Ecuador, Venezuela y Cuba, en particular, que
buscan hacer frente a las maniobras hostiles del imperialismo.
La lucha entre dos aparatos militares, el de la guerrilla, menor, y
el del Estado, lleva al inevitable fracaso del primero si no tiene
apoyo político mayoritario y un programa revolucionario. Además,
conduce a la degeneración de los originales movimientos campesinos de
autodefensa, que recurren a secuestros, reclutamiento forzado o
acuerdos con los delincuentes para obtener armas y pierden apoyo social
hasta para las negociaciones de paz.
Pero la historia pesa mucho, particularmente en un país como
Colombia que nunca llegó a constituir realmente un Estado debido al
peso de las oligarquías locales, las cuales mantuvieron hasta fines de
la primera mitad del siglo XX las guerras civiles que ensangrentaron a
otros países latinoamericanos en el siglo XIX.
La matanza de liberales y de obreros y campesinos culminó en 1948
con el asesinato del senador liberal Jorge Eliézer Gaitán, crimen que
llevó al sangriento Bogotazo y a los años de la Violencia, con más de
200 mil muertos y millones de desplazados. Los campesinos liberales
alzados en armas se aliaron con los comunistas y formaron la llamada
República de Marquetalia, en lucha contra el poder central, los
conservadores y la derecha del Partido Liberal. En 1970, ante el fraude
que dio la presidencia a Pastrana, de las filas de la izquierda
socialista de la Anapo de Rojas Pinilla surgió un nuevo frente
guerrillero –el Movimiento 19 de Abril (M19)– que años después se unió
con las FARC, el EPN y el EPL en una Coordinadora Guerrillera
Bolivariana, y en los primeros años 80 negoció la paz en el Acuerdo de
Corinto con el gobierno, que no cumplió. Posteriormente, el M19 entregó
las armas y se convirtió en un partido legal, la Alianza Democrática
M19, cuyo dirigente Carlos Pizarro fue asesinado alevosamente en 1990,
al igual que centenares de militantes. La ADM19 dio origen al Polo
Democrático Alternativo, y ex dirigentes del M19, como Gustavo Petro,
alcalde de Bogotá o Navarro Wolf, se destacan actualmente entre los
progresistas.
En el
ala izquierda y progresista de Colombia pesan, por lo tanto, los
recuerdos del fracaso del Acuerdo de Corinto en los años 80 y de la ola
de asesinatos de quienes dejando las armas optaron por una vida
política legal y de cientos de sindicalistas y militantes obreros.
Por eso es tan difícil en Colombia el camino de la paz: no basta con
que el gobierno de turno se vea obligado a aceptarla dientes para
afuera, sino que es necesario que las empresas, la ultraderecha y
Estados Unidos (una verdadera trinidad) cumplan con los acuerdos
firmados tras el desarme de las guerrillas mientras se siguen rearmando
los militares y paramilitares.
No hay otra salida que la paz, que permitiría la vuelta a sus
hogares de millones de refugiados y podría abrir la puerta a un proceso
de reforma agraria radical para satisfacer las necesidades de los
campesinos y los indígenas y cambiar la situación en la frontera entre
Colombia y Venezuela que casi llevó a un enfrentamiento armado. Pero
las garantías establecidas en el proyecto de acuerdo FARC-Santos sólo
podrán ser eficaces si el acuerdo de paz en La Habana permite construir
en el futuro próximo un vasto movimiento social y político progresista
en Colombia.
El 25 de octubre se deberían realizar en Colombia las elecciones
regionales que elegirán los gobernadores. El plazo de la negociación de
la paz y de actuación de lo acordado es mucho más lento que el
electoral y eso favorece a los poderes locales de la ultraderecha. Pero
las negociaciones de paz podrían estimular la reorganización del
progresismo y permitirle lograr nuevamente la alcaldía de Bogotá y
posiciones políticas de fuerza propia entre los frentes del conservador
Santos, ex ministro de Defensa de Uribe, y la ultraderecha uribista,
ligada al narcotráfico y dependiente de Washington y dar nuevas fuerzas
al movimiento obrero, campesino e indígena. No habrá paz real en
Colombia sin un cambio radical en la relación de fuerzas entre las
clases que conduzca a la unificación real, desde abajo, del país que se
disputan las oligarquías.
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