Analizar el proceso bolivariano puede
ser sumamente importante para quienes siguen creyendo que “otro mundo es
posible”, otro mundo no regido por la lógica del capital, del mercado, de la
guerra. Guatemala tiene muchas diferencias con Venezuela, pero también rasgos
comunes, en tanto nación latinoamericana. En tal sentido, la revisión crítica
de la situación venezolana puede darnos luces para nuestro país.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América*
Desde Ciudad de
Guatemala
I
El proceso abierto por la llegada al
poder Ejecutivo en 1998, del teniente coronel Hugo Chávez a través de
elecciones democráticas, cambió bastante el panorama en Venezuela, y en buena
medida, en toda la región latinoamericana.
Debe partirse por entender que no fue
una revolución popular, socialista, espontánea, como las que se dieron a lo
largo del siglo XX en Rusia, China, Cuba, Vietnam o Nicaragua. En realidad fue
un proceso sui generis donde un
militar formado en el anticomunismo (paracaidista de los cuerpos de élite de
las fuerzas armadas), sin preparación marxista, profundamente cristiano, se
montó en el descontento popular que venía dándose desde 1989 con el Caracazo
(primera reacción popular en toda América Latina a los planes neoliberales que
se venían aplicando, violentamente reprimido por el gobierno de Carlos Andrés
Pérez con una cauda nunca determinada de muertos que va de 2,000 a 10,000).
Así, retomando la ira popular ante ese estado de cosas, y con un mensaje
moralizante, llegó a la presidencia.
A partir de un discurso centrado en
la lucha contra la corrupción, Chávez ganó las elecciones y comenzó a construir
un proyecto nacionalista. Para sorpresa de todos, aún de la misma población que
lo había votado, rápidamente comenzó a hablar de un nuevo socialismo,
formulando la crítica del socialismo real, ya caído para ese entonces. Fidel
Castro inmediatamente le tendió una mano -o más bien aprovechó la circunstancia
de encontrar un aliado latinoamericano que le ayudara a salir del “período
especial”-, con lo que el discurso chavista fue tornándose más radicalizado,
más “cubanizado”. Pero nunca hubo un planteo estrictamente socialista.
En sus alocuciones -y en su práctica
política- Chávez ponía en un pie de igualdad las figuras de Ernesto Guevara y
de Cristo, citando indistintamente la Biblia o un texto de Plejánov. Él mismo
dijo muchas veces explícitamente que no era marxista. Su plan de gobierno era
una mezcla voluntarista de “buenas intenciones”, más cerca de la
socialdemocracia o la caridad cristiana que de un proyecto revolucionario. Lo
cierto es que las circunstancias lo fueron convirtiendo en un líder
increíblemente popular, con gran arraigo dentro y fuera de su país, siendo una
figura mediática como pocas veces se dio.
II
Eso es, en definitiva, la llamada
Revolución Bolivariana: una indefinición. Y así cursó varios años, con
interesantes avances para el campo popular (mejoras en los niveles de vida a
partir de una más equitativa distribución de la renta petrolera del país), pero
sin tocar nunca los resortes últimos del capital. Muriendo, Chávez -que pasó a
ser figura sempiterna del proceso, abriéndose forzosamente la pregunta de si
puede haber socialismo basándose en el culto a la personalidad de un
dirigente-, designó “sucesor”.
Nicolás Maduro, un ex sindicalista
que proviene de las filas del Partido Socialista, fue el ungido. El Partido
Comunista de Venezuela acompaña todo el proceso con una posición crítica:
acompaña, es parte, defiende la construcción de este experimento, sin haberse
querido integrar plenamente al Partido Socialista Unido de Venezuela -el PSUV-,
el cual en realidad es más una maquinaria electoral que un verdadero partido
revolucionario organizado de la clase trabajadora.
Hoy día la revolución sigue en pie,
aunque muy atacada (¿débil?) en sus cimientos. Puede decirse que en Venezuela
hoy se libra una guerra. Pero para ser exactos, hoy por hoy se acrecienta una
guerra que, en realidad, se viene librando desde hace años.
Seamos claros: la guerra en cuestión
no es sólo la situación de ataque económico a la que se ve sometido el gobierno
de Nicolás Maduro en este momento puntual. La guerra está desde el momento
mismo en que Hugo Chávez puso en marcha un proceso en que se pretende tocar las
estructuras de la sociedad.
La actual “guerra económica” que
sufre el proceso bolivariano no es sino la profundización de una lucha eterna
que, siendo consecuentes con el análisis del materialismo histórico, ha
existido siempre en todos estos años de intento de transformación.
La guerra que vive la Revolución
Bolivariana, hasta ahora sin armas de fuego, no es muy distinta de la que
padeció durante 64 años Corea del Norte, durante 50 años Cuba, durante 60 años
Palestina, durante 38 años Irán. A pesar de amenazas, invasiones y una interminable
batería de artilugios -en muchos casos sí con armas de fuego- esos países
siguen ahí. ¿Se podrá decir lo mismo de Venezuela en el futuro? ¿Seguirá ahí?
Vale la pena preguntarnos, con un
sentido crítico y ¡constructivo!, por qué no se tomaron las precauciones
elementales para librar esa guerra si se sabía que el enemigo siempre ha estado
y estará ahí. En 15 años que lleva el proceso, 840 mil millones de dólares
generados por la renta petrolera pareciera que no fueron suficientes para fortalecer
la transformación iniciada con Hugo Chávez vivo. ¿Por qué? Un proceso que se
pretende socialista sólo se puede fortalecer -dicho de otro modo: sólo se puede
ganar esta guerra- con más socialismo, nunca con menos.
La lucha de clases, motor de la historia
-en Venezuela y en cualquier parte del mundo- sigue estando al rojo vivo.
Ahora, con estas iniciativas desestabilizadoras que está tomando la oligarquía
nacional desde fines del 2014, centradas en la esfera económica, la lucha cobra
mayor fuerza; pero esto, si bien tiene características particulares, no es muy
distinto en esencia de todos los ataques que ha venido sufriendo la Revolución
Bolivariana en su historia.
Si algo hubo en estos 15 años de
proceso bolivariano fue justamente pretender sentar las bases de un nuevo
modelo, de una nueva sociedad. Evidentemente eso no es fácil. Y en estos
momentos -es preciso reconocerlo con valentía para seguir creyendo en la utopía
y continuar dándole forma- ese proyecto debe ser revisado con carácter crítico constructivo.
III
¿Es particularmente más agresivo el
ataque de la derecha ahora? ¿Hay errores propios que se están pagando? ¿Hay una
combinación de ambas causas? Resulta imprescindible analizar a profundidad la
situación actual -conociendo la historia que le antecede- para buscar
alternativas. No hacerlo podría llegar a significar el fin de esa hermosa
utopía que llamamos “socialismo del siglo XXI”.
Y ahí debe arrancar el verdadero
análisis crítico: ¿qué es este socialismo?
Insistamos con la idea: un socialismo
jaqueado sólo podrá vencer no con concesiones y titubeos, sino con más
socialismo. ¿Cómo pudo reconstruirse la Unión Soviética devastada por la
terrible Segunda Guerra Mundial, para llegar a ser superpotencia pocos años
después? Con más socialismo. ¿Cómo pudo Cuba soportar el “período especial” una
vez desaparecida la Unión Soviética? Con más socialismo. Las concesiones y
titubeos no llevan por buen camino.
No cabe ninguna duda que luego de
décadas de capitalismo salvaje, extinguido el campo socialista soviético, las
ideas de justicia social y lucha por un cambio revolucionario de la sociedad
quedaron debilitadas. Las luchas de clases no terminaron (¿cómo podrían
terminar acaso, si son lo que mueve la historia?), pero el discurso conservador
dominante intentó pasar al baúl de los recuerdos todo lo que tuviera que ver
con “socialismo”, “revolución obrera y campesina”, “poder popular y
socialización de los medios de producción”, “lucha antiimperialista”.
Fue la llegada de Hugo Chávez a la
presidencia de Venezuela lo que permitió desempolvar esos anhelos. El proceso
que él iniciara revitalizó esas dormidas y muy golpeadas esperanzas. La
historia, por supuesto, no había terminado. El campo popular allí siguió
estando, resistiendo como pudo las políticas neoliberales, diezmado,
desorientado en su lucha política.
Lo que sucedió en Venezuela sucedió
igualmente en todos los puntos de Latinoamérica. En algunos países hubo
respuestas que podríamos caracterizar como socialdemócratas, tibias,
reformistas (Argentina con los Kirchner, Brasil con el PT, Chile con Bachelet,
Uruguay con los ex tupamaros, Ecuador con Correa. Lo de Bolivia merece un
capítulo aparte, porque es el punto donde más se avanzó en la respuesta
socialista y popular). De todos modos, ninguno de esos planteamientos jaqueó al
sistema capitalista de su nación ni al amo imperialista estadounidense.
El caso de Venezuela es una “piedra
en el zapato” para Washington dadas las enormes reservas de hidrocarburos que
atesora, botín que el imperio no va a perder. Ese pareciera el elemento
principal a considerar para entender la situación del país caribeño; un
gobierno nacionalista que quiere manejar autónomamente sus recursos, y si a eso
se suma un presidente díscolo (Hugo Chávez) que puede tratar de “diablo” en la
cara al primer mandatario de la primera potencia mundial, llamando a una unidad
latinoamericana con un talante al menos no capitalista, el resultado es lo que
vemos: el imperio muestra los dientes.
Ahora, después de la caída del muro
de Berlín y la extinción del campo socialista europeo, desde hace ya unos años
los viejos ideales de socialismo volvieron a la palestra. Volvieron no sólo en
Venezuela, sino que se expandieron por el continente, en muy buena medida, de
la mano de este proceso que se abrió en el país caribeño, y bajo la perspectiva
de un “nuevo socialismo”, el del siglo XXI.
Pero resta por definirse qué es eso:
¿no es el socialismo clásico? ¿No es la concepción forjada un siglo y medio
atrás a partir de la lectura crítica de la economía capitalista que hicieron
sus fundadores?
Seamos rigurosos: ¿cuál es, en
definitiva, la ideología que mueve este proceso esperanzador que se abrió en la
República Bolivariana de Venezuela? ¿En qué consiste exactamente el socialismo
del siglo XXI? En realidad, nunca se lo definió en sentido estricto. Si es la
intención de formular una crítica a la burocracia y el verticalismo de las
experiencias soviéticas: ¡bienvenido! La constatación de la realidad venezolana
nos muestra que las prácticas burocráticas, verticales y corruptas no
desaparecieron en su dinámica. Y lo que resulta más importante, definitorio si
se quiere: la propiedad de los medios de producción (¿de quién son realmente?),
nunca fue transformada en su raíz.
El economista venezolano Manuel
Sutherland hizo notar que,
según
las Cuentas Nacionales, explicitadas por el Banco Central de Venezuela (BCV),
el PIB privado (el porcentaje de la actividad económica del país en manos
directas del empresariado) corresponde al 71% del total (año 2010). En el año
de 1999 el PIB privado era de 68%. Es decir que, a pesar de las
nacionalizaciones, el PIB sigue siendo mayoritariamente privado, y comparado
con países que nada tienen que ver con el comunismo –como Suecia, Francia e
Italia, donde el PIB es mayoritariamente público (estatal)–, el Estado
venezolano no tiene en sus manos (salvo el petróleo) ningún resorte económico
importante de la economía (Sutherland,
2013).
En
otros términos: el proceso de transformación que se vive tiene como soporte
ideológico una mezcla algo ambigua de socialdemocracia, voluntarismo, caridad
cristiana y, por allí, algunos chispazos inspirados en el materialismo
histórico. No hay dudas que algo está pasando, por eso la derecha (nacional e
internacional) reacciona airadamente.
No
hay duda que las clases populares, subalternas -el “pobrerío” en sentido
amplio, para decirlo con un término quizá no marxista- hoy día se sienten
protagonistas de su propia historia. El poder popular, al menos en parte,
comienza a ser un hecho: los “negros de los barrios” ahora entran triunfantes
al Teatro Teresa Carreño, otrora un ícono de la oligarquía vernácula. Y donde
quiera que se vaya está instalado el discurso popular.
En
un país “acostumbrado” por décadas al espectáculo mediático de la democracia
(se votaba y se cambiaba el partido gobernante con una alternancia casi
ensayada, pero no más), ahora esa misma población discute sus asuntos en
asambleas comunitarias; una sociedad acostumbrada a la banalidad y a los
concursos de belleza femenina, ahora pide cerrar los canales televisivos
golpistas (como pasó con Globovisión) y formar milicias populares armadas para
defender su revolución.
He
ahí los gérmenes de lo que, si se potencia, puede ser una verdadera
transformación. Pero los resortes últimos de la sociedad, la propiedad de los
medios de producción, siguen en manos de una de las clases enfrentadas a muerte
con los productores reales de la riqueza: ¡continúan siendo de la burguesía! Si
eso no cambia, el manejo estatal del petróleo no alcanza para crear esa nueva
sociedad que se desea, la sociedad socialista. La “guerra económica”
actualmente vivida tiene su origen en esa dinámica, en esa contradicción de
base no superada todavía.
En relación a esto se
preguntaba el Ministro del Poder Popular para la Cultura, Reinaldo Iturriza:
Respecto del gobierno, de nuestra responsabilidad, de la necesidad de
reconocer nuestras incapacidades, cabría esperarse un ejercicio (…) [para ir] identificando lo que hemos hecho y lo que
hemos dejado de hacer (…).
Identificar, por ejemplo, cuándo y cómo permitimos que una “nueva clase”
creciera al amparo de la revolución, y cuándo y cómo ella misma terminó siendo
un obstáculo para liberarnos de las amarras de la economía rentista. Cómo y
cuándo, por acción u omisión, contribuimos a crear las condiciones para la
aparición del fenómeno del cadivismo*.
Por supuesto que dentro de las filas bolivarianas hay voces críticas. Quizá no todas las que debiera, pero las hay. En algunos, al menos, existe la intención de preguntarse seriamente qué se hizo mal. Porque, siendo realmente revolucionarios, no puede pensarse que todos, absolutamente todos los problemas son consecuencia del accionar del enemigo. La CIA existe y complota, sin dudas; pero el campo bolivariano -e incluso el intocable comandante Chávez- pueden cometer errores. ¿No debería ser la crítica continua un elemento que supere al burocrático y anquilosado socialismo soviético?
IV
Estas líneas en modo alguno
pretenden ser una “receta” para corregir errores, pero sí un honesto y
transparente aporte para tratar de entender un poco más lo que está pasando con
la actual “guerra económica”, que podría terminar frenando y haciendo caer el
proceso.
¿Es sólo la derecha la
causante? Por supuesto que la guerra estuvo desde el primer día en que Chávez
mostró que era algo más que un militar golpista (igual que una amplia mayoría
de militares latinoamericanos). Hablar de “socialismo” después de la Guerra
Fría y del triunfo omnímodo del gran capital era una herejía. En Venezuela se
comenzó a hablar. Y se comenzó, quizá con tibieza, a tratar de construirlo.
Ahí comenzaron los primeros
problemas: la derecha reaccionó (así como sigue reaccionando ahora, por eso el
golpe de Estado contra Chávez en el 2002, los sabotajes petroleros, los
paramilitares, las guarimbas** y toda la parafernalia de
acciones que podrán venir en el futuro inmediato).
Pero la revolución nunca
tuvo claro (y parece que no lo tiene tampoco ahora) qué es eso del socialismo
del siglo XXI. Que el enemigo de clase reaccione es lo esperable (¿por qué no
habría de hacerlo?, pues la “guerra” no comenzó con el mercado negro, la
especulación y el desabastecimiento actuales: la guerra es la lucha de clases,
siempre presente desde que hay sociedades con propiedad privada). La otra parte
del problema está del lado del movimiento bolivariano: ¿hacia dónde se quiere
ir realmente?
Si esto no está precisamente definido, será difícil cuando no imposible, seguir caminando. El proyecto económico de la revolución es algo incierto, confuso incluso: ¿es socialista? ¿Es socialdemócrata? ¿Capitalista con rostro humano? ¿Control obrero de la producción o asistencialismo gubernamental?
Alguna vez el presidente Chávez ponderó lo que él llamó “Método Chaz-Az de resolución de conflictos”, en alusión a una negociación que él mismo, en persona, mantuvo con el hacendado Carlos Azpurúa con motivo de la nacionalización de su propiedad ganadera en 2005. Negociación dentro de los márgenes de la empresa privada, con la garantía de un gigante político como Chávez, al que, pareciera, nada se le podía cuestionar, y mucho menos ahora, erigido ya en figura casi mítica (después de su muerte comenzó a llamársele “Comandante Supremo”). Pero para un planteo socialista, ¿es posible, o más aún: es deseable un proyecto de esas características, de resolución amistosa de conflictos? ¿Diálogo con el enemigo? Es para pensarlo. ¿Qué puede salir de ahí?
Esa indefinición, este cuestionable modelo asentado finalmente sólo en las espaldas del Comandante que decidía todo, no es sostenible. Alguna vez Fidel Castro, acompañando al presidente Chávez en una gira dentro de Venezuela y viendo cómo éste se ocupaba de resolver todos y cada uno de los detalles que cada ciudadano se acercaba a plantearle, le dijo sabiamente: “Chico, ¡no puedes ser el alcalde del país!”.
Quizá es hora de comenzar a cuestionar críticamente mucho de lo hecho hasta ahora. El culto a la personalidad nunca es aconsejable. ¿No era eso, entre otras cosas, lo que se debía superar en relación al burocratizado socialismo soviético?
V
Digámoslo claramente: en
los 15 años de proceso bolivariano no hubo una clara política económica
socialista. Se podría alegar que no era posible, por razones
político-coyunturales, levantar banderas del socialismo clásico hoy. En un
mundo globalizado por los grandes capitales y con Washington a la cabeza, sin
campo socialista como reaseguro, tal como lo tuvo Cuba en su momento, es
imposible.
Puede ser, pero
ello abre la pregunta respecto a qué se ha estado construyendo estos años. Lo
cual lleva a conclusiones inexorables: 1) la economía, y el Estado que la
administra, siguen siendo capitalistas. Y, no menos importante, 2) no se salió
del rentismo petrolero. He ahí un cuello de botella ineludible. Superar eso es
la clave para ganar la “guerra económica”. O, dicho de otro modo, para
profundizar, de una buena vez por todas, la revolución y construir el
socialismo.
El rentismo petrolero constituye,
quizá, el principal nudo gordiano. Valga retomar y profundizar la tesis de Juan
Pablo Pérez Alfonso (padre de la OPEP, como se le conoce): “El petróleo hay que sacarlo de la economía, porque su presencia
interfiere toda la actividad económica y lo peor, obnubila las conciencias,
destruye al individuo” (Moraria: 2015).
En Venezuela toda actividad económica
productiva choca con el petróleo, el dios todopoderoso que todo lo puede, sin
coto ni medida. La renta petrolera no
se debe repartir: se debe dejar guardada igual que estaba cuando era petróleo.
Pérez
Alfonso decía que el petróleo es como una alcancía de la cual sólo se puede
sacar, pero no se le puede meter. Hay que
sacar sólo lo indispensable. A lo que
se saca hay que darle utilidad como ahorro, no como gasto público ni menos como
incentivo de la economía. La economía debe ser altamente productiva, no
rentista; debe defenderse por sus propios medios, por sus propios mecanismos,
por su propio dinamismo y no por la muleta de la renta petrolera.
Existe en
Venezuela una economía ficticia, por cuanto todo, absolutamente todo está subsidiado.
La construcción del socialismo, en tanto modelo de una sociedad de justicia
donde todos producen y todos igualitariamente reciben una parte de esa riqueza
social, no puede basarse en una dispendiosa chequera que subsidia todo, tal
como vino haciendo el proceso bolivariano estos años.
Los noruegos siguieron las recomendaciones de Pérez
Alfonso y son la economía más fuerte de Europa, sin las angustias de los demás
países de la Unión Europea, con reservas por 900 mil millones de dólares. ¿Por
qué no hizo lo mismo la Revolución Bolivariana?
El
analista económico Claudio Katz (2006), citando a Modesto Guerrero, dijo con
precisión: “En Venezuela no faltan dólares. Lo que está en juego es el
destino de la renta petrolera”. Expresado de otro modo: en el país no
faltan recursos, de ningún modo. La cuestión está en cómo se reparte esa renta.
Históricamente
la riqueza generada por la producción quedó mayormente en manos de la clase
dirigente: una burocracia petrolera y el empresariado nacional (agrícola,
industrial, de servicios), o retornaba a las casas matrices de las
corporaciones multinacionales que operan en territorio venezolano. Muy buena
parte de esa renta iba destinada a un consumo en cierta forma irracional,
suntuario: “está barato, ¡deme dos!”.
Con el
proceso bolivariano ello no cambió sustancialmente, pero sí en parte la forma
en que se repartía, por cuanto comenzó a llegar algo más a los desposeídos de
siempre. Por eso la derecha reaccionó (por razones más viscerales, ideológicas,
que económicas). De todos modos, los mecanismos últimos de la economía (la
propiedad de los medios productivos) no se expropiaron. Y lo mismo pasó con el
sistema financiero.
Sucede
hoy que ese sistema, el capital bancario, es el que más se beneficia del
ingreso petrolero y de la producción general del país. Las divisas con que
cuenta Venezuela terminan pasando por el sistema financiero privado, que es el
que finalmente marca el ritmo de la economía. En tanto el Estado siga en esa
dependencia, está atado de pies y manos.
El
asistencialismo que permitió la renta petrolera en estos últimos años (“Chávez
me regaló la casa” es el ejemplo arquetípico) no construye socialismo. La
dádiva no es socialista, así como la llamada cooperación internacional (USAID,
Unión Europea, JICA, etc.) no coopera más que con quien la da.
Por
otro lado, ese asistencialismo descansa en una dadivosa chequera, pero no en un
genuino crecimiento económico. ¡Así no se puede construir la sociedad
socialista! La derecha puede hacer la guerra porque tiene servida en bandeja
las facilidades con qué hacerla.
Citando
una vez más a Sutherland:
Lo que sucede en la
República Bolivariana de Venezuela es la fuga de capitales, la fuga de dólares
fundamentalmente; eso se da junto o a través de la importación fraudulenta con
el control de cambios. En Venezuela, desde el 2003 al 2013 se han fugado más de
150 mil millones de dólares; eso equivale al 50% del PIB y hace que la moneda
venezolana siga perdiendo valor, se deprecie y lamentablemente el gobierno no
ha estatizado el comercio exterior (que es lo que como marxistas proponemos, la
estatización de la banca y del comercio exterior) sino que ha respondido
haciendo emisiones monetarias inorgánicas, es decir, imprimiendo más dinero, presionando
sobre los precios y que haya inflación (Sutherland, 2013).
Con todas esas medidas, que no son socialistas,
quien se perjudica finalmente es la gran masa de asalariados, el “pobrerío” de
siempre.
Por
otro lado, la edificación de una sociedad nueva, con dignidad para todos, sostenible
y respetuosa del medio ambiente, no se puede hacer sobre la base de la
monoproducción, de la venta de petróleo, quedando el país en dependencia casi
absoluta de la industria y la tecnología extranjeras, incluida también la
seguridad alimentaria.
Ello es
una bomba de tiempo con la que, de ningún modo, es posible edificar una nueva
sociedad alternativa. Si aún persiste una extendida cultura consumista y el
ícono nacional continúan siendo las reinas de belleza con implantes de silicona
(¡hasta hubo un intento de crear una Misión para dotar de pechos plásticos a
las mujeres que no podían pagarlos!), eso descansa en la cultura rentista
desarrollada por casi un siglo. Construir algo alternativo sobre un “socialismo
petrolero”, como se llegó a decir, abre más interrogantes que las soluciones
que aporta.
La “guerra económica” actual existe, como parte de un ataque constante
que sufre el país, y de ningún modo se le puede restar importancia a las
estrategias de desestabilización que hay tras ella.
Basten palabras de James Clapper, Director Nacional de Inteligencia de
Estados Unidos en su Informe sobre Venezuela / 2012, para graficarlo de modo
más que elocuente: “Explotar la alta
inflación del país, la carencia de alimentos, la escasez de energía y los galopantes
índices de delincuencia.” (Lanz Rodríguez:2015)
No hay dudas que se
deben poner las barbas en remojo. La experiencia de Chile, en 1973, es un
patético recordatorio de lo que podría esperarle a la Revolución Bolivariana.
Se
produjo la angustia de la escasez, el país estaba sacudido por oleadas de
rumores contradictorios que alertaban a la población sobre los productos que
iban a faltar y la gente compraba lo que hubiera, sin medida, para prevenir el
futuro. Se paraban en las colas sin saber lo que se estaba vendiendo, sólo para
no dejar pasar la oportunidad de comprar algo, aunque no lo necesitaran.
Surgieron profesionales de las colas, que por una suma razonable guardaban el
puesto a otros, los vendedores de golosinas que aprovechaban el tumulto para
colocar sus chucherías y los que alquilaban mantas para las largas colas
nocturnas. Se desató el mercado negro. (Allende, I. en TeleSur:2015)
Así describe Isabel
Allende la crisis preparatoria del golpe de Estado de Pinochet / CIA en su
país. Cuatro décadas después, lo que sucede en Venezuela es casi un calco de
aquel escenario.
La guerra está abierta,
es candente y urge tomar medidas para frenarla. De ello depende el destino de
la revolución en esta coyuntura. Pero también es imprescindible
ver, pensando a futuro, que es consecuencia de no controlar las palancas
últimas del país.
Una “revolución bonita”, no violenta, amparada en un ¿método? como el
“Chaz-Az”, abre enormes interrogantes. ¿Hasta cuándo se podrán seguir
manteniendo los programas asistenciales? ¿Qué pasará ahora con la baja de los
precios internacionales del crudo, manipulados por las potencias occidentales
del Consenso de Washington justamente para desestabilizar a Venezuela (junto a
Rusia e Irán)?
Ahora que el desabastecimiento y el mercado negro campean, sin llegar
todavía a ser el Chile del último período de Salvador Allende, pero
recordándolo, es urgente retomar aquella imagen que nos legara Rosa Luxemburgo
en 1918 cuando analizaba la revolución bolchevique:
No se puede mantener el “justo medio” en ninguna
revolución. La ley de su naturaleza exige una decisión rápida: o la locomotora
avanza a todo vapor hasta la cima de la montaña de la historia, o cae
arrastrada por su propio peso nuevamente al punto de partida. Y arrollará en su
caída a aquellos que quieren, con sus débiles fuerzas, mantenerla a mitad de
camino, arrojándolos al abismo. (Luxemburgo:1918)
En síntesis: el socialismo sólo puede mejorarse con ¡más y mejor
socialismo!
** Material aparecido en la Revista Análisis de la Realidad Nacional, del
IPNUSAC, (Universidad de San Carlos de Guatemala), año 4, edición digital No.
81, septiembre de 2015.
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"Fin del capitalismo global. El nuevo proyecto histórico". México: Editorial
Txalaparta.
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